Convergencias y Divergencias en la Fe Reformada: Un Análisis Comparativo de los Reformadores Españoles y las Confesiones Continentales

I. Introducción: Voces de la Reforma en Contextos de Conflicto y Consolidación

a. Presentación de los Sujetos de Estudio

En el tumultuoso panorama religioso del siglo XVI, la Reforma Protestante no fue un fenómeno monolítico, sino un mosaico de movimientos teológicos que, aunque compartían principios fundamentales, se manifestaron con matices distintivos según sus contextos geográficos y culturales. En la Península Ibérica, un foco de renovación espiritual surgió con una intensidad particular, solo para ser sofocado por una de las maquinarias represivas más formidables de la época: la Inquisición española. De este crisol emergieron figuras de notable calibre intelectual y espiritual, entre las que destacan tres teólogos vinculados al círculo reformista de Sevilla: Constantino Ponce de la Fuente, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera.

Estos tres hombres, formados en el vibrante humanismo de centros como la Universidad de Alcalá e imbuidos de las nuevas ideas que circulaban en cenáculos monásticos como el Monasterio Jerónimo de San Isidoro del Campo , representan las diversas trayectorias y destinos del protestantismo español. Constantino Ponce de la Fuente (c. 1502-1559), conocido como el “Doctor Constantino”, fue un aclamado predicador de la Catedral de Sevilla y capellán del emperador Carlos V. Su teología, cautelosa pero profundamente evangélica, lo llevó a ser arrestado por la Inquisición en 1558, muriendo en sus mazmorras antes de que sus huesos fueran exhumados y quemados póstumamente en el auto de fe de 1560. Por otro lado, Casiodoro de Reina (c. 1520-1594) y Cipriano de Valera (c. 1531-c. 1602), ambos monjes en San Isidoro, lograron escapar de la inminente persecución en 1557, iniciando un largo exilio que los llevaría a los centros neurálgicos de la Reforma europea. Reina, el monumental traductor de la Biblia del Oso (1569), navegaría por las complejas aguas del protestantismo continental, buscando un espacio para una fe reformada pero tolerante. Valera, su colega y revisor de su obra bíblica, se alinearía más decididamente con la ortodoxia calvinista, convirtiéndose en un prolífico autor y traductor en Londres. El contexto de persecución, por tanto, no es un mero telón de fondo, sino el factor determinante que moldeó sus vidas, sus obras y sus expresiones teológicas.  

Introducción a los Documentos Confesionales

Mientras la Reforma en España luchaba por sobrevivir bajo una represión implacable, en el norte de Europa el movimiento entraba en una fase de consolidación doctrinal. De este proceso surgieron documentos confesionales que sistematizaron la teología reformada y definieron su identidad frente a Roma y otras corrientes protestantes. Dos de los más influyentes son la Confesión Belga (1561) y el Catecismo de Heidelberg (1563).

La Confesión Belga, redactada principalmente por Guido de Brès, un discípulo de Juan Calvino, nació en un contexto de feroz persecución en los Países Bajos bajo el dominio de Felipe II de España. Su propósito era doble: instruir a los fieles y, sobre todo, demostrar a las autoridades que la fe reformada no era una sedición anabaptista, sino una doctrina bíblica, ordenada y ortodoxa, digna de tolerancia. Es un documento sistemático y teológicamente denso, que abarca toda la doctrina cristiana en 37 artículos. Por su parte, el Catecismo de Heidelberg fue el producto de un contexto muy diferente: el de una iglesia establecida. Encargado por el Elector Federico III del Palatinado y escrito por Zacarías Ursino y Gaspar Oleviano, su objetivo era unificar la enseñanza religiosa en su territorio y proporcionar una herramienta para la instrucción de la juventud y la predicación. Su estructura de preguntas y respuestas y su tono marcadamente pastoral y personal, comenzando con la célebre pregunta sobre el “único consuelo en la vida y en la muerte”, le confirieron un carácter devocional único que lo convirtió en uno de los textos más queridos de la tradición reformada. Juntos, estos dos documentos representan una teología reformada madura y articulada, un punto de referencia de la ortodoxia continental con la que el pensamiento de los reformadores españoles puede ser comparado. 

a. Tesis Central

Este artículo argumentará que, si bien Constantino Ponce de la Fuente, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera compartieron con la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg los principios irrenunciables de la Reforma —la justificación por la sola fe y la autoridad suprema de la Escritura—, sus expresiones teológicas en áreas cruciales como la sacramentología, la eclesiología y las relaciones Iglesia-Estado exhiben una notable diversidad. Esta heterogeneidad no es aleatoria, sino el resultado directo de la interacción de tres factores críticos: primero, la presión contextual, que distingue entre escribir bajo la amenaza inminente de la Inquisición (Ponce) y hacerlo como exiliados en busca de legitimidad en la Europa protestante (Reina y Valera); segundo, las trayectorias personales, como los conflictos de Reina con el calvinismo dogmático de Ginebra , que modularon sus inclinaciones teológicas; y tercero, la amplitud de sus influencias intelectuales, que incluyeron no solo el calvinismo ginebrino, sino también el humanismo erasmista y la teología mediadora de figuras como Martín Bucero , dando lugar a síntesis teológicas singulares que no se ajustan perfectamente a los moldes confesionales del norte. 

