Fray Juan de Zumárraga: Entre el Humanismo Reformista y la Construcción del Mito Guadalupano

Introducción: Un Prelado en la Encrucijada de Dos Mundos

Fray Juan de Zumárraga (1468-1548), primer obispo y arzobispo de México, emerge en la historia no como una figura monolítica, sino como un hombre de profundas y reveladoras contradicciones, emblemático del turbulento paisaje intelectual y espiritual del siglo XVI. Su vida y obra encapsulan las tensiones de una era de transición: fue, simultáneamente, un producto de la austera reforma franciscana en España, un arquitecto cultural de corte humanista en el Nuevo Mundo, un inquisidor de celo implacable y un vehemente defensor de los derechos indígenas. Navegar estas aparentes paradojas es esencial para comprender no solo al hombre, sino también la compleja génesis de la sociedad novohispana.

Este ensayo argumentará que el Zumárraga histórico fue un comprometido adherente a los principios del humanismo erasmista y a una vertiente particular del catolicismo evangélico y reformista que floreció brevemente en España. Esta afinidad se demuestra de manera más contundente a través de su apropiación directa y no acreditada de la obra de Constantino Ponce de la Fuente, un teólogo de gran renombre que más tarde fue condenado póstumamente por la Inquisición. Se sostendrá, además, que esta realidad histórica se encuentra en marcada oposición al papel que se le asignó posteriormente en la narrativa de la aparición guadalupana. Dicha narrativa es un mito construido más de un siglo después de su muerte para servir a la identidad emergente de una sociedad criolla, un relato con el que el Zumárraga histórico no tuvo ninguna conexión demostrable. El análisis, por lo tanto, deconstruirá al obispo legendario para revelar al hombre más complejo e históricamente fascinante. Para lograrlo, este informe procederá en tres partes: primero, establecerá el contexto intelectual europeo que moldeó el pensamiento de Zumárraga; segundo, analizará sus acciones y escritos en la Nueva España dentro de ese marco contextual; y tercero, llevará a cabo una deconstrucción historiográfica de su póstuma e inextricable vinculación con el mito de Guadalupe.

Parte I: El Crisol Intelectual y Religioso de un Franciscano del Siglo XVI

Las acciones y el pensamiento de Fray Juan de Zumárraga en México son incomprensibles si se aíslan de las corrientes teológicas que agitaban Europa. Su episcopado no fue un acto de creación ex nihilo, sino la aplicación de un programa ideológico forjado en las reformas y debates de la España de principios del siglo XVI. Para entender al obispo de México, es imperativo primero entender el mundo intelectual que lo produjo a él y a figuras como Constantino Ponce de la Fuente.

Capítulo 1: La España de las Reformas: Erasmismo y Espiritualidad Franciscana

Antes de que las obras de Erasmo de Róterdam llegaran a la península, el terreno espiritual ya estaba siendo arado por un profundo anhelo de renovación. La manifestación más significativa de este impulso fue la reforma de las órdenes religiosas, encabezada por el Cardenal Francisco Jiménez de Cisneros. Esta reforma se centró particularmente en la Orden Franciscana, a la que pertenecía Zumárraga, y consistió en favorecer a la rama de los “observantes” en detrimento de los “conventuales”. Los observantes, como su nombre indica, abogaban por un retorno a la observancia estricta de la regla de San Francisco, enfatizando la pobreza apostólica, la disciplina espiritual y un rechazo a la mundanidad que, a su juicio, había corrompido a los conventuales. Zumárraga, formado en esta tradición como miembro de la provincia franciscana de la Concepción, llevaba consigo este ideal de austeridad y rigor moral.

Este movimiento reformista interno creó un sustrato excepcionalmente fértil para la recepción de las ideas del humanismo cristiano, cuyo máximo exponente era Erasmo. El erasmismo no llegó a España como una doctrina extraña, sino como una articulación elocuente y erudita de anhelos ya presentes. Sus principios fundamentales resonaron con fuerza en los círculos intelectuales y religiosos reformistas entre aproximadamente 1520 y 1540. Estos principios incluían:

