La Batalla por los Oráculos Divinos: Justino Mártir y la Polémica Textual entre la Septuaginta y el Proto-Texto Masorético en el Siglo II

¿Cómo decís: Nosotros somos sabios, y la ley de Jehová está con nosotros? Ciertamente la ha cambiado en mentira la pluma mentirosa de los escribas. 9 Los sabios se avergonzaron, se espantaron y fueron consternados; he aquí que aborrecieron la palabra de Jehová; ¿y qué sabiduría tienen? (Jeremías 8:8-9)

Introducción: La Batalla por los Oráculos de Dios

El Diálogo con Trifón, compuesto por Justino Mártir alrededor de los años 155-161 d.C., se erige como un monumento de la apologética cristiana del siglo II. Concebido como una defensa razonada de la fe cristiana frente a las objeciones del judaísmo erudito, este texto es mucho más que un simple ejercicio de polémica religiosa. Es, en su esencia, un artefacto invaluable que documenta una de las batallas más cruciales de la antigüedad tardía: la lucha por la posesión y la correcta interpretación de las Escrituras hebreas. En el corazón de este enfrentamiento se encuentra una acusación de extraordinaria gravedad: Justino acusa a los maestros judíos de haber mutilado deliberadamente sus propios textos sagrados, eliminando pasajes que, según él, testificaban de manera inequívoca sobre la mesianidad y divinidad de Jesucristo.

Esta introducción se propone replantear la naturaleza de este conflicto. Las acusaciones de Justino, formuladas en un lenguaje de malicia y conspiración, no deben ser leídas como una crónica fidedigna de una falsificación masiva, sino como el testimonio de un profundo y doloroso malentendido histórico. Lo que Justino, con la autoridad de su versión de las Escrituras —la traducción griega conocida como la Septuaginta (LXX)—, percibió como una supresión deliberada fue, en realidad, su encuentro frontal con una tradición textual hebrea distinta: el llamado proto-texto masorético (proto-MT). Este texto, que se estaba consolidando como el estándar dentro del emergente judaísmo rabínico, difería en puntos clave del texto hebreo (Vorlage) que había servido de base para la traducción de la Septuaginta siglos antes.

El debate se inscribe en el contexto del “parting of the ways”, el complejo y a menudo conflictivo proceso de separación entre el judaísmo y el cristianismo. Durante el siglo II, estas dos comunidades, nacidas de una matriz común, se definían cada vez más la una contra la otra. La controversia sobre la letra de la Escritura no era, por tanto, un mero debate académico. Era una lucha existencial por la legitimidad, por la herencia de las promesas hechas a Abraham y a David, y por la identidad misma del verdadero pueblo de Dios. Para los cristianos, las Escrituras hebreas eran el Antiguo Testamento, un corpus profético cuyo único propósito era anunciar la venida de Cristo. Para los judíos, el Tanaj era el registro de la alianza eterna de Dios con Israel, una guía para la vida comunitaria y la esperanza de una redención futura en sus propios términos.

La tesis principal de este ensayo es que el conflicto textual documentado en el Diálogo con Trifón es un microcosmos de esta divergencia judeo-cristiana. Representa un momento histórico en el que dos comunidades, partiendo de una herencia compartida, solidificaron sus identidades en torno a diferentes formas textuales de las mismas escrituras sagradas. Este proceso, que Justino interpretó a través de la lente de la mala fe, ha sido iluminado de manera decisiva por los descubrimientos arqueológicos del siglo XX, en particular los Rollos del Mar Muerto hallados en Qumrán. Estos manuscritos han revelado una pluralidad textual en el judaísmo del Segundo Templo que era inimaginable para las generaciones anteriores de eruditos, demostrando que las variantes textuales que Justino y Trifón debatían no eran invenciones tardías, sino el eco de antiguas y legítimas tradiciones textuales que coexistieron durante siglos. Al analizar las acusaciones de Justino a la luz de esta nueva evidencia, podemos trascender la polémica para comprender la historia: la historia de cómo un libro sagrado dio a luz a dos Biblias.