La trayectoria de estos tres reformadores sevillanos no representa una anomalía, sino que funciona como un microcosmos de la evolución ideológica y cronológica de la propia Reforma Protestante a una escala más amplia. Ponce de la Fuente, con su teología cautelosa y su enfoque en la piedad interior, encarna una fase inicial, pre-confesional, a menudo denominada “evangelismo”, que tenía fuertes raíces en el humanismo cristiano de Erasmo y que caracterizó a muchos de los primeros movimientos de reforma en toda Europa antes de la consolidación dogmática. Su obra refleja la transición de una crítica a la teología escolástica y las prácticas corruptas hacia una afirmación positiva de la salvación por la fe. Casiodoro de Reina, ya en el exilio, representa la siguiente etapa: la lucha por una identidad protestante unificada pero no sectaria. Su teología, marcadamente ecuménica e influenciada por el deseo de concordia de Martín Bucero, busca una “cuarta vía” que trascienda las rígidas divisiones entre luteranos y calvinistas. Finalmente, Cipriano de Valera personifica la fase de consolidación confesional. Al traducir la Institución de Calvino y escribir polémicas antipapales que se alinean estrechamente con la ortodoxia ginebrina, Valera abraza una identidad reformada claramente definida y sistemática. Así, el protestantismo español, aunque su desarrollo fue trágicamente truncado en su tierra natal, refleja en estas tres figuras las tensiones internas y las etapas evolutivas de todo el movimiento reformador: desde un humanismo evangélico inicial, pasando por la búsqueda de una unidad ecuménica, hasta la cristalización de una ortodoxia confesional.  

II. El Fundamento Compartido: Sola Scriptura y la Justificación por la Fe

a. Concordancia Fundamental

A pesar de las divergencias contextuales y personales, un hilo dorado de convicción teológica une a los reformadores españoles con sus homólogos continentales: la adhesión inquebrantable a los dos principios formales de la Reforma. Tanto Ponce de la Fuente, Reina y Valera como la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg afirman la autoridad suprema, final y suficiente de las Sagradas Escrituras (Sola Scriptura) como única fuente de doctrina y la justificación del pecador por la sola gracia de Dios mediante la fe en Jesucristo (Sola Fide). La Confesión Belga es explícita en su Artículo 7, donde declara que la Santa Escritura “contiene de un modo total la voluntad de Dios” y que todo lo necesario para la salvación está suficientemente enseñado en ella, rechazando cualquier enseñanza humana que se le oponga. De manera similar, cada respuesta del Catecismo de Heidelberg está anclada en una profusa citación de textos bíblicos, demostrando que su consuelo pastoral emana directamente de la Palabra de Dios. Sobre esta base compartida se erigen sus respectivas construcciones teológicas. 

a. Ponce de la Fuente: Justificación como Misericordia Divina

La obra de Constantino Ponce de la Fuente, escrita en el opresivo ambiente de la España inquisitorial, presenta la doctrina de la justificación de una manera que es a la vez profunda y estratégicamente velada. En lugar de emplear el lenguaje técnico y forense de la teología sistemática, Ponce articula la salvación a través de un prisma devocional y pastoral, centrado en la abrumadora misericordia de Dios y la absoluta incapacidad del pecador. En obras como su Suma de Doctrina Christiana y, de manera más conmovedora, en su Confesión de un pecador, la justificación se presenta como una experiencia existencial de rendición. 