  • La Philosophia Christi: El núcleo del pensamiento erasmista era un llamado a un cristianismo interior, una fe vivida desde el corazón y centrada en la imitación de Cristo. Se priorizaba la piedad personal y la caridad sobre las ceremonias externas y el ritualismo vacío, que se consideraban a menudo como meras supersticiones. 
  • Crítica a la Iglesia: Erasmo y sus seguidores españoles, como los hermanos Valdés, no dudaron en criticar mordazmente la corrupción del clero, la codicia del papado, y la comercialización de la fe a través de la venta de indulgencias y oficios eclesiásticos.
  • Retorno a las Fuentes: Como movimiento humanista, el erasmismo propugnaba un retorno a las fuentes puras del cristianismo: el Nuevo Testamento y los Padres de la Iglesia, buscando eludir las complejidades y, a su juicio, las distorsiones de la teología escolástica medieval.  
  • Irenismo: En una Europa desgarrada por conflictos, el erasmismo promovía un ideal de paz y fraternidad cristiana (irenismo), oponiéndose a las guerras de religión y abogando por la concordia.

El erasmismo en España no fue una simple copia del modelo holandés; fue, como señaló un estudioso, “remodelado” y fusionado con tendencias espirituales preexistentes, como el espiritualismo franciscano y el biblismo de las comunidades de conversos. Esta simbiosis explica su profunda, aunque efímera, penetración. Sin embargo, a medida que la Reforma Protestante avanzaba en Europa, la postura de la Iglesia Católica se endureció cada vez más. La Inquisición española, bajo la dirección de figuras como Fernando de Valdés, comenzó a ver con sospecha cualquier idea reformista, equiparándola con la herejía luterana. El erasmismo, que había gozado de protección bajo el emperador Carlos V, cayó en desgracia pronto. Sus seguidores fueron perseguidos, y las obras de Erasmo fueron finalmente incluidas en el Índice de libros prohibidos de 1559, marcando el fin de su influencia abierta en España. 

La atracción de Zumárraga por estas ideas reformistas no debe interpretarse como una conversión radical, sino como la evolución natural de su identidad como franciscano observante. La reforma de Cisneros ya había preparado a las órdenes mendicantes para un mensaje que enfatizaba la interioridad cristiana, el enfoque en las Escrituras y el rigor moral. El erasmismo no le ofreció a Zumárraga una fe nueva, sino un lenguaje teológico moderno, humanista y poderoso para articular los principios reformistas que ya formaban parte de su ADN espiritual. Esto explica la profundidad de su compromiso y su disposición a correr riesgos para propagar estas ideas en el Nuevo Mundo, lejos de la creciente vigilancia de la Inquisición peninsular.

Capítulo 2: Constantino Ponce de la Fuente: La Voz de una Reforma Truncada

En el corazón del vibrante y peligroso ambiente intelectual de la Sevilla del siglo XVI se encontraba una de sus figuras más brillantes y, finalmente, más trágicas: el Doctor Constantino Ponce de la Fuente (1502-1560). Formado en la humanista Universidad de Alcalá, Ponce de la Fuente se convirtió en uno de los predicadores más célebres de España, ocupando el púlpito de la Catedral de Sevilla y sirviendo incluso como capellán del emperador Carlos V y del príncipe Felipe. Su elocuencia y erudición atraían a multitudes, pero su teología, profundamente influenciada por las corrientes reformistas, también atrajo la atención de la Inquisición. Sus orígenes conversos (descendiente de judíos convertidos al cristianismo) probablemente lo hicieron un blanco aún más vulnerable. 

El corpus teológico de Ponce de la Fuente, especialmente su Suma de doctrina cristiana, revela un pensamiento que, si bien se mantenía dentro de los límites del catolicismo, empujaba sus fronteras hacia una fe más evangélica y personal. Su teología se caracterizaba por:

  • Un enfoque Evangélico y Cristocéntrico: Sus escritos se centraban en una relación personal y directa con Cristo, fundamentada en la autoridad de los Evangelios, en línea con el humanismo bíblico de la época.  
  • Énfasis en la Justificación por la Fe: Su énsafasis en un acuciante sentimiento de la justificación por la fe en Cristo, lo conectaba con las doctrinas reformadas de su época. Este énfasis en la gracia divina por encima de las obras humanas era un tema central de la Reforma, pero también circulaba en círculos católicos que buscaban una espiritualidad más agustiniana y menos pelagiana. 
  • Estilo y Sustancia Erasmistas: Su uso del diálogo en sus catecismos, un género popularizado por Erasmo, y su insistencia en una fe interior, vivida y sentida, en contraposición a la mera observancia de ritos, lo sitúan firmemente en la corriente erasmista.  

