El canto congregacional y el Salterio en la Iglesia hispana primitiva (siglos I–X)

Contexto histórico y fuentes patrísticas en Hispania

Durante los primeros diez siglos del cristianismo, la Iglesia en la península ibérica desarrolló una rica tradición litúrgica y musical, influida tanto por sus propios padres hispanos (p. ej. Isidoro y Leandro de Sevilla, Braulio de Zaragoza, Ildefonso de Toledo, Eugenio de Toledo, etc.) como por la herencia patrística general de la cristiandad latina (p. ej. Agustín de Hipona, Jerónimo, Ambrosio). En la época visigoda especialmente (siglos VI–VII), bajo líderes eclesiásticos como San Leandro e Isidoro de Sevilla, se unificó la liturgia hispánica en todo el reino godo. El IV Concilio de Toledo del año 633, presidido por Isidoro, promulgó numerosos cánones litúrgicos que estandarizaron las prácticas de las iglesias hispanas. Esta tradición hispánica –posteriormente conocida como rito mozárabe o hispano-visigótico– hizo amplio uso del canto de salmos e himnos en la liturgia y la devoción, incorporando tanto las aportaciones de los padres locales como la influencia de la Iglesia universal.

La función del canto congregacional en el culto público

En la Iglesia antigua, el canto congregacional (especialmente la salmodia, es decir, el canto de los Salmos bíblicos) ocupaba un lugar esencial en el culto público. Los escritores cristianos justificaban esta práctica de diversas maneras teológicas y pastorales. Por ejemplo, San Ambrosio de Milán observó que, si bien el apóstol Pablo manda a las mujeres guardar silencio en la iglesia, “pueden cantar los salmos; esto conviene a toda edad y a ambos sexos”, reconociendo así que el canto sagrado es una acción legítima para todo el Pueblo de Dios sin distinción. En efecto, desde tiempos apostólicos se entendió que himnos y salmos eran expresión de la oración comunitaria (Efesios 5:19, Colosenses 3:16).

En Hispania, los pastores fomentaron activamente la participación de la asamblea en el canto sagrado. San Isidoro de Sevilla destaca la eficacia espiritual de la música sagrada al enseñar que “el salterio, con la melodía de dulces cantilenas, es usado frecuentemente por la Iglesia para que así las almas más fácilmente se inclinen al arrepentimiento”. Según Isidoro, la combinación de la letra inspirada de los Salmos con la belleza de la música tiene un propósito pedagógico y pastoral: mover el corazón de los fieles a la compunción (arrepentimiento sincero) y a la devoción. Este testimonio refleja una convicción general de los Padres: el canto litúrgico no es mero adorno, sino medio de instrucción espiritual y de participación activa de la comunidad en la alabanza divina.

Cabe señalar que en la Iglesia visigoda hubo debates sobre qué clase de cantos eran apropiados en el culto. Un concilio regional temprano, el II Concilio de Braga (563 d.C.), adoptó una postura muy estricta, prohibiendo cualquier “poesía” o cántico no bíblico en la iglesia: “Aparte de los salmos de la Biblia… ninguna poesía puede ser compuesta en la iglesia”. Esta norma buscaba salvaguardar la pureza doctrinal frente a himnos heréticos (por ejemplo priscilianistas o arrianos). Sin embargo, con el tiempo se moderó este rigor. En 633 el IV Concilio de Toledo, autorizó explícitamente el canto de himnos no bíblicos en las iglesias de Hispania y la Galia Narbonense. En su canon 13, los obispos hispanos decretaron que “así como las oraciones, ninguno de nosotros desapruebe en adelante los himnos compuestos en alabanza de Dios”, citando como ejemplo el canto del Gloria in excelsis (himno angélico) para legitimar la poesía litúrgica. De este modo, la Iglesia hispana reconoció la importancia de los Salmos y una variedad de géneros en el canto sagrado –salmos bíblicos, himnos cristianos primitivos, cánticos evangélicos– siempre que estuvieran orientados “in laudem Dei” (a la alabanza de Dios).

