Introducción
La Iglesia de la antigüedad tardía en Hispania produjo varios Padres de la Iglesia hispanos cuyas obras permiten delinear una teología sistemática temprana. Autores como San Isidoro de Sevilla, su hermano San Leandro, San Paciano de Barcelona, el presbítero-historiador Paulo Orosio y el poeta Aurelio Prudencio contribuyeron de forma notable a la tradición doctrinal latina. Sus escritos —tales como Etymologiae, De ecclesiasticis officiis, Libri sententiarum (Isidoro), cartas y sermones (Leandro y Paciano), crónicas y apologías históricas (Orosio), e himnos didácticos (Prudencio)— abordan los grandes temas teológicos heredados de los concilios y padres previos. A continuación se expondrá una teología sistemática patrística hispana estructurada en seis áreas clásicas (Dios, Cristología, Antropología, Soteriología, Eclesiología y Escatología), evaluando críticamente los aportes distintivos de estos autores, las influencias agustinianas o griegas en su pensamiento, su continuidad o discontinuidad con la evolución posterior de la teología occidental, y su relevancia a la luz de una teología reformada y bíblica contemporánea. Se incluirán citas de sus obras y se vincularán sus afirmaciones con las Escrituras (RVR1960), evidenciando cómo su enseñanza se funda en la Biblia.
I. Doctrina de Dios (Teología propia)
Naturaleza y atributos de Dios: Los padres hispanos describen a Dios en los términos de la teología clásica, destacando Su trascendencia y perfecciones. Siguiendo a San Agustín y otros padres latinos, San Isidoro de Sevilla comienza sus Sententiae definiendo los atributos divinos: Dios es incorruptible, inmortal, inmaterial e inmutable, el sumo bien y Creador de todo; es simple, omnipotente e invisible, existiendo en todas partes, dentro y fuera de todas las cosas. Enseña que Dios no cambia, no está circunscrito por el espacio, y es inefable, es decir, trasciende todo conocimiento y comprensión humana. Esta concepción exaltada de Dios muestra la fuerte influencia agustiniana en Isidoro (Agustín había subrayado la simplicidad, eternidad y omnipresencia divinas). Además, Isidoro afirma que aunque la creación material es buena, sólo Dios es el Bien supremo y la fuente de todo ser. Esta comprensión permanece en continua continuidad con la teología occidental medieval (Tomás de Aquino citará nociones similares) y es plenamente bíblica: por ejemplo, la Escritura enseña que “Dios… lo llenó todo en todo” (Efesios 1:23; cf. Jeremías 23:24) y que “para Dios nada hay imposible” (Lucas 1:37). La teología reformada moderna coincide en estos atributos (soberanía, infinitud, inmutabilidad de Dios), apreciando cómo los hispanos, desde temprano, exaltaron la gloria y majestad divinas conforme a la Escritura.
La Trinidad: En un contexto marcado por la controversia arriana en la Hispania visigoda, los Padres hispanos defendieron con firmeza la fe trinitaria nicena. San Leandro de Sevilla, como arzobispo, jugó un papel crucial en la conversión de los visigodos del arrianismo al catolicismo. Su “Homilía del triunfo de la Iglesia por la conversión de los Godos” (589 d.C.) coronó el III Concilio de Toledo, donde la nación gótica abrazó la doctrina trinitaria. Isidoro elogia a su hermano Leandro diciendo que “por su fe y celo, los godos se han convertido del arrianismo a la fe católica”. Un aporte distintivo de la teología hispana fue la temprana adopción de la fórmula Filioque: en Hispania se comenzó a enseñar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo, reforzando la consubstancialidad y unidad de las tres divinas personas (añadidura confirmada en el III Concilio de Toledo). Esta insistencia, influida por San Agustín (quien en De Trinitate afirmó la doble procesión), sería incorporada más tarde al Credo en Occidente, marcando una continuidad con la teología latina medieval pero a la vez una divergencia con la teología griega oriental (que no aceptó el Filioque).
Los escritores hispanos ofrecieron descripciones vibrantes del Dios trino. Aurelio Prudencio, en su poema Apotheosis (Himno sobre la Trinidad), proclama: Dios es “trino en personas, un solo poder viviente”, pues el Padre engendra eternamente a la Sabiduría (el Hijo), el Hijo es de la misma divinidad que el Padre pero asumió la naturaleza humana para salvarnos, y el Espíritu Santo es Dios que procede eternamente y actúa difundiendo la gracia divina en los fieles. Prudencio sigue de cerca a Tertuliano y a la tradición latina al refutar herejías trinitarias antiguas (como el modalismo de Sabellio). Es notable que Prudencio prácticamente no mencione el arrianismo, quizás porque al final del s. IV ese error ya decaía en Hispania; en su lugar combate a Marción y otros, enfatizando la unidad de Dios en ambos Testamentos. La ortodoxia trinitaria es su gran preocupación, e invoca castigos divinos contra la herejía. Su poesía combina precisión doctrinal con ardor lírico, contribuyendo a consolidar la fe del pueblo en el Dios uno y trino. Esta enseñanza trinitaria hispana está en total consonancia con la Biblia: “el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo” comparten un solo “nombre” divino (Mateo 28:19), y “tres son los que dan testimonio en el cielo… y estos tres son uno” (1 Juan 5:7, Vulgata). La tradición reformada abraza plenamente el legado trinitario de estos padres (confesando, por ejemplo, la confesión de fe de Westminster I/III sobre la Trinidad), considerando valiosa su defensa de la deidad de Cristo y del Espíritu frente a las herejías. La introducción del Filioque, si bien controversia más tarde, reforzó en Occidente la comprensión del Espíritu como don común del Padre y del Hijo (Juan 15:26), noción también mantenida por las iglesias reformadas históricas. En resumen, la doctrina de Dios de los Padres hispanos –un Dios supremo en atributos y trino en personas– demuestra una continuidad sustancial con la teología cristiana posterior y una base eminentemente bíblica, por lo cual sigue siendo relevante y ejemplar para la teología evangélica contemporánea.