Ponce enfatiza una desconfianza radical en las obras humanas y en cualquier mérito propio como base para la salvación. Escribe explícitamente sobre la salvación por la “fe sola” y traza un contraste inequívoco entre el camino del esfuerzo humano y el único camino verdadero a través de Cristo. Su afirmación de que confiar en nuestras propias obras para ser justos ante Dios “es no entrar por Jesucristo” es una declaración inequívocamente protestante, aunque formulada en el lenguaje de la piedad y la exhortación. Esta aproximación no era solo una preferencia estilística, sino una necesidad vital. Escribiendo bajo la atenta mirada de la Inquisición, que ya lo consideraba sospechoso, Ponce empleaba la disimulación, la omisión y la insinuación para transmitir sus convicciones reformadas sin proporcionar a sus censores una prueba irrefutable de “herejía luterana”. Su teología es un testimonio de cómo la doctrina puede ser comunicada eficazmente a través de la piedad cuando la formulación dogmática es peligrosa.

b. Reina y Valera: Articulación Doctrinal en el Exilio

Liberados de las restricciones de la censura inquisitorial, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera pudieron articular la doctrina de la justificación con una claridad y precisión dogmática imposibles para Ponce. En su Confessio Fidei de 1560, presentada a la iglesia de Londres para establecer su congregación de exiliados, Reina dedica un capítulo entero (Capítulo 10) a “La Justificación por la Fe”. Allí, define la justificación como el resultado de la “penitencia y la fe verdadera y viva en la muerte y resurrección del Señor”. A través de esta fe, afirma, se concede al creyente el perdón de los pecados y se le imputa la justicia e inocencia de Cristo. De manera significativa, Reina renuncia explícitamente a “todo mérito de hombre o satisfacción alguna” fuera de la de Cristo, a la que describe audazmente como el “verdadero purgatorio” y la “plenaria indulgencia” de los pecados, utilizando y subvirtiendo la terminología católica para afirmar una verdad protestante.  

Cipriano de Valera, por su parte, se convirtió en un campeón de la visión calvinista más estricta de la justificación. Su monumental traducción al español de la Institución de la Religión Cristiana de Juan Calvino (1597) no fue un mero ejercicio lingüístico, sino un acto de apropiación y diseminación teológica. A través de esta obra y de sus propios escritos polémicos, Valera promovió una comprensión robusta de la justificación como un acto puramente forense, una declaración legal de Dios basada no en una justicia infusa en el creyente, sino en la justicia ajena de Cristo, imputada al creyente y recibida solo por la fe.

c. Comparación con la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg

Al comparar las formulaciones de los españoles con los documentos confesionales continentales, se observa una armonía sustancial. La Confesión Belga, en sus artículos 22 al 24, describe la justificación en términos claramente forenses. Sostiene que la verdadera fe “nos mantiene unidos a Cristo con todos sus beneficios”, y que por esta fe “nos es imputada la justicia de Cristo”. La fe no es una obra meritoria, sino “solamente un instrumento con el que abrazamos a Cristo, nuestra Justicia”. 

El Catecismo de Heidelberg, fiel a su carácter pastoral, enmarca la misma doctrina en un diálogo personal y consolador. La pregunta 60 inquiere: “¿Cómo eres justo delante de Dios?”. La respuesta es una joya de la piedad reformada: “Solamente por una fe verdadera en Jesucristo; de tal manera que, aunque mi conciencia me acuse de haber pecado gravemente contra todos los mandamientos de Dios […], sin embargo, Dios, sin mérito alguno de mi parte, por pura gracia, me imputa y dona la perfecta satisfacción, justicia y santidad de Cristo”.  

La conclusión es clara: aunque el lenguaje de Ponce es más devocional y el de Reina más formalmente confesional, su comprensión fundamental de la justificación por la gracia mediante la fe en la justicia imputada de Cristo se alinea perfectamente con los estándares continentales. La diferencia principal no reside en la sustancia teológica, sino en el estilo, el énfasis y, crucialmente, el contexto que dictaba la forma de expresión.

El entorno inquisitorial funcionó como un filtro teológico que moldeó profundamente la producción literaria de Constantino Ponce de la Fuente. Condenado póstumamente como “luterano” , Ponce era plenamente consciente de que cualquier declaración explícita sobre la justificación, utilizando la terminología técnica de la Reforma, sería una sentencia de muerte. En consecuencia, su estrategia no fue abandonar la doctrina, sino comunicarla a través de un canal diferente. En lugar de tratados dogmáticos, optó por géneros como la confesión autobiográfica (Confesión de un pecador) y el catecismo dialogado (Suma de Doctrina Christiana), que le permitían centrarse en la experiencia de la salvación por gracia. Evitó cuidadosamente términos como “justicia imputada” o “justificación forense”, que eran las banderas rojas de la ortodoxia reformada pero también delatores para la Inquisición. En su lugar, se concentró en temas que, si bien eran centrales para la Reforma, también podían encontrar eco en ciertas corrientes de la piedad tardomedieval o en el humanismo erasmista: la absoluta soberanía de la misericordia divina, la centralidad de Cristo como único mediador y la futilidad de la justicia propia. La Inquisición, por tanto, no alteró el núcleo de su creencia —como lo demostraron sus escritos secretos descubiertos tras su arresto —, pero sí forzó una transmutación de su forma literaria y teológica. Su obra es un ejemplo magistral de comunicación doctrinal bajo coacción, demostrando cómo la persecución puede influir no solo en la libertad de expresión, sino en los mismos géneros y vocabularios que la teología adopta para sobrevivir. 