Los mismos santos hispanos compusieron himnos para el culto. Se sabe, por ejemplo, que San Braulio de Zaragoza en el siglo VII escribió un himno en honor de San Millán, considerado uno de los primeros himnos originales de la liturgia hispánica. Asimismo, se atribuyen composiciones poéticas litúrgicas a figuras como San Eugenio de Toledo (poeta y obispo) y otros. De hecho, estudios históricos indican que “autores como Leandro, Isidoro, Braulio, Eugenio y otros debieron componer la base del himnario” de la liturgia hispano-visigótica. Esto muestra una asimilación creativa: la Iglesia hispana no solo cantaba los Salmos de David, sino que también enriquecía su culto con himnos cristológicos y de santos, siempre cuidando la recta doctrina según los Credos.

En resumen, el canto congregacional en la Hispania antigua tenía una doble función: por un lado, unía a los fieles en la oración común, permitiendo que toda la asamblea –varones, mujeres y niños– participase activamente en el culto; por otro lado, servía para edificar espiritualmente a la comunidad, transmitiendo las verdades de la fe y ortodoxas en forma poética-musical y elevando las almas a Dios. Los Padres hispanos enfatizaron su dimensión pedagógica (formación en la fe a través del canto), su dimensión unitiva (expresión unánime de la Iglesia, el Cuerpo de Cristo, glorificando a Dios con “una sola voz”) y su dimensión emotiva (tocando el corazón para mover a la conversión, la alabanza y la contemplación).

La liturgia hispánica (rito mozárabe) y el uso del Salterio

La estructura del culto hispano-visigótico –lo que hoy llamamos rito mozárabe– estaba profundamente imbuida de salmodia. Tanto que los Salmos bíblicos formaban la columna vertebral de la oración comunitaria. Fuentes históricas y documentos litúrgicos antiguos permiten reconstruir esta centralidad del Salterio:

  • En la celebración eucarística del rito hispano, después de las lecturas bíblicas era típico el canto del Psallendum, equivalente al gradual de otros ritos, consistente en versos de salmos cantados de forma responsorial. También en otros momentos se entonaban antífonas y alleluia con texto salmódico. Por ejemplo, sabemos que el Gloria in excelsis (cuando se cantaba) podía considerarse parte del “Himno” y también se usaban textos bíblicos cantados como el Benedictus o Sanctus dentro de la anáfora. La propia estructura de la eucaristía hispánica integraba salmos en la liturgia de la Palabra y ritos de ofertorio y comunión de manera semejante a otros ritos occidentales.

  • Donde más se manifestaba el uso completo del Salterio era en el Oficio divino (los “Officia” de maitines, laudes, vísperas, etc.). La Iglesia hispana primitiva heredó la práctica monástica de la laus perennis (alabanza continua). De hecho, los monjes visigodos propugnaban el principio de universa laus, es decir, la oración continua a lo largo del día. Originalmente, esto llevó a intentos de recitar diariamente los 150 salmos íntegros en comunidad. Si bien pronto se hizo impracticable mantener literalmente ese ritmo diario, sí se organizó un ciclo bien distribuido de salmos a lo largo de cada jornada y semana. Como explica la tradición, “aunque originariamente la oración monástica consistía en la devoción diaria e ininterrumpida de los ciento cincuenta salmos bíblicos, poco a poco se fue limitando a momentos más importantes… estableciendo la oración cada tres horas durante el día, y uniendo las vigilias nocturnas en una sola”. Así se conformaron las Horas canónicas en Hispania: maitines (medianoche), laudes (al amanecer), tercia, sexta, nona (durante el día), vísperas (atardecer) y completas (antes de dormir). En cada uno de esos oficios se cantaban varios salmos con sus antífonas y oraciones.

La regla monástica atribuida a San Isidoro de Sevilla (Regula Monachorum) y otros testimonios nos dan detalles numéricos: por ejemplo, Isidoro disponía que en las Horas menores (Tercia, Sexta, Nona) se cantasen tres salmos en cada una. En las Horas mayores, como maitines, el repertorio era más amplio: se iniciaba con salmos “canónicos” fijos (tradicionalmente el 3, 50 y 56, que también aparecen en la liturgia mozárabe matutina), y luego seguían grupos de salmos llamados missae. En total, en el oficio nocturno mozárabe se podían recitar alrededor de nueve salmos (tres grupos de tres) seguidos de cánticos bíblicos del AT o NT, intercalando responsorios. Al añadir los salmos de las horas del día y de vísperas, se ha calculado que un monje visigodo cantaría unos 20 salmos diarios en comunidad, logrando cubrir el Salterio completo en el curso de la semana (y algunos salmos incluso con mayor frecuencia).