II. Cristología (Doctrina de Cristo)
La persona de Cristo: Los autores hispanos profesaron una cristología plenamente niceno-caldeoniana, destacando tanto la verdadera deidad como la verdadera humanidad de Jesucristo. San Isidoro sintetiza magistralmente la doctrina tradicional: “Cristo, el Hijo unigénito de Dios Padre, aunque era igual al Padre, tomó la forma de siervo”. En sus Etymologiae y Sententiae, Isidoro explica que en Jesús “una Persona fue hecha de dos naturalezas” (divina y humana); por ello confesamos que el mismo Hijo de Dios sufrió en la cruz “no por el poder de su divinidad sino por la debilidad de su humanidad”, pues solamente su naturaleza humana padeció, aunque en virtud de la unión personal podemos decir que Dios fue crucificado. Este énfasis en la unidad de persona y dualidad de naturalezas refleja la influencia de los grandes padres cristológicos (como León Magno y Agustín) y muestra continuidad con la definición del Concilio de Calcedonia (451). De hecho, Isidoro –escribiendo en el siglo VII– recibía ya la herencia de Calcedonia: su enseñanza es prácticamente la misma que hallamos luego en el magisterio medieval latino y, más adelante, en la ortodoxia reformada, que confesará a Cristo “verdadero Dios y verdadero hombre, dos naturalezas en una persona para siempre” (Confesión de Augsburgo, art. III). El lenguaje isidoriano se basa en la Escritura: por ejemplo, Filipenses 2:6-7 declara que Cristo Jesús, “siendo en forma de Dios… se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo” (RVR1960), y 1 Timoteo 3:16 proclama el “misterio de la piedad: Dios fue manifestado en carne”. Los padres hispanos vinculan así cada afirmación doctrinal a pasajes bíblicos, interpretándolos contra errores emergentes.
Contra las herejías cristológicas: La Hispania del período vivió principalmente el desafío del arrianismo, que negaba la plena divinidad de Cristo. San Paciano de Barcelona (siglo IV), aunque su principal polémica fue contra los novacianos, compartía la fe nicena prevaleciente tras el Concilio de Nicea (325) y defendía la consustancialidad del Hijo con el Padre. Algo más tarde, San Leandro combatió directamente el arrianismo visigodo: durante su exilio en Constantinopla (579-582) preparó escritos contra esta herejía y al regresar lideró la enseñanza que culminó en la conversión del rey Recardo y su pueblo arriano en 589. Su Homilía posconciliar (que lamentablemente no se conserva completa) habría subrayado la victoria de la ortodoxia de Nicea en Hispania. Igualmente Prudencio, en Apotheosis, refuta a herejes que rebajaban a Cristo: ataca por nombre a Sabellio (que confundía las Personas divinas) y a Marción (quien negaba la verdadera humanidad y muerte redentora de Cristo). Por ejemplo, Prudencio ridiculiza la idea de que el Logos divino se engendrara a sí mismo (“perquam ridiculum…” según Apotheosis 249), afirmando en cambio que el Hijo es engendrado por el Padre pero coeterno con Él, y que el Verbo se hizo carne para morir por nosotros. Resulta curioso que Prudencio no mencione a Arrio en sus poemas –posiblemente porque escribía tras la condena imperial del arrianismo en Occidente, cuando ese error ya no era la principal amenaza doctrinal, a diferencia de las doctrinas de Marción o Prisciliano que aún circulaban. De cualquier modo, la apologética cristológica hispana se alinea perfectamente con la enseñanza bíblica: afirman que “en [Cristo] habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad” (Colosenses 2:9) y que, simultáneamente, “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Juan 1:14).
Influencias y continuidad: La cristología de estos autores muestra fuerte influencia agustiniana y patrística occidental, asimilando también los logros de la teología griega a través de traducciones latinas. Por ejemplo, Isidoro depende de Agustín y del Papa Gregorio Magno (correspondiente suyo) en su explicación del misterio de la encarnación. A la vez, no introduce innovaciones heterodoxas: más bien, conserva y transmite fielmente la tradición recibida. En continuidad con la posterior teología occidental, los hispanos acentúan la fórmula “una persona – dos naturalezas” y reconocen en Cristo oficios de mediador, salvador y rey (Isidoro en Sententiae y Prudencio en himnos alusivos a Cristo Rey). No se perciben discontinuidades sustanciales respecto a la ortodoxia posterior; antes bien, autores medievales (p. ej. Pedro Damiani) y escolásticos veneraban a Isidoro como un depositario de la doctrina antigua. La única peculiaridad digna de mención podría ser el tono de Prudencio respecto a la salvación de los hombres: en un himno llega a sugerir que “sólo un número muy reducido de almas se pierde”, mostrando un notable optimismo sobre la eficacia universal de la redención de Cristo. Aunque dicha afirmación es poética y no un tratado formal (y la Enciclopedia Católica advierte que es una metáfora, no una doctrina de apokatástasis), refleja una espiritualidad de esperanza quizás mayor que la severidad agustiniana típica. En cualquier caso, esta visión de Cristo como Salvador generoso concordaba con textos como 1 Timoteo 2:4 (Dios “quiere que todos los hombres sean salvos”) y no tuvo impacto negativo en la ortodoxia posterior. Para la teología reformada, la cristología patristica hispana es plenamente aprovechable y ejemplar: la Reforma reivindicó los primeros concilios (de hecho, todas la confesiones reformadas aceptan Nicea y Calcedonia) y se basó en la misma doctrina de la Persona de Cristo que proclamaron Paciano, Leandro, Isidoro y Prudencio. La clara confesión de la deidad de Cristo y su verdadera humanidad es un punto de completa coincidencia entre aquellos padres hispanos y la teología reformada bíblica.