I. El Arena del Debate: La Escritura en el Pluralismo Textual del Siglo II

Para comprender la magnitud del enfrentamiento entre Justino y Trifón, es imperativo primero cartografiar el complejo paisaje textual del siglo II. Lejos de ser un entorno con un único y estable “Antiguo Testamento”, este período se caracterizó por una fluidez y una diversidad de textos sagrados que hoy resulta sorprendente. Dos grandes tradiciones textuales, la Septuaginta griega y el emergente proto-texto masorético hebreo, se convirtieron en los estandartes de dos comunidades religiosas en proceso de definición: la Iglesia cristiana y el judaísmo rabínico.

La Septuaginta (LXX): La Biblia de la Iglesia Primitiva

La Septuaginta, a menudo designada con el numeral romano LXX, no fue una creación cristiana, sino una monumental empresa intelectual del judaísmo helenístico. Su origen se remonta al siglo III a.C. en Alejandría, Egipto, donde una próspera comunidad judía de habla griega emprendió la traducción de la Torá (el Pentateuco) del hebreo al griego koiné, la lengua franca del Mediterráneo oriental. Según la leyenda narrada en la Carta de Aristeas, esta traducción fue obra de 72 sabios judíos, lo que le confirió un aura de inspiración y autoridad. Durante los dos siglos siguientes, el resto de los libros de la Biblia hebrea fueron traducidos gradualmente, conformando una colección que se convirtió en la Escritura estándar para la mayoría de los judíos que vivían fuera de Judea, en la diáspora, y que ya no dominaban el hebreo.

Cuando el cristianismo comenzó su expansión más allá de sus orígenes palestinos, se encontró con un mundo predominantemente grecoparlante. Para los primeros misioneros y apologetas cristianos, la Septuaginta fue un regalo providencial. Era una Biblia ya traducida, ampliamente distribuida y, lo que es más importante, venerada como sagrada por los propios judíos. Para la mayoría de los primeros cristianos, que eran gentiles sin conocimiento del hebreo, la LXX no era una simple traducción; era la Biblia.

La autoridad de la Septuaginta dentro de la Iglesia primitiva se vio cimentada por un factor decisivo: su uso por parte de los apóstoles y los autores del Nuevo Testamento. Cuando los evangelistas o el apóstol Pablo citaban las Escrituras hebreas, lo hacían con abrumadora frecuencia a partir de la versión de la Septuaginta. Este uso apostólico le confirió un sello de aprobación divina. Para la Iglesia de los siglos II y III, dudar de la Septuaginta era, en cierto modo, dudar de la Escritura utilizada por los propios apóstoles. Esta adopción incondicional por parte del cristianismo sería, paradójicamente, uno de los principales catalizadores de su abandono y eventual rechazo por parte del judaísmo rabínico, que comenzó a verla como un texto “apropiado” y “distorsionado” por una fe rival.

El Proto-Texto Masorético (Proto-MT): Hacia un Estándar Rabínico

Mientras el cristianismo adoptaba la Septuaginta, dentro del judaísmo de habla hebrea y aramea en Judea se estaba gestando un proceso de consolidación textual. Este movimiento, liderado por los fariseos y sus herederos, los rabinos de la era post-templo, buscaba establecer un texto hebreo único y estandarizado. La destrucción del Segundo Templo en el año 70 d.C. fue un catalizador fundamental para este proceso. Sin el Templo como centro unificador del culto, la Escritura se convirtió en el principal pilar de la identidad judía. La necesidad de un texto fijo y autoritativo se volvió imperativa para la liturgia sinagogal, la enseñanza legal (halajá) y, de manera crucial, para la polémica con el cristianismo naciente.

Los rabinos necesitaban una base textual sólida e incontrovertible para refutar las interpretaciones cristológicas que a menudo se basaban en variantes textuales presentes en la Septuaginta. La tradición textual que seleccionaron y comenzaron a preservar con escrupulosa fidelidad es lo que los eruditos modernos denominan el proto-texto masorético. Este texto consonántico se transmitió con una precisión casi inimaginable durante siglos. Finalmente, entre los siglos VII y X d.C., un grupo de escribas conocidos como los Masoretas, con sede en Tiberíades, perfeccionaron este proceso añadiendo un sistema de puntos vocálicos y acentos para fijar la pronunciación y la interpretación del texto, dando lugar al Texto Masorético (MT) que conocemos hoy. El MT se convirtió así en la Hebraica veritas, la forma definitiva y autorizada de la Biblia Hebrea para todo el judaísmo.