III. El Sacramento en Disputa: La Santa Cena

Introducción a la Controversia

Pocas doctrinas generaron tanta controversia en el siglo XVI como la Santa Cena. La cuestión de la naturaleza de la presencia de Cristo en la Eucaristía no solo marcó una de las líneas divisorias más profundas entre la Reforma y la Iglesia Católica, con su doctrina de la transubstanciación, sino que también se convirtió en un amargo punto de discordia dentro del propio campo protestante. Las posturas iban desde la consubstanciación de Lutero (una presencia real, corporal, “en, con y bajo” los elementos), pasando por la presencia espiritual real de Calvino (una comunión con el Cristo ascendido en el cielo, efectuada por el Espíritu Santo), hasta el memorialismo simbólico de Zwinglio (la Cena como un mero recuerdo del sacrificio de Cristo). En este campo minado teológico, la posición de cada reformador era una declaración de su identidad confesional.

a. Ponce de la Fuente: Silencio Estratégico y Énfasis Espiritual

Determinar la teología eucarística precisa de Constantino Ponce de la Fuente es una tarea plagada de dificultades, principalmente debido a su deliberado silencio sobre el tema en las obras que publicó en vida. En la España del siglo XVI, cualquier desviación de la doctrina de la transubstanciación y del sacrificio de la Misa era considerada la herejía por excelencia y un camino directo a la hoguera. Los escritos de Ponce que abordaban directamente estos temas, incluyendo críticas a la eucaristía y la misa, fueron descubiertos en un escondite tras su arresto, lo que selló su condena póstuma.  

Sin embargo, a partir de la teología general que impregna sus obras publicadas, es posible inferir su postura. Ponce aboga consistentemente por una adoración “en espíritu” por encima de las “equívocas manifestaciones externas”. Este marcado énfasis en la piedad interior, en la fe vivida en la intimidad del creyente y en la relación directa con Dios, es fundamentalmente incompatible con la teología sacramental católica, que se centra en la eficacia ex opere operato de un rito externo y en la adoración del Santísimo Sacramento. Su enfoque en la disposición del corazón y en una fe cristocéntrica y personal sugiere una comprensión espiritual de la comunión, aunque la falta de una declaración explícita, producto de una prudencia existencial, impide una clasificación dogmática precisa.

b. Casiodoro de Reina: La Vía Media Buceriana

En el entorno más libre pero teológicamente contencioso del exilio londinense, Casiodoro de Reina se vio obligado a definir su postura. El Capítulo 13 de su Confessio Fidei ofrece una formulación sobre la Santa Cena que es un modelo de teología mediadora e irénica. Reina afirma que en la Cena, administrada legítimamente, “se da a todos los creyentes en el pan el verdadero cuerpo del Señor y en el vino su propia sangre”. Esta fraseología es significativa: afirma una presencia real y verdadera, distanciándose del mero simbolismo zwingliano. Sin embargo, al igual que Calvino y la Confesión Belga, se abstiene de explicar el modo de esta presencia, evitando así la doctrina de la presencia corporal y local de Lutero.

La clave de la postura de Reina es su objetivo ecuménico. Su teología sacramental, al igual que su eclesiología, parece profundamente influenciada por Martín Bucero, el reformador de Estrasburgo conocido por sus incansables esfuerzos para mediar entre luteranos y zwinglianos. Reina busca una fórmula que pueda ser aceptada por diferentes corrientes protestantes, centrándose en el beneficio espiritual del sacramento —la comunión con Cristo— en lugar de en disputas metafísicas sobre los elementos. Esta posición, aunque teológicamente sofisticada, le granjeó la sospecha de los calvinistas más estrictos, que veían su falta de polemismo como una ambigüedad doctrinal.  

c. Cipriano de Valera: La Ortodoxia Calvinista Polémica

Si Reina buscaba la concordia, Cipriano de Valera buscaba la claridad doctrinal, y la encontró en la teología de Juan Calvino. En su obra Dos Tratados: El primero es del Papa y de su autoridad… El segundo es de la Misa (1588), Valera lanza un ataque frontal y sin concesiones a la doctrina católica. Niega categóricamente que la Misa sea un sacrificio expiatorio, argumentando que deshonra el sacrificio único y perfecto de Cristo en la cruz.  