La estructura de la Liturgia hispánica muestra, por tanto, un equilibrado ciclo salmódico. Por ejemplo, según la tradición mozárabe recopilada en códices como el Antifonario de León (s. X, que preserva prácticas de los siglos VI–VII), en Laudes matutinas se cantaban varios salmos con sus antífonas, en Vísperas igualmente se incluían salmos vespertinos, y en el oficio nocturno (Nocturnos) se entonaba una serie fija de salmos penitenciales (3, 50, 56) seguida de más salmodia. La eucaristía mozárabe por su parte incluía piezas cantadas con texto de salmos (por ejejmplo el Trisagion en Pascua o el Benedictus dominical) junto a himnos latinos propios de la liturgia hispana. Todo esto evidencia el uso exhaustivo del Salterio en el culto público hispano: se recurría a todos los salmos a lo largo del año litúrgico, sin omitir los pasajes difíciles, convencidos de su provecho espiritual.

Además de su papel litúrgico, los padres hispanos consideraban que la recitación completa del Salterio tenía un gran valor doctrinal y espiritual para los fieles. Isidoro de Sevilla, en su obra De ecclesiasticis officiis, afirma que la Iglesia frecuenta el canto del Salterio no solo por tradición, sino porque en él “están contenidos todos los afectos del alma humana y todos los misterios de la fe” (idea paralela a la de otros Padres). Esta convicción de que “todo Salmo tiene su fruto” alentó a no excluir ninguno de los 150, incluso aquellos de tono duro o imprecatorio, como veremos a continuación.

Los Salmos imprecatorios en la práctica pastoral y litúrgica

Un aspecto delicado del uso de todo el Salterio era la presencia de los Salmos imprecatorios, es decir, aquellos pasajes donde el salmista invoca maldiciones o juicios de Dios contra los malvados (por ejemplo, Sal 58, Sal 109, Sal 137:8-9, etc.). A primera vista, estos textos parecen en tensión con el mandato cristiano del perdón y el amor a los enemigos. Los Padres de la Iglesia –y los hispanos no fueron la excepción– dedicaron especial atención a cómo interpretar y orar estos salmos de manera apropiada en contextos devocionales y litúrgicos.

La clave hermenéutica que se desarrolló, siguiendo sobretodo a San Agustín de Hipona, fue entender las imprecaciones no como deseos de venganza personal, sino en un sentido espiritual y moral. San Agustín en sus Enarrationes in Psalmos (exposiciones de los salmos) enseña que el sujeto que habla en los Salmos es muchas veces Christus totus (Cristo entero: Cristo Cabeza junto con su Iglesia). Por tanto, cuando en un salmo se clama por la destrucción del enemigo, el enemigo ha de entenderse como todo aquello que se opone a Cristo y a la santidad del alma. Según Agustín –tal como lo resume un estudio moderno– los numerosos enemigos contra los que el salterio lanza maldiciones representa la oposición al Reino de Cristo, e incluso a veces personas impías, pero únicamente en cuanto son portadoras de maldad. En otras palabras, las maldiciones de los salmos se deben aplicar a Satanás y al pecado, no a nuestros prójimos en carne y hueso.

Esta interpretación alegórica-moral fue adoptada por los teólogos hispanos al explicar pastoralmente los salmos difíciles. Por ejemplo, es muy probable que Isidoro de Sevilla en su predicación y catequesis repitiese las enseñanzas de Agustín (a quien admiraba profundamente). De hecho, Isidoro en sus Sententiae afirma principios de exégesis como que en la Escritura a veces se “odia” al pecador en cuanto a su pecado, pero se ama al ser humano que Dios puede convertir. Así, un salmo imprecatorio usado en liturgia se podía entender como la voz de la Iglesia pidiendo a Dios que aniquile en nosotros el poder del Maligno y la iniquidad, más que deseando daño a personas concretas.