III. Antropología (Doctrina del hombre y del pecado)
Creación y naturaleza humana: Los padres hispanos afirmaron la dignidad del ser humano como criatura de Dios hecha a Su imagen, pero también enfatizaron su condición caída y mortal. Isidoro, al comentar Génesis 1:26, deja claro que la imagen de Dios en el hombre se refiere al alma racional, no al cuerpo físico. Rechaza lecturas literales toscas e insiste (siguiendo a San Agustín) en que la imagen divina en nosotros radica en el espíritu, en la mente capaz de Dios. El hombre, dice Isidoro, ocupa un lugar especial en el orden creado: es mutable y corruptible como las criaturas, pero por gracia puede elevarse por encima de ellas. A pesar de portar la imagen del Creador, el hombre es un ser débil e inclinado al pecado tras la caída. Esta visión equilibrada refleja influencias tanto agustinianas (énfasis en el alma y la depravación por el pecado) como de la teología griega (cierta noción de la vocación elevada del hombre en el orden universal, similar a Ireneo).
Pecado original: Un rasgo sobresaliente de la antropología hispana es su temprana articulación de la doctrina del pecado original, en fuerte sintonía con Agustín de Hipona. San Paciano (siglo IV) demuestra ya “conocer y emplear” la teología del pecado original en su Sermón sobre el Bautismo. Paciano expone que por el pecado de Adán la humanidad entera hereda una situación de culpa y muerte: “La condena a pena de muerte eterna que Adán mereció por su pecado le afectó no sólo a él, sino también a todos sus descendientes”. Citando a San Pablo (“por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte”, cf. Romanos 5:12), Paciano argumenta que tanto la muerte espiritual (separación de Dios) como la muerte física alcanzaron a la posteridad de Adán. Es notable que Paciano distinga entre pecados personales y el pecado original originante y originado: señala que incluso los infantes, sin actos de pecado personal, nacen bajo la consecuencia del pecado adámico (de ahí la necesidad del bautismo). No identifica la concupiscencia meramente con el pecado original, pero sí la ve como fruto de éste, una inclinación que permanece incluso tras el perdón bautismal. Esta enseñanza de Paciano lo convierte en uno de los primeros testigos latinos (junto a Hilario y Ambrosio) de la doctrina que luego Agustín sistematizaría. De hecho, Agustín elogió la elocuencia de Paciano, y aunque Paciano escribió antes de las polémicas pelagianas, su pensamiento anticipa los argumentos anti-pelagianos: reconoce la impotencia del hombre caído sin la gracia. Otro hispano, Orosio, discípulo de Agustín, fue paladín contra el Pelagianismo en el siglo V. En sus escritos Orosio sostiene enfáticamente que el libre albedrío humano no basta para cumplir los mandamientos de Dios sin la ayuda de la gracia. Resume la posición ortodoxa diciendo que los pelagianos “ponen el libre albedrío antes que la gracia divina, diciendo que la voluntad basta para cumplir los mandatos”, lo cual Orosio rechaza por negar la necesidad de la gracia. Por influencia directa de San Agustín, Orosio arguye que todo bien obrar del hombre es iniciado por Dios: la voluntad humana es real, pero es Dios quien la inspira y da fuerzas al hombre para obrar el bien. Este equilibrio entre la responsabilidad humana y la prioridad de la gracia se convertiría en la piedra angular de la antropología occidental (afirmada en el II Concilio de Orange, 529).
Consecuencias y evaluación: Los teólogos hispanos presentaron al ser humano como depravado en cuanto a su naturaleza caída, pero rescatable por la gracia. Tras la caída, la humanidad quedó bajo el dominio del pecado y la muerte, en una “situación de servidumbre” de la cual sólo puede liberarse adhiriéndose a Cristo por la fe y el bautismo. Así lo concluye Paciano: “totus homo renascitur et innovatur in Christo” – todo el hombre renace y es renovado en Cristo (De Baptismo, VI.5). Esta visión profundamente agustiniana tuvo continuidad plena en la teología latina: Isidoro también condena a Pelagio por “anteponer el libre albedrío a la gracia” y en sus Sententiae reafirma que incluso tras el bautismo el cristiano depende de la gracia para cualquier bien (eco de Agustín). Cabe mencionar que algunos historiadores han debatido si Isidoro era suficientemente “augustiniano” o si toleraba cierta semipelagianismo; sin embargo, sus escritos explícitamente catalogan el pelagianismo como herejía y citan con frecuencia a Agustín, por lo que la línea dominante en Hispania fue anti-pelagiana. Sí es cierto que Isidoro y los concilios españoles del siglo VII matizaron aspectos de la predestinación, evitando postulados extremos: la posición hispana fue que Dios desea la salvación de todos (1 Tim. 2:4) pero únicamente por su previsión y gracia algunos son salvos, sin negar por ello la libertad humana de rechazar a Dios. Esto muestra un matiz original hispano: una recepción moderada del agustinismo, que intenta evitar tanto el pelagianismo (exaltación de la libre voluntad) como una predestinación doble rigorista. Dicha moderación sería, sin embargo, esencialmente la que adopta la Iglesia medieval (hasta Trento) y no difiere mayormente de la postura de la mayoría de reformadores magisteriales (Lutero y Calvino fueron más agustinianos en predestinación, pero otros como Melanchthon o la teología anglicana temprana fueron más moderados).
Para la teología reformada contemporánea, la antropología de estos padres hispanos resulta muy relevante: su firmeza en la doctrina del pecado original y la necesidad de la gracia está en la raíz de principios reformados como la depravación total y la sola gratia. Los reformados podrían disentir de ciertos elementos menores (por ejemplo, la implicación de Paciano de que el bautismo de infantes borra la culpa adámica automáticamente, lo cual la teología evangélica matiza enfatizando la fe personal; o la noción de satisfacción penitencial que se desarrollaría luego). No obstante, esencialmente comparten la misma visión bíblica del hombre: nacido en pecado (Salmo 51:5, “en pecado me concibió mi madre”), merecedor de muerte (Romanos 6:23) y absolutamente necesitado de la gracia preveniente de Dios (Juan 6:44). Así, la continuidad entre la antropología patrística hispana y una perspectiva reformada es notablemente amplia en lo fundamental.