Un Mundo de Muchos Textos: El Testimonio Revolucionario de Qumrán

Durante casi dos milenios, el estudio de la Biblia hebrea se basó en un modelo binario: por un lado, el Texto Masorético hebreo, considerado el “original”, y por otro, la Septuaginta griega, vista como una traducción a menudo libre y a veces “corrupta”. Los descubrimientos de los Rollos del Mar Muerto, iniciados en 1947 en las cuevas de Qumrán, demolieron por completo este paradigma simplista.

Los manuscritos de Qumrán, que datan de entre el siglo III a.C. y el I d.C., nos transportaron a la biblioteca de una secta judía del período del Segundo Templo, revelando un panorama de asombrosa pluralidad textual. Entre los más de 200 manuscritos bíblicos encontrados, los eruditos han identificado varias “familias” textuales hebreas que coexistían en ese período:

  1. Textos Proto-Masoréticos: Una gran proporción de los manuscritos (alrededor del 60%) se alinea estrechamente con el texto consonántico que más tarde se convertiría en el Texto Masorético. Esto demostró la gran antigüedad de la tradición MT, mucho antes de la era de los masoretas.
  2. Textos Pre-Septuaginta: Un grupo más pequeño pero significativo de manuscritos (alrededor del 5%) presenta un texto hebreo que coincide notablemente con las lecturas de la Septuaginta, especialmente donde esta difiere del MT. Estos manuscritos son, con toda probabilidad, representantes de la Vorlage hebrea, el texto fuente que utilizaron los traductores de la LXX.
  3. Textos de tipo Samaritano: Algunos manuscritos del Pentateuco muestran afinidades con el texto conservado por la comunidad samaritana.
  4. Textos no Alineados: Un número considerable de textos no encaja consistentemente en ninguna de las otras familias, mostrando una mezcla de lecturas o variantes únicas, lo que sugiere una tradición textual independiente o una mayor libertad en la copia.

La implicación de estos descubrimientos para el debate de Justino es revolucionaria. Queda claro que muchas de las discrepancias que Justino y Trifón discutían no eran el resultado de una alteración maliciosa por parte de los judíos ni de una traducción descuidada por parte de los traductores de la LXX. Eran, en cambio, el reflejo de dos tradiciones textuales hebreas diferentes, ambas antiguas y consideradas autorizadas por diferentes comunidades judías en el período del Segundo Templo.15 Justino argumentaba desde la autoridad de la tradición textual representada por la LXX, mientras que Trifón lo hacía desde la autoridad de la tradición que se estaba convirtiendo en el proto-MT. Ambos, sin saberlo, estaban defendiendo versiones de la Escritura que tenían raíces profundas y auténticas en la historia del judaísmo.

La Textualización de la Identidad Religiosa

Este panorama de pluralidad textual que converge hacia una bifurcación revela un proceso más profundo: la textualización de la identidad religiosa. La elección de un texto sagrado y la insistencia en su forma particular se convirtieron en un acto definitorio de la identidad comunitaria tanto para cristianos como para judíos.

El proceso puede entenderse como una cadena de acciones y reacciones. El cristianismo primitivo, en su misión de expandirse por el mundo grecoparlante, encontró en la Septuaginta una herramienta indispensable y ya venerada. Las interpretaciones cristológicas, que eran el núcleo de la predicación cristiana, a menudo encontraban un apoyo más explícito en los matices de la traducción griega. El ejemplo más célebre es la traducción de la palabra hebrea almah como parthenos (“virgen”) en Isaías 7:14, una lectura que se convirtió en la piedra angular de la doctrina del nacimiento virginal de Jesús. Al adoptar la LXX y basar su teología en sus lecturas particulares, la Iglesia la consagró como su Antiguo Testamento.

