La discusión contemporánea sobre la migración suele oscilar entre maximalismos: clausura restringida de fronteras o apertura sin condiciones. Ambos extremos, al absolutizar el ius positivo, olvidan que la ley humana no crea la moralidad; lo que se escribe debe reconocer y canalizar la Ley divina. En la tradición cristiana, el fas —la Ley divina— es norma suprema de justicia; el ius —la ley humana— debe subordinarse a ella por el principio de equidad (aequitas), esto es, la recta aplicación de la justicia a casos concretos escritos alineando el ius al fas. A la luz de la Escritura, argumentamos que la migración pacífica (no combatiente) es legítima bajo el fas y, por consiguiente, debe ser reconocida y ordenada por el ius conforme a la aequitas.
1) Fundamento en el fas (Ley divina)
El testimonio bíblico es nítido. La hospitalidad al forastero no es un consejo opcional, sino mandato moral y cultural. “Y cuando el extranjero morare con vosotros en vuestra tierra, no le oprimiréis. Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero… y lo amarás como a ti mismo” (Lev 19:33–34). La base no es sentimental, sino volitivo: Dios mismo “hace justicia al huérfano y a la viuda; que ama también al extranjero, dándole pan y vestido” (Deut 10:18–19). Allí donde el humano codifica el mero tránsito como delito, la Ley de Dios juzga la opresión del extranjero (Jer 7:6; Mal 3:5). Así, migrar sin agredir ni defraudar no constituye mal moral ante Dios.
La Torá distingue con precisión el uso de paso de la apropiación ilegítima, sentando un criterio de movilidad lícita con respeto a la propiedad. “Cuando entres en la viña de tu prójimo, podrás comer uvas hasta saciarte; mas no pondrás en tu cesto… Cuando entres en la mies de tu prójimo, podrás arrancar espigas con tu mano; mas no aplicarás hoz a la mies de tu prójimo” (Deut 23:24–25). El texto autoriza un uso mínimo en tránsito y necesidad, a la vez prohíbe el expolio. La movilidad, pues, no es sinónimo de usurpación; deviene injusta solo donde hay daño real. De modo parecido, las ciudades de refugio (Núm 35; Deut 19) garantizan corredores de protección: la circulación del inocente queda salvaguardada “en tanto no haya violencia”, anticipando lógicamente la institución del asilo. El mismo Deuteronomio manda: “No entregarás a su señor el siervo que se huyere… habitará contigo… no le oprimirás” (Deut 23:15–16). Aquí se perfila un principio de no devolución ante riesgo de opresión contenido en el propio fas.
El Nuevo Testamento refuerza el patrón. La catolicidad de la Iglesia derriba “la pared intermedia de separación” (Ef 2:14) y despliega una misión que presupone movilidad transfronteriza: “me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (Hch 1:8). La ética del amor resume la lex: “El amor no hace mal al prójimo; así que el cumplimiento de la ley es el amor” (Rom 13:10). Por tanto, si el movimiento de una persona no hace mal —no violenta, no defrauda, no usurpa—, el fas lo considera moralmente lícito, bajo una libertad ordenada. Cuando hay agravio, la vía no es criminalizar la movilidad per se, sino restituir (Éx 22).
2) Ius (Ley humana) subordinado al fas mediante la aequitas
En la tradición cristiana en el Ocidente, aequitas es el principio que corrige cualquier error en la ley humana para dar a cada uno lo suyo conforme a la recta razón bajo la Ley divina. ¿Qué exige esto al ius? La aequitas obliga a distinguir entre personas no agresoras y agresores; es el principio de no agresión. En términos jurídicos, una política que penaliza en bloque, la mera presencia o tránsito de no combatientes, rompe la proporcionalidad y contradice la finalidad propia del magistrado, que es castigar al malo y premiar al que hace bien (Rom 13:3–4). La ley humana es legítima siempre y cuando protege bienes reales —vida, propiedad, libertad— y es injusta cuando se convierte en fin autónomo, produciendo daños donde no los había. De ahí se siguen tres implicaciones.