IV. Soteriología (Doctrina de la salvación)
Gracia y libre albedrío: La soteriología hispana se caracteriza por una profunda doctrina de la gracia como factor primordial en la salvación, junto con una comprensión de los medios sacramentales (bautismo, penitencia) propios de la Iglesia antigua. Como ya se señaló, Orosio argumentaba que el poder para salvarse no reside en la voluntad humana sino en Dios: contrarrestando a Pelagio, insistía en la gracia preveniente, afirmando que la posibilidad misma de elegir el bien es un don de la gracia. Isidoro asume esta enseñanza: en sus Sententiae asegura que “la voluntad del hombre está preparada por el Señor” (Prov 8:35) y que sin la gracia nada bueno podemos lograr. Los concilios de Toledo en el siglo VII, influenciados por Isidoro, confiesan que “si alguno se salvare, es por la gracia de Dios; si alguno se perdiere, es por su propia culpa”, fórmula que resume la síntesis hispana de gracia soberana y responsabilidad humana. Esta posición es claramente agustiniana, mostrando continuidad con la teología occidental subsecuente (fue básicamente la postura católica hasta la escolástica). La Reforma del siglo XVI abrazó la misma prioridad de la gracia –sola gratia–, por lo cual aquí también hay consonancia: los reformadores citaron extensamente a Agustín (y a través de él, voces previas como Paciano u Orosio) para demostrar que la Iglesia antigua también enseñaba que la salvación es obra de Dios desde el inicio hasta el fin (Efesios 2:8-9: “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe… y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras”).
Cristo Redentor y la economía de la salvación: Los padres hispanos presentaron a Cristo como centro del plan salvífico y único mediador. Prudencio, con estilo poético, describe a Cristo ejecutando todo lo necesario para la redención: tomó la naturaleza humana para restaurar al caído, reconciliarlo con el Padre, y sentarlo en la sede celestial, obra que luego el Espíritu Santo aplica a los creyentes. Esta visión coincide con la enseñanza bíblica de la obra expiatoria de Cristo (2 Corintios 5:19, 1 Pedro 2:24). San Leandro y San Isidoro, en contexto pastoral, exhortaron a no retrasar el bautismo ni la penitencia, enfatizando que fuera de Cristo y de la Iglesia no hay salvación. De hecho, tras convertir a los arrianos, Leandro buscó afianzar en ellos la convicción de que sólo la fe católica en Cristo salva. Isidoro, en su obra De Summo Bono, trata sobre la fe, la esperanza y la caridad como virtudes teologales necesarias para la salvación, recogiendo la convicción de que la fe en Cristo es el inicio de la salvación (Hebreos 11:6, Juan 3:16) y la caridad operante su fruto ineludible (Gálatas 5:6). Esta integración de fe y amor preludia la teología carolingia y escolástica, e incluso la perspectiva reformada (que si bien insistió en la justificación solo por fe, también afirmó que la fe verdadera va acompañada de obras de amor).
Sacramentos de iniciación y perdón: Un aspecto en que la soteriología hispana muestra continuidad con la práctica universal antigua (pero cierta discontinuidad con la teología reformada posterior) es la gran importancia dada a los sacramentos como medios de gracia. Paciano, por ejemplo, declara que el hombre “renace y se renueva completamente en Cristo” por el bautismo. Considera al bautismo regenerador y perdonador de los pecados, en línea con Juan 3:5 (“el que no naciere de agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de Dios”) y Tito 3:5. Este énfasis sacramental respondía a la comprensión de que Dios obra la salvación a través de medios visibles instituidos en la Iglesia. Igualmente, Paciano en su Paraenesis ad Poenitentiam (Exhortación a la Penitencia) enfatiza la posibilidad de una segunda tabla de salvación para los bautizados que caen en pecado grave: la penitencia. Contra los novacianos que negaban perdón a los lapsi, Paciano arguye que la Iglesia tiene de Cristo el poder de atar y desatar pecados (citando Juan 20:23) y que ningún pecado es imperdonable si hay auténtico arrepentimiento. Llama a confesar los pecados ante los ministros de la Iglesia con humildad, distinguiendo pecados cotidianos (que se curan con oración diaria) de pecados graves que requieren la penitencia pública. Este es un aporte de la iglesia hispana primitiva a la teología práctica: clarificar la disciplina penitencial y pastoral de la restauración del caído. Tal enseñanza muestra continuidad con la praxis posterior medieval (que desarrolló la teología de la confesión sacramental), pero a ojos de la teología reformada representa un punto de tensión. Los reformadores aceptaron la necesidad del arrepentimiento y la disciplina eclesial, pero negaron la confesión auricular y la absolución sacerdotal tal como evolucionó, insistiendo en el perdón directo de Dios al pecador arrepentido por la sola mediación de Cristo (1 Juan 1:9, “si confesamos nuestros pecados, él [Dios] es fiel y justo para perdonar”). No obstante, pueden reconocer en Paciano una preocupación bíblica: la gravedad del pecado en el creyente (Hebreos 10:26-27) y la necesidad de genuina contrición. Paciano se apoya en la tradición de San Cipriano y la praxis de la Iglesia primitiva, lo cual la Reforma históricamente entendió aunque optó por reformar esos aspectos (volviendo, en su perspectiva, a una disciplina más apostólica).