Esta misma apropiación cristiana, sin embargo, tuvo el efecto de “contaminar” la Septuaginta a los ojos del emergente judaísmo rabínico. Cada vez más, la LXX era percibida como un texto “cristiano”, una herramienta utilizada por una secta rival para distorsionar el verdadero significado de las profecías. La reacción rabínica fue doble. Por un lado, elevaron el proto-MT a la categoría de único texto hebreo auténtico y autoritativo, la Hebraica veritas. Por otro lado, para competir en el mundo de habla griega, patrocinaron nuevas traducciones griegas, como la de Aquila de Sinope a principios del siglo II. La traducción de Aquila era famosa por su literalismo extremo, diseñada para adherirse rígidamente al proto-MT y contrarrestar la exégesis cristiana basada en la LXX.

Por lo tanto, el “parting of the ways” no fue solo una separación teológica y social; fue también una bifurcación textual. La elección de un texto se convirtió en una declaración de fe y lealtad comunitaria. Aferrarse a la Septuaginta era una afirmación de la identidad cristiana y de la creencia de que las Escrituras se cumplían en Cristo. Insistir en la primacía del proto-MT era una afirmación de la autoridad rabínica y de la continuidad de la alianza de Dios con el pueblo judío. Las Biblias de las dos comunidades se fosilizaron en formas ligeramente diferentes, con distintos cánones y variantes textuales, perpetuando y profundizando una división que persiste hasta nuestros días. El diálogo de Justino con Trifón se sitúa precisamente en el epicentro de este terremoto textual y religioso.

II. La Acusación de Justino: Una Polémica de Corrupción Deliberada

En el corazón del Diálogo con Trifón no yace un mero desacuerdo académico sobre variantes textuales, sino una acusación formal y vehemente de fraude piadoso. Justino Mártir, actuando como fiscal en nombre de la verdad cristiana, acusa a los líderes religiosos judíos de manipular conscientemente las Sagradas Escrituras para ocultar las profecías que apuntaban a Jesús de Nazaret. Para comprender la fuerza de esta acusación, es necesario analizar tanto el marco retórico de la obra como la lógica teológica que la sustenta.

El Marco Retórico del Diálogo

Justino, un hombre que había peregrinado por las diversas escuelas filosóficas de su tiempo antes de encontrar en el cristianismo la “única filosofía segura y útil”, estructura su obra no como un tratado dogmático, sino como un diálogo filosófico al estilo platónico. Su interlocutor, Trifón, es presentado como un judío culto y respetuoso, posiblemente una figura literaria que amalgama características del histórico Rabí Tarfón, un prominente sabio de la época. Este formato literario permite a Justino presentar sus argumentos de una manera aparentemente abierta y racional, no como una imposición de fe, sino como la conclusión lógica de una búsqueda honesta de la verdad.

Sin embargo, bajo esta apariencia de debate cortés, el objetivo de Justino es inequívocamente apologético y supersesionista. Su propósito no es encontrar un terreno común, sino demostrar la superioridad del cristianismo y establecer que los cristianos, y no los judíos, son ahora el “verdadero pueblo de Dios” y el “nuevo Israel”. En esta estrategia, la Escritura es el campo de batalla decisivo. Si Justino puede probar a partir de las propias Escrituras judías que Jesús es el Mesías profetizado, entonces la negativa judía a aceptarlo solo puede deberse a la ceguera espiritual o, peor aún, a la mala fe.

La Acusación General de Mutilación de las Profecías

La acusación de corrupción textual se presenta explícitamente en los capítulos 71 a 73 del Diálogo. Justino afirma sin ambages que los maestros judíos han “suprimido por completo muchas Escrituras de las traducciones hechas por los setenta ancianos” (Diál. 71). El verbo griego que utiliza, περιέκοψαν (periekopsan), significa “cortar alrededor” o “mutilar”, lo que implica una acción deliberada y maliciosa, no un simple error de copia o una variante accidental.

Para Justino, el motivo de esta supuesta conspiración es claro. Los pasajes eliminados, según él, “demostraban manifiestamente que este Jesús, que fue crucificado, fue anunciado como Dios y hombre, y como quien sería crucificado y moriría” (Diál. 71). La corrupción textual es, en su visión, la continuación lógica de la hostilidad judía hacia Cristo y sus seguidores. Es una manifestación de la misma “dureza de corazón” y ceguera espiritual que, según la perspectiva cristiana, llevó a los líderes judíos a instigar la crucifixión de Jesús y a perseguir a la Iglesia primitiva. Justino argumenta que, al no poder refutar las pruebas proféticas presentadas por los cristianos, los judíos recurrieron a la única táctica que les quedaba: alterar la evidencia misma. Su incapacidad para “entender” el verdadero significado espiritual de las Escrituras los habría llevado, en última instancia, a alterarlas físicamente para que se ajustaran a su incredulidad.