Primero, prohibiciones absolutas de movilidad —que desconozcan libertad pacificia, hospitalidad, necesidad y ausencia de daño— son inequitativas. La aequitas señala hacía la regulación proporcionada: identificación, sanidad, convivencia, sin convertir el mero hecho de moverse en crimen. Segundo, la propiedad privada no queda abolida por la movilidad; queda amparada. El ius, subordinado al fas, puede y debe proteger cercas y títulos, y al mismo tiempo reconocer derechos de paso razonables y los usos mínimos del caminante en emergencia o necesidad (Deut 23:24–25), de modo que se armonicen tránsito y dominio. Donde surja perjuicio, procede repararlo conforme a la justicia conmutativa de Éxodo 22. Tercero, el asilo no es concesión caprichosa, sino deber moral en supuestos de opresión manifiesta (Deut 23:15–16). La aequitas, aquí, señala hacía la misericordia y caridad hacia el extranjero lo que prohíbe de facto, el hecho de devolver al vulnerable a manos del opresor.
Este marco no idealiza la movilidad caótica ni absolutiza fronteras. La Escritura no canoniza la inmigración desordenada; ordena la hospitalidad responsable (Heb 13:2; Mat 25:35) y simultáneamente sostiene el derecho a la propiedad de las personas. El punto de equilibrio no se encuentra en la burocracia del legislador, sino en la subordinación del ius al fas: la ley humana reconoce y canaliza lo que la Ley de Dios autoriza y manda. La idolatría de la soberanía estatal —concebir al Estado como fuente última del derecho— tiende a criminalizar el movimiento en sí; la idolatría del individualismo per se—concebir la voluntad como única norma— ignora la restitución, la propiedad y la paz. La aequitas rehúye ambos ídolos: protege a terceros de daños reales y se niega a penalizar el mero tránsito del no agresor.
Puede objetarse que tales principios pertenecen a una economía agraria antigua y que el mundo moderno, con sistemas complejos de bienestar y seguridad, exige otras respuestas. Pero precisamente por eso la aequitas es imprescindible: traduce principios invariables —no agresión, restitución, hospitalidad, no devolución al opresor— en políticas prudentes acordes a circunstancias actuales presuponiendo la norma superior de la Ley divina. La movilidad legítima se reconoce por tests sencillos: ausencia de violencia o fraude; respeto a la propiedad; disposición a reparar daños; causas de necesidad; y aceptación de reglas de convivencia que no contradigan la Ley de Dios. Allí donde estos criterios se cumplen, migrar es lícito; donde se violan, el remedio es justicia proporcionada, no la demonización del extranjero.
3) Criterios operativos (tests de equidad)
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No agresión: ¿hubo violencia, fraude, ocupación sin título o daño real? Si no, el movimiento es lícito.
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Proporcionalidad: ¿la norma civil excede lo necesario para proteger a terceros? Si sí, es inequitativa.
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Asilo/necesidad: ¿cuál es la razón de querer devolver? Deut 23:15–16 favorece protección.
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Restitución: si hubo perjuicio, procede repararlo (Éx 22), no prohibir generacionalmente la movilidad.
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Hospitalidad ordenada: la iglesia y la comunidad practican acogida responsable (Heb 13:2; Mat 25:35) junto a comunidades locales que garantizan la paz y justicia sin idolatrar fronteras.
Conclusión
Bajo el fas, la migración pacífica es moralmente legítima y, en ocasiones, positivamente mandada en forma de hospitalidad. El ius, cuando es verdaderamente jurídico y no mera voluntad de poder, debe subordinarse a esa norma superior y aplicarla con aequitas: proteger la sociedad frente a males reales (gobiernos invasores), custodiar la propiedad y la paz, asegurar la restitución cuando corresponda, y no criminalizar el movimiento de quienes no hacen mal. Esta subordinación no debilita al derecho humano; lo purifica bajo la Ley de Dios. Le recuerda que su majestad no reside en la fuerza de la letra humana, sino en su conformidad con la justicia de Dios que “no hace acepción de personas” y “ama también al extranjero” (Deut 10:17–19). Así, la ley humana queda subordinada a la Ley divina en clave de justicia misericordiosa y ordenada.