Su definición positiva de la Santa Cena es puramente calvinista. La describe como un “sacramento del precioso cuerpo y sangre” y un “memorial de aquel y único sacrificio”. Para Valera, la Cena es un signo y un sello: un signo visible que representa una realidad espiritual invisible (la comunión con Cristo) y un sello que confirma y fortalece la fe del creyente en las promesas del evangelio. Rechaza la transubstanciación de forma explícita y virulenta, calificándola de “sueños, ilusiones del diablo y falsos milagros”. Su postura no es simplemente similar a la de Calvino; es idéntica, como cabría esperar de quien dedicó años a traducir y promover la Institución del reformador ginebrino. 

d. Contraste con la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg

La teología sacramental de Valera se alinea perfectamente con la de los documentos confesionales continentales. El Artículo 35 de la Confesión Belga afirma que los creyentes reciben el “verdadero cuerpo natural y la verdadera sangre de Cristo”, pero inmediatamente aclara que “la manera de nuestra participación no es por la boca, sino por el espíritu, mediante la fe”. Cristo permanece físicamente en el cielo, a la diestra del Padre, pero nos alimenta espiritualmente con su cuerpo y su sangre.  

El Catecismo de Heidelberg (Preguntas 75-79) expresa la misma verdad con su característico calor pastoral. Afirma que ser alimentado con el cuerpo crucificado de Cristo y su sangre derramada significa “que, por el Espíritu Santo, que habita tanto en Cristo como en nosotros, estamos cada vez más unidos a su cuerpo bienaventurado”. La certeza de esta comunión espiritual es tan real como la acción física de recibir el pan y el vino del ministro. 

En conclusión, la postura de Valera es indistinguible de la ortodoxia reformada continental. La de Reina, aunque motivada por un espíritu más ecuménico, es sustancialmente muy cercana, afirmando la misma realidad de una presencia espiritual recibida por fe. La posición de Ponce, por necesidad, permanece en el ámbito de la inferencia, aunque su teología general apunta en la misma dirección espiritual y no sacrificial.

El exilio funcionó como un catalizador que aceleró la confesionalización de los reformadores españoles. Mientras que en España, Ponce de la Fuente solo podía insinuar una teología reformada a través de un espiritualismo generalizado, ya que articular una doctrina específica de la Cena era demasiado peligroso, la situación en el exilio era radicalmente diferente. Al llegar a la Europa protestante, Reina y Valera se vieron obligados a definir sus posturas doctrinales con precisión. Esta necesidad no era meramente académica; era una cuestión de supervivencia eclesiástica y política. Para establecer sus congregaciones de refugiados y ser aceptados por las iglesias y autoridades anfitrionas, como el obispo de Londres, debían presentar confesiones de fe que demostraran su ortodoxia. Este imperativo de definición los empujó a posicionarse dentro de los debates intra-protestantes de la época. Casiodoro de Reina, influenciado por el irenismo de Bucero y buscando crear un espacio para una comunidad protestante española unida, elaboró una fórmula sacramental mediadora que, esperaba, pudiera ser aceptada por un amplio espectro de creyentes. Cipriano de Valera, inmerso en el ambiente académico y eclesiástico inglés, fuertemente influenciado por la teología de Ginebra, adoptó sin ambages la clara y definida postura calvinista. Por lo tanto, el exilio transformó la fluidez doctrinal, posible en la clandestinidad, en la necesidad de una alineación confesional clara. Las diferentes trayectorias de Reina y Valera demuestran que esta alineación no fue un proceso monolítico, sino el resultado de convicciones teológicas, experiencias personales y estrategias pastorales y políticas distintas. 

IV. La Iglesia Visible e Invisible: Eclesiología y Disciplina

a. Ponce de la Fuente: La Iglesia como Comunidad Espiritual

La eclesiología de Constantino Ponce de la Fuente, al igual que su sacramentología, debe ser deducida de los principios generales de su teología más que de declaraciones explícitas. Su insistencia en una religión interior, centrada en la fe del corazón y en una relación personal con Cristo, apunta a una concepción de la Iglesia como la comunidad de los verdaderos creyentes, una entidad espiritual cuya esencia no reside en la estructura jerárquica o la afiliación institucional, sino en la fe genuina. Esta visión es característica de la Reforma, que contrastaba la Iglesia visible, una institución mixta que contenía tanto a creyentes como a hipócritas, con la Iglesia invisible, el verdadero cuerpo de Cristo conocido solo por Dios. Al dedicar su Doctrina Christiana a la “Iglesia cristiana” en un sentido universal y al apelar a la comprensión de la Escritura que la Iglesia tuvo “en sus principios” , Ponce emplea una estrategia reformista clásica: apelar a la Iglesia primitiva y universal por encima de la autoridad de la jerarquía romana contemporánea, a la que consideraba corrupta. 

b. Casiodoro de Reina: Las Marcas de la Verdadera Iglesia

La Confessio Fidei de Casiodoro de Reina ofrece la eclesiología más desarrollada entre los tres españoles, dedicando los capítulos 18 y 19 a este tema. En línea con la teología reformada, define la “santa Iglesia universal” como el cuerpo espiritual de los elegidos, esparcido por todo el mundo pero unido por un solo Espíritu, una sola fe y una sola cabeza, Cristo.  