El Abismo Hermenéutico

La acusación de Justino no puede entenderse plenamente sin reconocer el abismo hermenéutico que ya separaba a las dos comunidades. El conflicto no era solo sobre qué decía el texto, sino sobre cómo debía leerse el texto.

La exégesis de Justino, como la de la mayoría de los primeros Padres de la Iglesia, es fundamentalmente cristocéntrica, tipológica y alegórica. Para él, toda la Escritura hebrea es una vasta red de símbolos, figuras y profecías que apuntan a una única realidad: Jesucristo. Personajes como Josué (cuyo nombre en griego, Ἰησοῦς, es el mismo que Jesús) o Moisés con los brazos extendidos en la batalla contra Amalec, son “tipos” o prefiguraciones de Cristo y la Cruz. Objetos como el arca o el madero de la serpiente de bronce son símbolos proféticos. Este método interpretativo le permite encontrar a Cristo en prácticamente cada página del Antiguo Testamento.

Por el contrario, el judaísmo rabínico, aunque no era ajeno a la interpretación alegórica (midrash), se estaba moviendo hacia un enfoque más centrado en el contexto histórico y, sobre todo, en la aplicación práctica de la Ley (halajá). Para Trifón y sus contemporáneos, las Escrituras eran la guía para la vida del pueblo de Israel en su alianza con Dios. La idea de un mesías sufriente y crucificado era un escándalo teológico, una contradicción de las profecías sobre un rey victorioso de la casa de David. Desde su perspectiva, la lectura cristiana despojaba a las Escrituras de su significado llano (peshat) y de su relevancia para la comunidad judía, imponiéndoles un significado ajeno y forzado.

Es precisamente en la intersección de estas dos hermenéuticas irreconciliables donde nace la acusación de corrupción textual. Para Justino, la premisa de que las Escrituras testifican sobre Cristo es un axioma teológico innegociable. Cuando se encuentra con un texto hebreo, presentado por Trifón, que carece de una frase que para él es una prueba irrefutable de la crucifixión (como la famosa adición “desde el madero” en el Salmo 96), su sistema de creencias no le permite considerar la posibilidad de que su propia versión de la Escritura (la LXX) pueda contener una adición o una variante interpretativa. La única conclusión que su marco teológico le permite es que el texto hebreo debe haber sido alterado.

De este modo, la acusación de corrupción textual puede ser reinterpretada como una externalización de un conflicto hermenéutico insoluble. Incapaz de tender un puente sobre el abismo interpretativo que lo separa de Trifón, Justino traslada el conflicto al nivel del texto físico. La “corrupción” que denuncia no reside tanto en los rollos de pergamino de las sinagogas, sino en la negativa de los judíos a leer esos rollos a través de la lente cristológica que él considera la única verdadera. Este fenómeno revela un patrón recurrente en la historia de la polémica religiosa: cuando la interpretación se convierte en el campo de batalla, el texto sagrado mismo se transforma en un arma y, en última instancia, en una víctima de la contienda. La acusación de Justino no es, por tanto, el informe de un crimen textual, sino el síntoma de una ruptura interpretativa que ya era insalvable.

Conclusión

En suma, el Diálogo con Trifón no prueba una “falsificación” judía, sino que documenta cómo, en el siglo II, dos comunidades en separación (“parting of the ways”) se afianzaron en dos tradiciones textuales legítimas pero distintas: la LXX y el proto-MT. Los Rollos del Mar Muerto han mostrado que esa pluralidad ya existía en el judaísmo del Segundo Templo, de modo que muchas discrepancias son ecos de Vorlagen diferentes, no mutilaciones tardías. La adopción cristiana de la LXX —con su potencia cristológica— y la consolidación rabínica del proto-MT —como Hebraica veritas— “textualizaron” identidades y canones divergentes.