En la práctica devocional, los monjes y clérigos hispanos no omitieron estos salmos problemáticos, sino que los meditaban dentro del ciclo, frecuentemente señalando una aplicación edificante: por ejemplo, al recitar “Rompe los dientes de los leones, oh Dios” (Sal 58:7), se entendía que pedían a Dios quebrar los dientes de las tentaciones demoníacas; o al cantar “¡Feliz quien estrelle tus niños contra la roca!” (Sal 137:9), interpretaban “los niños de Babilonia” como los primeros brotes del pecado que deben estrellarse contra la Roca que es Cristo. Con tales lecturas alegóricas, los Padres aseguraban que incluso los salmos más duros pudieran ser orados con espíritu de caridad y provecho espiritual, sin fomentar sentimientos de odio injusto.

Cabe mencionar que la liturgia hispánica incorporó algunos de estos salmos imprecatorios en contextos penitenciales. El Salmo 3, Salmo 50 (Miserere) y Salmo 56, que contienen elementos de súplica frente a enemigos, se usaban diariamente en el oficio nocturno. Su inclusión constante indica que los consideraban importantes para la formación de la humildad y la confianza en Dios frente al mal. Los fieles eran catequizados para comprender que al cantarlos se ejercitaban en la virtud de la justicia y el celo santo (deseando que Dios triunfe sobre la injusticia), a la vez que se examinaban a sí mismos para no caer en esos males que se condenan.

En síntesis, los Padres hispanos “cristianizaron” los salmos imprecatorios –por usar la expresión de la hermenéutica antigua–, reinterpretándolos a la luz del Evangelio. Así lograron mantener el Salterio completo en la oración eclesial, extrayendo incluso de las frases de maldición lecciones sobre la gravedad del pecado, el destino del mal sin arrepentimiento y la necesidad de la gracia de Dios para vencer al Mal. Esta aproximación pastoral garantizó que el rezo de todos los Salmos siguiera teniendo “valor doctrinal y espiritual” positivo, nunca incitando al odio, sino inculcando una sana conciencia moral en el Pueblo de Dios.

El valor pedagógico, cristológico y moral de los Salmos según los Padres hispanos

Tanto por su uso intensivo en la liturgia como por la reflexión teológica de los Padres, el Libro de los Salmos fue considerado en la Iglesia hispana como una fuente inagotable de enseñanza. Varios aspectos del valor de los Salmos fueron subrayados:

  • Valor pedagógico (catequético): Los Padres insistían en que los Salmos educan al creyente en la fe y la oración. San Jerónimo, cuya Vulgata fue la base bíblica en Hispania, contaba que en Belén tanto campesinos como monjes “cantaban los Salmos mientras trabajaban”, aprendiendo así las Escrituras de memoria. En Hispania, esta tradición continuó: los concilios requerían que los clérigos supieran de memoria al menos los salmos para recitarlos diariamente. Isidoro en De eccles. officiis presenta el canto salmódico como una escuela de virtud: a través de los Salmos, “la infancia, la juventud y la ancianidad” podían igualmente alabar a Dios, aprendiendo expresiones adecuadas de alabanza, súplica, acción de gracias, arrepentimiento, etc. La asamblea, al repetir continuamente el lenguaje inspirado de los Salmos, era formada doctrinalmente (conociendo los atributos de Dios, la historia de la salvación, la ética divina) y moralmente (adquiriendo las actitudes de humildad, confianza y contrición ejemplificadas por el salmista).

  • Valor cristológico: Como ya se mencionó con Agustín, los Padres veían a Cristo profetizado o hablando en los Salmos. Esto también lo transmitieron los hispanos. Por ejemplo, en el rito mozárabe varios salmos se interpretaban directamente en clave cristológica durante ciertas fiestas: el Salmo 2 (“Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”) se cantaba aplicándolo a Navidad o Epifanía; el Salmo 21(22) (“Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”) se entendía en labios de Cristo en la Pasión, etc. San Ildefonso de Toledo en sus escritos Cristológicos llega a citar Salmos aplicados a la Virgen María en sentido tipológico por la dicha del Salvador. De esta manera, los fieles hispanos eran guiados a encontrar a Cristo en el Salterio: ya sea como sujeto (voz) principal de muchos salmos, o como cumplimiento de las promesas y figuras en ellos contenidas. Agustín resumía esta idea afirmando que en los Salmos “ora Cristo por nosotros, ora en nosotros, y es orado por nosotros” – enseñanza seguramente conocida en Hispania. Así, el pueblo aprendía una lectura mesiánica de la Escritura, viendo confirmada su fe en Cristo a través de las palabras de David.