Lo más distintivo de la eclesiología de Reina es su doble sistema de “marcas” o “señales” de la Iglesia. Primero, establece las tres marcas externas clásicas, comunes en las confesiones reformadas, por las cuales la Iglesia visible puede ser reconocida: 1) la pura predicación del Evangelio, sin mezcla de doctrinas humanas; 2) la legítima administración de los sacramentos (Bautismo y Santa Cena) según la institución de Cristo; y 3) el ejercicio de la disciplina eclesiástica para corregir el pecado. Sin embargo, Reina, consciente de que la participación en la Iglesia visible no garantiza la verdadera fe, añade una lista única de siete marcas internas e infalibles. Estas son las señales por las cuales los verdaderos miembros de la Iglesia espiritual pueden certificarse en sus conciencias y reconocerse mutuamente: el testimonio interior del Espíritu Santo, un amor ardiente por la Palabra de Dios, la misericordia y la mansedumbre, el amor a los enemigos, una caridad genuina hacia los hermanos, y, significativamente, la cruz y la aflicción por parte del mundo. Este doble enfoque, que une el orden institucional externo con la piedad experiencial interna, es una contribución pastoral notable.  

c. Cipriano de Valera: Eclesiología Polémica y Cristocéntrica

La eclesiología de Cipriano de Valera se forja en el fuego de la polémica anti-romana. Su Tratado del Papa es, en esencia, un tratado de eclesiología negativa: define lo que la Iglesia no es al demoler sistemáticamente las pretensiones del papado. Al argumentar que Cristo es la “sola Cabeza de su Iglesia” , Valera rechaza de raíz el principio jerárquico que sustentaba toda la estructura eclesiástica católica. Al hacerlo, afirma implícitamente la eclesiología protestante, donde la Iglesia no es una monarquía papal, sino un cuerpo cuya vida y autoridad emanan directamente de su cabeza, Cristo, a través de la Palabra y el Espíritu. Su labor pastoral en la congregación española de exiliados en Londres demuestra su compromiso práctico con la construcción de una iglesia visible, una comunidad reunida en torno a una confesión de fe compartida y gobernada no por un pontífice, sino por la predicación de la Escritura y la disciplina mutua.  

d. Comparación con la Confesión Belga

La eclesiología de Reina y Valera muestra una fuerte convergencia con la de la Confesión Belga. Los artículos 27 al 29 de la Confesión definen la Iglesia como “una santa congregación de los verdaderos creyentes en Cristo, que esperan toda su salvación en Jesucristo” (Art. 27). Afirma la obligación de cada creyente de unirse a esta verdadera Iglesia, distinguiéndola de las falsas sectas (Art. 28). De manera crucial, el Artículo 29 establece las mismas tres marcas de la verdadera Iglesia que Reina adoptó: la predicación pura del Evangelio, la administración pura de los sacramentos y el ejercicio de la disciplina eclesiástica. El Artículo 32, sobre el orden y la disciplina de la Iglesia, subraya la necesidad de un gobierno espiritual para mantener la concordia y la obediencia a Dios.  

La concordancia es, por tanto, sustancial. Los reformadores españoles exiliados y la confesión continental compartían una visión común de la Iglesia como una comunidad definida por la Palabra, los sacramentos y la disciplina, en oposición a la estructura jerárquica de Roma. La adición única de Reina de las “marcas internas” no contradice esta visión, sino que la complementa con una dimensión pastoral y experiencial, un rasgo distintivo de su pensamiento.