El éxito de Ponce de la Fuente fue inmenso, pero su caída fue igualmente dramática. Alrededor de 1558, en el apogeo de la represión contra los focos “luteranos” de Sevilla y Valladolid, fue arrestado por la Inquisición. Murió en las cárceles del Santo Oficio antes de que concluyera su proceso. En el auto de fe de Sevilla de diciembre de 1560, su efigie y sus huesos desenterrados fueron quemados públicamente, y sus obras, que habían sido reeditadas múltiples veces, fueron prohibidas y colocadas en el Índice. 

Es crucial entender el contexto de la acusación de “luteranismo” lanzada contra Ponce de la Fuente y el grupo de Sevilla. Este término funcionaba como un arma política y teológica de la Inquisición, una etiqueta amplia y temible utilizada para suprimir un espectro diverso de pensamiento reformista que no era necesariamente protestante en el sentido estricto. La historiografía moderna ha demostrado la dificultad de encasillar a Ponce, habiendo sido clasificado como “luterano, alumbrado, erasmista” y otras categorías. El influyente historiador Marcel Bataillon argumentó explícitamente en contra de identificar al movimiento de Sevilla con el protestantismo, vinculándolo en cambio a las “corrientes erasmistas e irénicas de Castilla”. La propia Inquisición utilizó la acusación de “luteranismo” para procesar a conocidos seguidores de Erasmo. Por lo tanto, cuando Zumárraga decidió adoptar y publicar la teología de Ponce en México, no estaba abrazando el protestantismo. Estaba importando una forma de catolicismo reformista y evangélico que el cada vez más rígido y defensivo establishment español consideraba amenazante y optó por estigmatizar con la etiqueta de “herejía luterana” para justificar su erradicación. Esta distinción es fundamental para comprender la posición de Zumárraga como un reformador dentro del redil católico, aunque en su ala más audaz y, en última instancia, peligrosa.

Parte II: El Episcopado de Zumárraga: Praxis y Pensamiento en la Nueva España

Al llegar a México en diciembre de 1528, Fray Juan de Zumárraga no dejó sus convicciones humanistas y reformistas en el puerto de Veracruz. Por el contrario, su episcopado se convirtió en el laboratorio donde aplicaría estos principios a la monumental tarea de construir una nueva Iglesia en un nuevo mundo. Sus acciones como protector, inquisidor y fundador cultural, así como sus escritos doctrinales, son el reflejo directo de la ideología forjada en el crisol de la España de las reformas.

Capítulo 3: Protector, Inquisidor y Arquitecto Cultural

La figura de Zumárraga en la Nueva España está marcada por una dualidad que ha desconcertado a muchos historiadores: fue a la vez un feroz defensor de los indígenas y un severo inquisidor con los rebeldes. Sin embargo, estos roles, aparentemente contradictorios, pueden entenderse como manifestaciones de una misma ideología subyacente.

Como Protector de los Indios, un título oficial que ostentaba, Zumárraga se enfrentó con una valentía notable a los abusos de la Primera Audiencia, el primer gobierno civil del virreinato español. Liderada por el infame Nuño de Guzmán y los oidores Juan Ortiz de Matienzo y Diego Delgadillo, la Audiencia desató un régimen rigoroso contra la población indígena. Zumárraga, aún sin haber sido consagrado obispo y con una jurisdicción mal definida, se convirtió en el principal baluarte de la defensa indígena. Recibía innumerables quejas y denunciaba públicamente a los oidores, lo que le granjeó la enemistad de los encomenderos y conquistadores. Su conflicto con las autoridades civiles llegó a tal punto que la Audiencia estableció una censura sobre toda la correspondencia que salía de la Nueva España. En un episodio célebre, Zumárraga logró burlar el bloqueo confiando una carta de denuncia al Emperador Carlos V a un marinero vasco, quien la ocultó en un trozo de cera dentro de un barril de aceite. Su visión de los indígenas, expresada en sus escritos, era fundamentalmente humanista: los consideraba seres humanos plenos, “ánimas” dotadas de razón y con total capacidad para recibir la fe y la cultura europeas, y por tanto, merecedores de justicia y protección como vasallos de la Corona. 