Providencia e historia de la salvación: En Hispania, Paulo Orosio aportó una dimensión original a la soteriología: su visión providencialista de la historia. En sus Historiae adversus paganos (417 d.C.), Orosio interpreta los eventos históricos a la luz del plan salvífico de Dios. Siguiendo a Agustín (quien escribía La Ciudad de Dios simultáneamente), Orosio sostiene que toda la historia humana está orientada hacia la redención en Cristo y gobernada por la providencia divina. Respondiendo a paganos que culpaban al cristianismo de las calamidades del Imperio, Orosio demuestra que calamidades siempre hubo, pero que tras la venida de Cristo el mundo ha ido conociendo mayor misericordia y paz. Fundamenta que Dios, “tan potente como paciente”, permite el mal temporal debido al libre albedrío humano, pero encamina la historia hacia el triunfo final del bien. La caída de Roma, para Orosio, no es un fracaso de la providencia sino parte de la purificación de la humanidad y el crecimiento del Reino de Dios. Esta “teología de la historia” fue una aportación hispana significativa, influyendo en la mentalidad medieval acerca de ver la historia universal como Historia de la Salvación. La idea de que Cristo es el eje de la historia (dividiéndola en “antes” y “después” para Orosio) es totalmente bíblica (Gálatas 4:4, Efesios 1:10) y la retomará la teología reformada al insistir en la soberanía de Dios sobre las naciones y en la lectura providencial de los sucesos (piénsese en historiadores protestantes como los puritanos, que verán la mano de Dios en la caída de tiranos o en la protección de Su pueblo).
En resumen, la soteriología de los padres hispanos combinó una fuerte doctrina de la gracia (anti-Pelagio) con una alta valoración de los sacramentos y la vida eclesial como cauces de esa gracia. Esta combinación continuó en la Iglesia occidental (hasta Trento y más allá); la Reforma conservaría íntegramente lo primero y reformularía críticamente lo segundo. A pesar de esos ajustes, desde una perspectiva reformada actual se puede apreciar la esencia bíblica de la soteriología patrística hispana: la salvación es obra de Dios en Cristo, aplicada por el Espíritu, recibida por la fe (Gal 2:16) y acompañada de regeneración y santificación de la vida (1 Corintios 6:11). Los énfasis adicionales (bautismo regenerador, penitencia) se evalúan a la luz de la Escritura, reteniendo lo que edifica (el llamado al arrepentimiento continuo, la seriedad del pecado) y rechazando posibles desarrollos no escriturales (como la automatización sacramental). En cualquier caso, la voz unánime de estos antiguos hispanos es que “no hay otro nombre bajo el cielo, dado a los hombres, en que podamos ser salvos” (Hechos 4:12) sino Jesús, y en esto están plenamente conformes con la teología bíblica que la Iglesia –tanto católica como reformada– siempre ha confesado.
V. Eclesiología (Doctrina de la Iglesia)
Naturaleza de la Iglesia y unidad católica: Los Padres hispanos entendían la Iglesia como una, santa, católica y apostólica, haciendo gran hincapié en la unidad visible frente a las facciones heréticas. San Paciano es célebre por afirmar: “Christianus mihi nomen est, catholicus cognomen” – “Cristiano es mi nombre, católico mi apellido”. Con esta frase (de su Epístola a Semproniano) Paciano declara que, si bien el nombre esencial es cristiano por seguir a Cristo, el apelativo católico identifica la pertenencia a la Iglesia universal ortodoxa, distinta de las sectas disidentes. Defendía así la legitimidad del término “católico” como sinónimo de la verdadera Iglesia fundada por Cristo. En sus escritos contra el novacianismo –herejía cismática que se jactaba de rigorismo– Paciano subrayó la unidad de la Iglesia bajo sus obispos legítimos y su potestad de perdonar pecados. Citando la tradición desde San Pedro, argumenta que fuera de la comunión de la Iglesia no hay salvación, eco de la máxima de San Cipriano (“no puede tener a Dios por Padre quien no tiene a la Iglesia por madre”). Esta convicción de unidad visible y doctrinal es característica de la eclesiología patrística y tuvo plena continuidad en la Iglesia occidental medieval. Los concilios nacionales de Toledo (en los que participó Isidoro) reforzaron la uniformidad doctrinal y litúrgica en el reino visigodo, consolidando una Iglesia nacional unida en fe, en colaboración estrecha con el poder civil (el rey). Esa alianza trono-altar en Hispania anticipa en parte el modelo de cristiandad medieval. Desde la perspectiva reformada, hay reconocimiento de la importancia de la unidad en la verdad (Juan 17:21, Efesios 4:4-5) y de la disciplina eclesial, aunque la Reforma cuestionó la identificación estricta de “católico” con obediencia a Roma. Sin embargo, católico en su sentido original de “universal” y “ortodoxo” sigue siendo un término que incluso iglesias reformadas históricas han reivindicado (por eso confiesan el “Credo de la Iglesia Católica” entendiéndolo como Iglesia universal de los elegidos). En este sentido, la insistencia de Paciano en la identidad católica –o sea, pertenecer a la Iglesia verdadera, no a una secta aislada– es bíblicamente válida (Judas 1:3, “contended por la fe que ha sido una vez dada a los santos”). La teología reformada concuerda en separar a los cismas heréticos de la verdadera Iglesia, aunque difiera luego en los criterios de visibilidad y gobierno.
Ministerio y liturgia: Los escritos hispanos muestran una Iglesia bien estructurada y con ricas prácticas litúrgicas. San Isidoro, en De ecclesiasticis officiis, detalla las funciones del culto (sacramentos, oraciones, himnos) y de los ministros (obispos, sacerdotes, diáconos), explicando su fundamento bíblico y etimológico. Enseña que la misa, los sacramentos y el calendario litúrgico (festividades) tienen raíz en la tradición apostólica, en continuidad con la Iglesia universal. También San Leandro contribuyó a la liturgia: según Isidoro, Leandro compuso textos litúrgicos y melodías, e introdujo oraciones solemnes (reunidas luego en el Liber Orationum mozárabe). Leandro incluso consultó al papa San Gregorio Magno sobre el rito bautismal (la costumbre española de triple inmersión); Gregorio respondió aprobando la práctica y su simbolismo trinitario. Esto ilustra la comunión con la Iglesia universal: los hispanos mantenían contacto doctrinal con Roma y Constantinopla (Leandro se exilió en Bizancio, formándose allí), incorporando influencias de Oriente (monacato benedictino y posiblemente algunos usos litúrgicos orientales) dentro de su propia tradición hispánica. Por ejemplo, la regla monástica que Leandro escribió para su hermana Florentina (De institutione virginum) combina la espiritualidad oriental (Basilio, Casiano) con la disciplina occidental. La eclesiología hispana, entonces, aportó originalidad en ciertos ritos locales (el futuro rito mozárabe deriva en parte de estos desarrollos), pero en sustancia mantuvo la continuidad con la Iglesia una. Para la teología reformada, la descripción de Isidoro del ministerio ordenado y la importancia de la predicación, la oración y la alabanza es valiosa y bíblica (cf. 1 Timoteo 3, Tito 1 sobre obispos/pastores; Hechos 2:42 sobre la perseverancia en la enseñanza, comunión, partimiento del pan y oraciones). No obstante, se tomaría distancia respecto a elementos de la liturgia medieval desarrollada. Paradójicamente, muchos reformadores admiraban la simplicidad de la liturgia antigua (y el rito hispano, aunque elaborado, conservaba elementos primitivos). En la práctica contemporánea, iglesias españolas de tradición reformada han estudiado con aprecio el legado litúrgico visigótico (por ejemplo, himnos de Prudencio o el propio rito mozárabe, que es visto como patrimonio histórico de la Iglesia española anterior a abusos medievales).