La eclesiología de Casiodoro de Reina, tal como se articula en su Confessio Fidei, puede ser entendida como una “eclesiología del desplazamiento”, forjada en la doble crisis de la persecución y el exilio. Mientras que la Confesión Belga, aunque escrita para una iglesia perseguida, tiene un tono definitorio, estableciendo el ideal de la Iglesia verdadera frente a la falsa, la eclesiología de Reina responde a una realidad más compleja. No solo se enfrentaba a la hostilidad de Roma, sino también a la sospecha y a las disputas doctrinales con otros grupos protestantes en el exilio. Su innovadora distinción entre marcas externas e internas es una respuesta directa a esta precaria situación. Las marcas externas (predicación, sacramentos, disciplina) servían para un propósito político y eclesiástico: demostrar la ortodoxia y legitimidad de su congregación de refugiados ante las autoridades anfitrionas, como el obispo de Londres, y situarla firmemente dentro de la tradición reformada. Por otro lado, las marcas internas (el testimonio del Espíritu, el amor a la Palabra, la caridad, el sufrimiento) tenían un propósito pastoral y espiritual: eran para los propios creyentes, una guía para discernir la verdadera comunión y construir una comunidad espiritual auténtica en el entorno desorientador y a menudo conflictivo del exilio. Esta teología responde a dos preguntas existenciales para un refugiado: “¿Cómo probamos nuestra ortodoxia a nuestros anfitriones?” (marcas externas) y “¿Cómo reconocemos a nuestros verdaderos hermanos en esta tierra extraña, en medio de tantos conflictos?” (marcas internas). Este nivel de matiz pastoral, nacido de una dificultad específica, no es tan prominente en la estructura más sistemática y formal de la Confesión Belga. 

V. El Trono y el Altar: El Rol del Magistrado Civil

a. Casiodoro de Reina: El Magistrado Fiel como Cabeza de la Iglesia

La cuestión de la relación entre la Iglesia y el Estado fue un tema de vital importancia para los reformadores, que dependían del apoyo o al menos de la tolerancia de las autoridades seculares para sobrevivir y prosperar. En este punto, Casiodoro de Reina adopta una postura particularmente robusta y distintiva. En el Capítulo 16 de su Confessio Fidei, desarrolla una visión que se acerca notablemente al erastianismo, una doctrina que subordina la Iglesia a la autoridad del Estado. 

Reina comienza afirmando, en línea con el pensamiento reformado estándar, el origen divino del magistrado político, cuya función es mantener la paz, castigar a los malhechores y defender la república, todo ello para el “adelantamiento de la gloria y reino de Cristo”. Sin embargo, va un paso crucial más allá. Declara que cuando el magistrado es un creyente (“fiel”), se convierte en la “cabeza de la disciplina eclesiástica” y posee la autoridad suprema para implementar todo lo necesario para el Reino de Dios, no solo en asuntos civiles, sino también, y de manera más importante, en lo concerniente al culto divino. Su conclusión es radical: en un estado cristiano, no hay más que “una sola jurisdicción” que une los órdenes civil y eclesiástico bajo la autoridad del magistrado cristiano. Esta posición tan elevada del poder secular en asuntos eclesiásticos fue, con toda probabilidad, una medida estratégica calculada para asegurar el favor y la protección indispensable de la corona inglesa, bajo la reina Isabel I, para su vulnerable congregación de refugiados españoles en Londres. 

b. Cipriano de Valera

Cipriano de Valera no articuló una teoría tan explícita sobre las relaciones Iglesia-Estado como Reina. Su enfoque literario se centró más en la demolición de la autoridad papal que en la construcción de un modelo político alternativo. No obstante, sus acciones y escritos revelan una aceptación práctica y una dependencia del patronazgo de un monarca protestante. En sus Dos Tratados, elogia efusivamente a la reina Isabel I de Inglaterra como la figura providencial que puso fin a las persecuciones de la era de María Tudor. Además, la publicación de sus obras en Londres dependía del clima de favor y protección que ofrecía el régimen isabelino. Por tanto, aunque carecemos de una declaración teórica formal, su carrera demuestra una alineación práctica con un modelo en el que un magistrado civil piadoso desempeña un papel crucial en la protección y el fomento de la verdadera Iglesia.  

c. Comparación con la Confesión Belga

La Confesión Belga, en su Artículo 36 original, también asigna un papel significativo al magistrado civil en los asuntos religiosos. Afirma que su oficio no es solo cuidar del gobierno civil, sino también “proteger el sagrado ministerio; para quitar y destruir toda idolatría y falso culto; para que el reino del anticristo sea destruido y el reino de Cristo sea promovido”. Esta es una visión robusta del deber del magistrado de defender la ortodoxia.  

Sin embargo, existe una diferencia de énfasis crucial entre la Confesión Belga y la de Reina. La Confesión Belga concibe al magistrado como el protector de la Iglesia. Es una fuerza externa, ordenada por Dios, cuya tarea es defender a la Iglesia de sus enemigos y crear las condiciones para que florezca el verdadero culto. No se le describe como la cabeza interna del gobierno de la Iglesia. La formulación de Reina, en cambio, es más integradora y jerárquica. Al llamar al magistrado fiel “cabeza de la disciplina eclesiástica”, le otorga un papel de gobierno dentro de la esfera de la Iglesia, fusionando las jurisdicciones de una manera que la Confesión Belga no hace. La postura de Reina es claramente erastiana, mientras que la de la Confesión Belga representa una visión más clásica de la cooperación entre dos esferas distintas, aunque divinamente ordenadas.