Sin embargo, este mismo hombre fue también el primer Inquisidor Apostólico de la región, un cargo que ejerció con mucho celo. Entre 1536 y 1543, presidió numerosos procesos contra españoles por blasfemia o judaísmo, pero su actuación más controvertida fue contra los propios indígenas. El caso más notorio fue el proceso de 1539 contra Don Carlos Ometochtzin, el cacique de Texcoco, nieto de Nezahualcóyotl. Acusado de “dogmatizador de idolatrías” y de continuar con prácticas religiosas prehispánicas, Don Carlos fue declarado hereje relapso y condenado a morir en la hoguera. La ejecución causó un gran escándalo tanto en la Nueva España como en la Península, y el propio Zumárraga fue reprendido severamente por el Consejo de Indias y el Inquisidor General de España, quienes consideraron que los indígenas, como neófitos en la fe, no debían ser juzgados con el mismo rigor que los “viejos cristianos”.

Finalmente, como Arquitecto Cultural, Zumárraga sentó las bases de la alta cultura en el virreinato. Su logro más significativo fue la introducción de la primera imprenta en el continente americano en 1539, una herramienta que consideraba indispensable para la evangelización masiva. Impulsó la fundación de instituciones educativas pioneras: el Real Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, destinado a la educación superior de los hijos de la nobleza indígena, y el Colegio de San Juan de Letrán para mestizos. Además, fundó la primera biblioteca del continente en el Convento de San Francisco y estableció hospitales como el del Amor de Dios. 

La aparente contradicción entre el “Protector” y el “Inquisidor” se disuelve cuando se analiza desde la perspectiva de un humanismo cristiano paternalista del siglo XVI. Para Zumárraga, los indígenas eran almas racionales bajo su cuidado pastoral. Su deber era protegerlos de dos formas de mal que consideraba igualmente perniciosas. Por un lado, el mal físico y económico representado por la explotación brutal de los encomenderos españoles; su lucha en este frente se basaba en un marco legal y moral de justicia real. Por otro lado, el mal espiritual representado por el “demonio” del paganismo, que amenazaba sus almas con la condenación eterna; su lucha en este frente se basaba en un marco teológico de salvación. Ambas acciones partían de la misma premisa humanista: los indígenas eran plenamente humanos y, por tanto, sujetos de justicia y de salvación. Protegerlos de un encomendero rapaz y “protegerlos” de su religión ancestral eran, en su cosmovisión, dos facetas de la misma e ineludible obligación pastoral. La contradicción es moderna; la unidad de propósito es histórica. 

Capítulo 4: La Teología del Obispo: Las Doctrinas de Zumárraga y su Fuente Heterodoxa

La llegada de la imprenta a México en 1539 no fue un mero avance tecnológico; fue la herramienta clave para el gran proyecto ideológico de Zumárraga. El obispo se convirtió en el primer editor de América, financiando personalmente (“a su costa”) la publicación de una serie de obras catequéticas diseñadas para la evangelización de la Nueva España. Entre sus obras más importantes se encuentran la Doctrina breve (1543/44), la Doctrina cristiana cierta y verdadera (1546) y la Regla cristiana breve (1547). Fiel a su formación humanista, Zumárraga insistía en que sus doctrinas no fueran simples manuales para memorizar oraciones y mandamientos. Debían incluir una “declaración”, es decir, una explicación del significado de la fe, con el objetivo de fomentar una comprensión genuina y una piedad interior, en lugar de una adhesión superficial. 

Es en este proyecto editorial donde se encuentra la prueba más contundente de sus afinidades teológicas reformistas. La Doctrina cristiana cierta y verdadera, impresa en México en 1546, no era una obra original. Como ya se sospechaba en el siglo XVI y fue confirmado por bibliófilos en el XIX, el texto es una copia casi literal de la Suma de doctrina cristiana de Constantino Ponce de la Fuente. La conexión era tan evidente que el sucesor de Zumárraga, el arzobispo Alonso de Montúfar, inició una investigación inquisitorial sobre el libro. En el siglo XIX, se descubrió un ejemplar de la doctrina de Zumárraga con anotaciones manuscritas que señalaban inequívocamente: “Constantino es éste y no Zumárraga” y “Hasta aquí tomó su señoría de Constantino Doctor”. La principal modificación que introdujo Zumárraga fue estructural: transformó el formato de diálogo de la obra de Ponce, de claro estilo erasmista, en una exposición de prosa continua, más adecuada para un manual doctrinal. 