Santidad e ideal monástico: Otra faceta eclesiológica es la veneración de santos y la vida monástica. Prudencio, en su colección Peristephanon, celebra a los mártires hispanos (como Eulalia de Mérida o San Laureano) con poesías que reflejan la creencia en la comunión de los santos y su ejemplo inspirador. Refiere milagros en las tumbas de mártires y expresa devoción hacia ellos, prácticas que continuarían en la Iglesia medieval (el culto a las reliquias, peregrinaciones, etc.). Este aspecto tiene continuidad clara con la teología occidental posterior pero entra en discontinuidad con la teología reformada, que en el siglo XVI rechazó la invocación/veneración de santos como no bíblica. No obstante, incluso los reformadores reconocieron la santidad de muchos antiguos (Calvino, por ejemplo, cita a Agustín o Atanasio con reverencia). Podríamos decir que los padres hispanos iniciaron en Hispania una tradición de hagiografía y ascetismo que fructificó en siglos subsiguientes (pensemos que Isidoro influenció después a beatos medievales hispanos). La teología bíblica reformada honraría a estos antepasados como “tan grandes nube de testigos” (Hebreos 12:1), aunque sin otorgarles intercesión mediadora. Asimismo, el monacato benedictino introducido por Leandro e Isidoro (su hermano Fulgencio también monje) es visto por la Reforma con ambivalencia: por un lado se valora la dedicación a la oración y el estudio (muchos monjes preservaron la Biblia y los escritos patrísticos, incluyendo las obras de estos hispanos); por otro, se rechaza la idea de estado de perfección separado del laicado, considerándose que eso derivó en abusos. Con todo, en la historia de la Iglesia, los concilios protestantes del siglo XVI siguieron reconociendo la Iglesia invisible como el conjunto de los verdaderos creyentes de todas las épocas, dentro de la cual figuran sin duda nuestros Padres hispanos. Su celo por la pureza doctrinal (contra herejías) y moral (contra los vicios sociales) es ejemplo para cualquier comunidad eclesial hoy.
Gobierno y disciplina: La Iglesia visigoda fue pionera en articular un proyecto de unidad iglesia-estado con implicaciones teológicas. Isidoro promovió en los concilios la idea de un reino terrestre subordinado a Cristo Rey, con leyes inspiradas en la fe (de hecho, ayudó a redactar el Fuero Juzgo, código de leyes que integraba preceptos cristianos). Esta sacralización de la sociedad continuó en la cristiandad medieval y contrasta con la teología reformada que, en ciertos casos, abogará por separación de iglesia y estado (bautistas, anabautistas) o al menos por libertad de conciencia. No obstante, las iglesias luteranas y anglicanas retuvieron un modelo nacional similar (cuius regio eius religio), mostrando que la idea de un pueblo unido en una misma fe no era extraña tampoco a la Reforma. La disciplina eclesiástica fue robusta bajo estos padres: pecadores públicos excomulgados, herejes anatematizados en concilios, etc., lo que demuestra una alta concepción de la santidad de la Iglesia. Los reformadores del siglo XVI, lejos de objetar la disciplina, en realidad la restauraron donde se había relajado: en esto hay alineación con la seriedad de Paciano e Isidoro.
En síntesis, la eclesiología de los Padres hispanos se caracterizó por la fidelidad a la Iglesia universal en doctrina, la defensa de la unidad contra cismas, la rica vida litúrgica y ascética, y la colaboración con el orden social. Hay una clara continuidad de estas ideas en la Iglesia occidental medieval; algunas de ellas más tarde serían reexaminadas por la Reforma a la luz de la Escritura, produciéndose ciertas discontinuidades (veneración de santos, concepto de catolicidad vinculado a Roma, etc.). Sin embargo, en sus aspectos fundamentales –la Iglesia como Cuerpo de Cristo (1 Corintios 12:27), columna y baluarte de la verdad (1 Timoteo 3:15), dotada de ministerios para edificación (Efesios 4:11-12)– la enseñanza patrística hispana sigue siendo profundamente bíblica y útil. Una teología reformada y bíblica contemporánea puede inspirarse en la pasión de estos obispos hispanos por la pureza doctrinal, su pastoral de arrepentimiento y perdón, y su celo misionero (Leandro no descansó hasta ver convertido al errante). Al mismo tiempo, nos alerta sobre la necesidad de equilibrar la tradición con la Escritura: los reformadores argumentarían que algunas prácticas (devoción a reliquias, exceso de jerarquía) se extralimitaron con el tiempo. Con todo, la voz de la Iglesia hispana antigua representa un testimonio valioso de la Iglesia de Cristo en su camino histórico, que informa tanto a católicos como a reformadores sobre nuestras raíces comunes.