Las diferentes perspectivas sobre el magistrado civil revelan las realidades políticas de sus autores. La Confesión Belga fue escrita por un movimiento eclesiástico nacional que, aunque perseguido, buscaba legitimidad y tolerancia de su propio soberano, Felipe II. Su lenguaje sobre el deber del magistrado de defender la verdadera religión es tanto una declaración de un ideal de gobierno cristiano como una súplica implícita de protección. Casiodoro de Reina, por el contrario, era un refugiado apátrida. No tenía un magistrado “propio” al que apelar; su supervivencia y la de su congregación dependían enteramente de la benevolencia de su monarca anfitrión en Inglaterra. En este contexto, su elevada visión del magistrado no es solo un ideal teológico, sino una necesidad política. Al designar al magistrado fiel como “cabeza de la disciplina eclesiástica”, Reina colocaba efectivamente su iglesia bajo la autoridad y protección directa de la corona inglesa. Este movimiento le proporcionaba la máxima seguridad posible, tanto contra los agentes de la Inquisición española que operaban en el extranjero como contra las facciones hostiles dentro de la propia comunidad de exiliados de Londres. Por lo tanto, el erastianismo de Reina no es una mera abstracción, sino una teología política pragmática, nacida directamente de la precariedad del exilio. 

VI. Conclusión: Un Mosaico de la Teología Reformada Española

a. Síntesis de Convergencias y Divergencias

El análisis comparativo de Constantino Ponce de la Fuente, Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera con la Confesión Belga y el Catecismo de Heidelberg revela un panorama complejo de unidad y diversidad. Existe una convergencia profunda y fundamental en los pilares de la Reforma: la autoridad exclusiva de la Escritura y la justificación del pecador únicamente por la gracia a través de la fe. En este terreno soteriológico, las voces españolas, ya sea en el tono devocional de Ponce, el lenguaje confesional de Reina o la polémica calvinista de Valera, cantan en armonía con la ortodoxia reformada continental.

Sin embargo, a medida que el enfoque se desplaza hacia cuestiones de eclesiología y política, esta armonía da paso a una polifonía de voces distintas. En la doctrina de la Santa Cena, las diferencias reflejan el espectro completo del debate protestante, desde la postura mediadora y ecuménica de Reina hasta la firme adhesión de Valera al modelo calvinista, pasando por el prudente silencio de Ponce. En la relación entre la Iglesia y el Estado, la visión erastiana de Reina, forjada en la necesidad del exilio, se distingue claramente de la concepción del magistrado como protector externo que se encuentra en la Confesión Belga. Ponce de la Fuente permanece como una figura representativa de una reforma temprana, evangélica y cautelosa; Reina emerge como un teólogo reflexivo y ecuménico, un proponente de una “vía media” española; y Valera se consolida como un defensor acérrimo y polemista de la ortodoxia calvinista.

b. Reafirmación de la Tesis

Este mosaico teológico confirma la tesis central de este artículo: la diversidad doctrinal entre los reformadores españoles se explica por la interacción dinámica de su contexto, sus experiencias personales y sus influencias intelectuales. La presión omnipresente de la Inquisición obligó a Ponce a desarrollar una teología de la implicación y la piedad interior. La libertad relativa del exilio, por el contrario, forzó a Reina y a Valera a una teología de la definición y la articulación dogmática. Sin embargo, sus diferentes trayectorias dentro de ese mismo exilio —la búsqueda de concordia de Reina frente a la consolidación calvinista de Valera— los condujeron a costas confesionales distintas.

c. Reflexión Final

La historia de estos tres teólogos enriquece profundamente nuestra comprensión de la Reforma del siglo XVI. Su legado demuestra que el movimiento no fue una fuerza monolítica que irradiaba desde Wittenberg y Ginebra, sino un fenómeno complejo, policéntrico y adaptable. Los reformadores españoles, a pesar de que su movimiento fue brutalmente aplastado en su tierra natal, no fueron meros receptores pasivos de ideas importadas. Fueron agentes teológicos activos que se comprometieron con el pensamiento reformado, lo adaptaron a sus circunstancias y lo sintetizaron de maneras únicas y convincentes. Su testimonio, a menudo sellado con el martirio o vivido en el dolor del exilio, constituye un capítulo vital, aunque a menudo olvidado, en la historia más amplia de la fe cristiana.