Esta no fue una decisión trivial ni un simple caso de plagio en el sentido moderno. Fue una elección intelectual deliberada y de alto riesgo. Al momento de publicar su Doctrina, la reputación de Ponce de la Fuente ya estaba bajo sospecha en España. Al elegir propagar masivamente esta teología específica en el Nuevo Mundo, financiándola de su propio bolsillo, Zumárraga estaba haciendo una declaración de principios. Estaba plantando en América Hispana las semillas de un catolicismo reformista, centrado en la fe interior y la gracia divina, que en Europa estaba siendo aplastado por la Contrarreforma.

Parte III: La Invención del Zumárraga Guadalupano: Un Análisis Historiográfico

Si la primera mitad de la vida póstuma de Zumárraga estuvo marcada por la sospecha de herejía debido a sus escritos, la segunda lo transformó en el protagonista eclesiástico de la narrativa fundacional más importante de México. Esta sección se aleja del obispo histórico para analizar la construcción de su leyenda, argumentando que la figura de Zumárraga en el relato guadalupano es una creación literaria y política posterior, sin sustento en los registros del siglo XVI.

Capítulo 5: El Silencio del Obispo: La Ausencia de Guadalupe en las Fuentes del Siglo XVI

El argumento más formidable contra la participación histórica de Zumárraga en el acontecimiento guadalupano es el silencio absoluto y total de todas las fuentes contemporáneas. Este argumento, articulado magistralmente por el historiador del siglo XIX Joaquín García Icazbalceta en su famosa Carta acerca del origen de la imagen de Nuestra Señora de Guadalupe, se basa en varias líneas de evidencia irrefutables.  

  • Los Escritos del Propio Zumárraga: A pesar de ser un escritor prolífico y un corresponsal constante con la Corona, en la vasta obra de Zumárraga que ha sobrevivido —cartas, memoriales, pareceres, testamentos y, crucialmente, sus libros de doctrina— no existe ni una sola mención del nombre “Guadalupe”, ni la más mínima alusión a una aparición mariana, a la construcción de una ermita en el Tepeyac, o a un indígena llamado Juan Diego. Si hubiera sido testigo de un milagro de tal magnitud, un evento que validaba divinamente su misión evangelizadora, es inconcebible que no lo hubiera proclamado en sus informes al emperador o utilizado como argumento en sus exhortaciones para atraer más misioneros.  
  • La Contradicción Doctrinal: Más allá del silencio, existe una contradicción directa. En su Regla Cristiana breve, publicada en 1547, un año antes de su muerte, Zumárraga incluyó una afirmación que socava toda la lógica de la narrativa aparicionista: “Ya no quiere el Redentor del mundo que se hagan milagros, porque no son menester, pues está nuestra santa fe tan fundada por tantos millares de milagros como tenemos en el Testamento Viejo y Nuevo”. Es lógicamente insostenible que el hombre que supuestamente presenció la milagrosa estampación de una imagen celestial en 1531 declarara por escrito en 1547 que los milagros ya no eran necesarios.  
  • El Silencio de sus Contemporáneos: El silencio no se limita a Zumárraga. Ningún otro cronista, misionero o funcionario del siglo XVI menciona el suceso. Figuras clave que escribieron extensamente sobre la evangelización y la vida en la Nueva España, como Fray Toribio de Motolinía, Fray Jerónimo de Mendieta (quien escribió una biografía de Zumárraga), o el obispo de Chiapas, Fray Bartolomé de las Casas, guardan un silencio absoluto sobre el tema. 
  • La Advertencia de Sahagún: El caso de Fray Bernardino de Sahagún es particularmente revelador. Este franciscano, el más grande etnógrafo del mundo náhuatl, no solo no menciona la aparición, sino que en su Historia general de las cosas de Nueva España (escrita hacia 1576), advierte explícitamente sobre los peligros del culto que se estaba desarrollando en el Tepeyac. Señala que en ese lugar había existido un importante santuario prehispánico a una diosa madre llamada Tonantzin (“nuestra madrecita”), y que los indígenas acudían a la nueva ermita dedicada a “Nuestra Señora de Guadalupe” llamándola también Tonantzin. Sahagún veía esto como una “invención satánica” para promover la idolatría bajo un velo cristiano, una clara manifestación de sincretismo religioso que le preocupaba profundamente. 

En el caso de una figura tan central y documentada como Zumárraga, este silencio ensordecedor no es una mera ausencia de prueba. Se convierte en una prueba positiva de la no ocurrencia del evento tal como se narra en la tradición posterior. Un suceso de la magnitud del milagro guadalupano habría generado un rastro documental ineludible en los archivos de un obispo que era a la vez editor, fundador de instituciones y burócrata. Su completo fracaso en mencionarlo, sumado a su declaración explícita contra la necesidad de nuevos milagros, transforma el silencio de un vacío pasivo en una contradicción activa con la leyenda.