VI. Escatología (Doctrina de las últimas cosas)
Esperanza en la vida eterna: La escatología de los padres hispanos se alinea con la fe universal de la Iglesia antigua, confiada en la segunda venida de Cristo, la resurrección de los muertos y el juicio eterno (verdades del Credo de los Apóstoles que ellos profesaban). No dejaron tratados específicos sobre los últimos tiempos, pero en sus obras se encuentran referencias que revelan sus convicciones. Isidoro enseña que en esta vida conocemos a Dios imperfectamente, “como en un espejo”, y que sólo en la vida futura Su esencia será revelada plenamente a los santos, aludiendo a 1 Corintios 13:12. Esto refleja la esperanza escatológica clásica del visio Dei (visión beatífica) después de la muerte. Asimismo, Isidoro afirmaba la doctrina de la resurrección de la carne: en Differentiæ II, cap. 34, explica que el mismo cuerpo que muere resucitará incorruptible, siguiendo a San Pablo en 1 Corintios 15. Prudencio, por su parte, describe en sus poemas el triunfo final de Cristo y Su Iglesia sobre Satanás y el pecado. En la Psychomachia, tras la victoria de las Virtudes sobre los Vicios (alegoría del alma cristiana), se insinúa la paz final que aguarda al alma fiel, prefigurando el descanso eterno. En Hamartigenia, al refutar a Marción, Prudencio defiende la justicia de Dios en el castigo final de los malvados (negando cualquier dualismo que exima a las criaturas de rendir cuentas). Rechaza por tanto la idea de algunos herejes de una restauración universal automática: para él, como para la Iglesia, hay dos destinos eternos. En sintonía, Paciano advertía a los pecadores impenitentes del “fuego eterno” que les aguarda si desoyen el llamado a conversión, mientras que a los penitentes les ofrecía las promesas de “vida eterna” en Cristo (Mat 25:46, Juan 5:24).
Influjos agustinianos y patrísticos: En escatología se nota nuevamente la influencia de San Agustín, especialmente su escatología amilenarista. Agustín había interpretado el “milenio” de Apocalipsis 20 en sentido espiritual (el reinado de Cristo ya presente en su Iglesia). Los hispanos siguieron esta línea: Isidoro en Etymologiae VIII.11 repasa herejías y menciona el milenarismo carnal como error, indicando que la Iglesia no lo sostiene. En su crónica histórica, Orosio veía la era presente, tras Cristo, como la fase final de la historia antes del fin del mundo. No especuló sobre fechas, pero su marcado cristocentrismo histórico implica que, tras la Encarnación, solo resta la consumación. Esta noción de vivir ya en los últimos tiempos es plenamente bíblica (1 Juan 2:18, “Ya es el último tiempo”) y la retomarían los reformadores en el sentido de que no se espera un reino terrenal intermedio sino directamente la segunda venida gloriosa. También se perciben influencias de San Gregorio Magno (amigo de Leandro) en ciertas ideas escatológicas incipientes: Gregorio enseñó sobre el fuego purgatorio y la utilidad de orar por los difuntos. ¿Adoptaron algo de esto los hispanos? Isidoro en sus escritos tardíos parece aceptar la práctica de orar por las almas de los fieles difuntos, indicando que la Iglesia intercede por ellos, aunque no elabora una teoría clara del purgatorio. En el Concilio de Toledo VI (638), poco después de la muerte de Isidoro, se ordena oraciones por los reyes difuntos, lo que sugiere que la creencia en una purificación post-mortem comenzaba a asentarse también en Hispania, en continuidad con la evolución católica general. Este punto, sin embargo, marcará luego una discontinuidad con la teología reformada, que en el siglo XVI rechazó la doctrina del purgatorio por falta de base bíblica explícita. Los reformados argumentaron que después de la muerte viene el juicio (Hebreos 9:27) y que las oraciones por los muertos no son enseñadas por los apóstoles. Aun así, vale señalar que en la época de nuestros autores hispanos, tal doctrina estaba en desarrollo incipiente; ellos se mantuvieron dentro de la ortodoxia de su tiempo, que creía ante todo en la doble outcome eterna: cielo para los justos y infierno para los impíos, con la posible excepción de un estado transitorio de purificación insinuado por Gregorio.
Juicio final y consumación: La escatología moral de estos Padres subrayó la seriedad del Juicio Final. “Cristo vendrá a juzgar a vivos y muertos” –esta afirmación del Credo se halla en Isidoro y es predicada por Paciano y los demás. Orosio, en el cierre de su Historia, reconforta a sus lectores asegurando que las tribulaciones actuales no significan abandono divino, pues a su tiempo Dios ejecutará justicia perfecta. Prudencio pinta escenas vívidas de juicio en sus poemas; por ejemplo, en Apotheosis habla del castigo de los malvados comparándolos con serpientes atrapadas (haciendo eco de Mateo 25:41). También glorifica la esperanza de la inmortalidad bienaventurada: en el himno XIV del Cathemerinon, imagina la gloria celestial de los mártires. Esta confianza en la retribución final se alinea con textos bíblicos como 2 Corintios 5:10: “todos compareceremos ante el tribunal de Cristo”. Los padres hispanos no desarrollaron especulaciones millenarias extravagantes ni cálculos de fechas –lo cual muestra prudencia bíblica (Marcos 13:32). Más bien, enfatizaron la vigilancia ética: vivir en santidad aguardando a Cristo. Isidoro advierte que el amor al mundo (tema de la carta de Leandro De contemptu mundi) es necio dado lo transitorio de esta vida, y que el cristiano debe anhelar las cosas de arriba (Colosenses 3:1-3). Esta espiritualidad escatológica permea la piedad monástica y la laical en Hispania: Florentina, la hermana de Isidoro y Leandro, gobernó conventos inculcando a las vírgenes esa espera del Esposo celestial. Tales ideas se mantuvieron en la Edad Media (misticismo, monacato) y, aunque la Reforma criticó excesos ascéticos, también predicó la necesidad de vivir coram Deo anticipando el retorno de Cristo (los himnos luteranos, por ejemplo, retoman imágenes de las vírgenes prudentes con gozo).