  • Valor moral y espiritual: Los comentaristas hispanos enfatizaron también cómo los Salmos proveen modelos de virtud y expresiones santas de toda emoción humana. Por ejemplo, San Braulio, al narrar la vida del monje Millán, destaca su constancia en el rezo de los Salmos aun en las pruebas, mostrando cómo este orar con las palabras bíblicas sostuvo su santidad (Vida S. Millán, cap. 5–6). Isidoro, en sus Synonyma (una obra ascética en forma de diálogo del alma con Dios), incluye numerosas frases de salmos como respuesta del alma arrepentida, demostrando la utilidad de los salmos para la oración personal y el progreso moral (por ejemplo, cita “Miserere mei Deus…” como clamor paradigmático del penitente). Los Padres veían en el Salterio un microcosmos de la vida espiritual: allí el creyente encuentra palabras para confesar sus pecados (Sal 50), para encomendarse en la confianza (Sal 23: “El Señor es mi pastor…”), para alabar con júbilo (Sal 150), para meditar la ley de Dios (Sal 119), para implorar auxilio en tribulaciones (Sal 91), etc. De este modo, los Salmos eran una escuela de oración y de virtudes: cantándolos asiduamente, la Iglesia se iba configurando interiormente según el corazón de Dios.

En conclusión, la teología y praxis de los padres hispanos de los siglos I–X en torno al canto congregacional y el uso del Salterio se caracteriza por una profunda veneración de los Salmos como núcleo de la oración eclesial. El canto comunitario de salmos e himnos fue promovido como medio de unidad y edificación del pueblo cristiano. La liturgia hispánica –especialmente en su esplendor visigodo– mostró un amplio despliegue de salmodia, integrando todo el Salterio en el ciclo de oración, convencida de su valor doctrinal. Incluso las partes difíciles, como los salmos de maldición, fueron reinterpretadas con sabiduría pastoral, asegurando que nada de la Palabra inspirada quedase excluido de la vida de la Iglesia. Los Padres hispanos, alimentados por la tradición patrística universal, extrajeron de los Salmos enseñanzas pedagógicas, viendo en ellos reflejada toda la doctrina cristiana; enseñanzas cristológicas, encontrando a Cristo y su misterio prefigurados en los versos antiguos; y enseñanzas morales, usando los Salmos para formar almas virtuosas y fervorosas.

Así, durante los primeros diez siglos, las iglesias de Hispania –ya en tiempos romanos, visigodos o bajo dominación islámica (mozárabes)– mantuvieron un canto litúrgico vibrante y fiel a la tradición. La voz de la congregación hispana, unida al coro de los Padres, cantó los Salmos de David como propia oración, hallando en ellos “cantos dignos de Dios” recibidos del mismo Espíritu. En palabras atribuidas a San Agustín que bien conocieron en Hispania: “el que canta, ora dos veces”, y la Iglesia hispana ciertamente oró cantando – con himnos y salmos – para gloria de Dios y edificación de los fieles.

Referencias bibliográficas y patrísticas:
  • Agustín de Hipona, Enarrationes in Psalmos (Comentarios a los Salmos).
  • Isidoro de Sevilla, De ecclesiasticis officiis (Sobre los oficios eclesiásticos).
  • Isidoro de Sevilla, Regula Monachorum (Regla de los monjes).
  • Braulio de Zaragoza, Vida de San Millán.
  • Concilio II de Braga (563), canon 12.
  • Concilio IV de Toledo (633), canones litúrgicos (especialmente can. 13).
  • Antifonario mozárabe de la Catedral de León (s. X, cód. litúrgico-musical).
  • Estudios modernos: González, Justo. La liturgia mozárabe; Ferotin, Marius. Le Liber Ordinum et la liturgie Mozarabe; Hornby & Íhnat, Continuous Psalmody in the Old Hispanic Rite; (Las citas en el texto marcan referencias específicas a fuentes patrísticas y conciliares conectadas).