En relevancia para la teología reformada actual, la escatología patrística hispana ofrece un recordatorio saludable de los fundamentos que todas las tradiciones cristianas comparten: la certeza de la segunda venida gloriosa de Cristo (Hechos 1:11), la resurrección corporal (Juan 5:28-29), el juicio final y la consumación de un cielo nuevo y tierra nueva (Apocalipsis 21:1-4). Estos padres nos muestran una fe escatológica robusta, centrada en Cristo como juez y redentor, y una ética de preparación. Los reformados abrazan esas mismas verdades. Divergencias posteriores sobre purgatorio o sobre la invocación de santos celestiales no empañan el gran cuadro: la esperanza última de los hispanos era ver a Dios cara a cara y estar eternamente con Él –esperanza que es igualmente el corazón de la escatología reformada, basada en promesas bíblicas como “Estaremos siempre con el Señor” (1 Tesalonicenses 4:17).
Conclusión
De este recorrido por las seis loci de la teología sistemática en los Padres patrísticos hispanos, emergen varias conclusiones clave. Primero, la Iglesia de Hispania en la antigüedad tardía estuvo plenamente inserta en la corriente principal de la ortodoxia cristiana: sus formulaciones sobre Dios Trino, Cristo encarnado, el pecado original y la gracia, la Iglesia y los sacramentos, y las realidades últimas son coherentes con las de otros Padres latinos (como Agustín, Ambrosio, Gregorio Magno) y en muchos casos aportaron matices propios influyentes (por ejemplo, Isidoro sistematizando saberes o Leandro facilitando la unión Iglesia-Imperio en su reino). Segundo, se constata una marcada influencia agustiniana en casi todos estos autores, especialmente en antropología y soteriología: Hispania fue terreno fértil para la recepción del agustinismo (Orosio literalmente discípulo suyo; Isidoro copiando a Agustín en doctrinas de Dios, alma, pecado y gracia; incluso Paciano, anterior a Agustín, coincide con él en la necesidad de la Iglesia y la gravedad del pecado). Las influencias griegas fueron más indirectas pero presentes: vía Tertuliano y Hilario (Prudencio los sigue para Trinidad), vía Basilio/Casiano (monacato de Leandro), vía los concilios ecuménicos (Calcedonia, Constantinopla) recibidos e incorporados en la fe hispana. Esto demuestra que la teología hispana era verdaderamente católica (universal) en su diálogo con Oriente y Occidente. Tercero, en términos de continuidad y discontinuidad con la teología occidental posterior, hallamos que en la mayoría de aspectos hay continuidad: las definiciones dogmáticas y la piedad católica medieval hunden sus raíces en estos siglos visigóticos (no en vano Isidoro es considerado el último Padre de la Iglesia latina y puente hacia la Edad Media). Donde vemos discontinuidades es principalmente desde la óptica de la Reforma: prácticas y conceptos como la intercesión de santos, el valor de obras meritorias, la autoridad casi absoluta de la jerarquía, etc., que ya asomaban en la época de Isidoro, serían reformulados o rechazados en el siglo XVI por apelación a una mayor fidelidad bíblica. Sin embargo, la Reforma misma se apoyó en gran medida en la teología de la Iglesia antigua (por eso Melanchthon pudo decir que “nada enseñamos contra la Iglesia católica antigua”). En el caso hispano, podemos afirmar que la gran mayoría de las enseñanzas de estos Padres son genuinamente bíblicas y compartidas por la teología reformada contemporánea: la soberanía y santidad de Dios, la Trinidad, la encarnación, la pecaminosidad humana y la necesidad de la gracia, la centralidad de la cruz de Cristo, la importancia de la fe, la realidad de la Iglesia como pueblo de Dios, y la esperanza escatológica. Cada una de estas doctrinas se basaba en la Escritura —frecuentemente citada por ellos en su versión latina itala o vulgata— y así lo hemos documentado. Finalmente, cuarto, la relevancia de estudiar a Isidoro, Leandro, Paciano, Orosio, Prudencio desde una perspectiva reformada y bíblica radica en redescubrir nuestras raíces hispanas en la fe cristiana histórica. Estos varones, a pesar de la distancia cultural y temporal, nos legaron un testimonio de fidelidad a las Escrituras y amor a Cristo que trasciende las etiquetas confesionales. Su voz resuena llamándonos a adorar al único Dios verdadero, “Padre, Hijo y Espíritu Santo” (Mateo 28:19), a confesar que “Jesucristo es el Señor” (Filipenses 2:11), a arrepentirnos de nuestros pecados y abrazar la gracia, a amar y mantener la unidad de la Iglesia de Cristo (Juan 17:21), y a vivir con la mirada puesta en la patria celestial (Hebreos 13:14). En ese sentido profundo, la teología patrística hispana –bien entendida y depurada por la Palabra de Dios– sigue siendo una fuente de inspiración y enseñanza para la Iglesia cristiana hispana y en todo lugar, ofreciendo un puente entre la fe de nuestros antepasados y la vivencia fiel del evangelio hoy.
Fuentes: San Isidoro de Sevilla, Etymologiae VII-VIII; De ecclesiasticis officiis; Sententiae I.1-6. San Paciano de Barcelona, Epístola I ad Sempronianum; Paraenesis ad Poenitentiam; Sermo de Baptismo. San Leandro de Sevilla, Homilía de Triumpho Ecclesiae (III Concilio de Toledo); Regula a Florentina. Paulo Orosio, Historiarum Adversum Paganos, Prólogo y Libro VII (providencia); Liber Apologeticus contra Pelagianos. Aurelio Prudencio, Apotheosis (Himno I de la Trinidad); Hamartigenia; Psychomachia; Peristephanon. Estudios críticos: González, Los Godos y la Fe; Orlandis, Historia de la Iglesia Hispana; O’Loughlin, “Isidore as Theologian”; Granado, “Teología del Pecado Original en Paciano”; Catholic Encyclopedia. Las citas bíblicas son de la Reina-Valera 1960.