Capítulo 6: El Nacimiento de una Tradición: De Miguel Sánchez al Nican Mopohua

Tras la muerte de Zumárraga en 1548, el culto en la ermita del Tepeyac continuó como una devoción local, pero sin la elaborada narrativa aparicionista que conocemos hoy. Esa historia permaneció ausente del registro escrito durante más de un siglo. El momento decisivo, el verdadero nacimiento de la tradición guadalupana canónica, ocurrió en la Ciudad de México a mediados del siglo XVII.

El punto de inflexión fue la publicación en 1648 de la obra Imagen de la Virgen María, Madre de Dios de Guadalupe, milagrosamente aparecida en la ciudad de México, escrita por el sacerdote criollo Miguel Sánchez. Este libro fue el primero en presentar al público lector la historia completa de las apariciones a Juan Diego y el milagro de la tilma ante el obispo Zumárraga. La obra de Sánchez no era un simple relato piadoso; era un complejo tratado teológico diseñado para una audiencia criolla educada. Su innovación más brillante fue interpretar el acontecimiento guadalupano a través de una exégesis del capítulo 12 del Libro del Apocalipsis, que describe a la “Mujer vestida de sol, con la luna bajo sus pies”. Al hacerlo, Sánchez elevó a México de una simple colonia a una tierra profetizada, un nuevo escenario de la historia de la salvación, una Nueva Jerusalén. Este argumento proveyó a los criollos (españoles nacidos en América) de una poderosa carta de identidad teológica y patriótica, un mito fundacional que demostraba que su tierra había sido elegida y bendecida por Dios de una manera única, distinta y superior a la de la Vieja España.  

Apenas un año después, en 1649, apareció el segundo texto fundacional: el Huey Tlamahuiçoltica (“El gran acontecimiento”), publicado en náhuatl por Luis Lasso de la Vega, el capellán del santuario del Tepeyac. La sección más famosa de este libro es el Nican Mopohua (“Aquí se narra”), el relato poético de las apariciones. La tradición atribuye la autoría del Nican Mopohua no a Lasso de la Vega, sino a Don Antonio Valeriano, un noble indígena y erudito del siglo XVI, alumno del Colegio de Tlatelolco y colaborador de Sahagún. Según esta tesis, Valeriano habría puesto por escrito el testimonio oral del propio Juan Diego. Independientemente de su autoría exacta, el Nican Mopohua es una obra maestra de la literatura náhuatl colonial. Escrito en un estilo elegante y noble, utiliza formas retóricas y conceptos indígenas (“flor y canto”) para transmitir un mensaje profundamente cristiano, convirtiéndose en un ejemplo perfecto de sincretismo literario y teológico.  

La cronología de estos eventos es reveladora. Un siglo de silencio documental es roto abruptamente por la publicación casi simultánea de dos obras literarias sofisticadas. La primera, de Sánchez, es un tratado teológico para la élite criolla. La segunda, el Nican Mopohua, es una herramienta evangelizadora y de afirmación cultural de alta calidad literaria, publicada por una autoridad eclesiástica. Esta evidencia sugiere fuertemente que la narrativa guadalupana no fue una memoria popular indígena que finalmente llegó a las élites, sino una creación literaria y teológica de esas mismas élites a mediados del siglo XVII. Fue una narrativa construida “desde arriba hacia abajo” para satisfacer las necesidades de identidad de la sociedad criolla y para consolidar la fe entre la población indígena, que luego fue diseminada con tanto éxito que se convirtió en la tradición popular y nacional por excelencia.

Capítulo 7: El Debate Moderno: Historiografía, Iconografía y Canonización

El debate inaugurado por García Icazbalceta en el siglo XIX ha continuado hasta nuestros días. En el siglo XX, figuras como el historiador estadounidense Stafford Poole y, de manera más impactante, Monseñor Guillermo Schulenburg, abad de la Basílica de Guadalupe durante más de treinta años, cuestionaron públicamente la historicidad de Juan Diego, calificándolo de “símbolo, no una realidad”. Estas declaraciones, provenientes de la más alta autoridad del santuario, provocaron una crisis que obligó a la Santa Sede a intervenir.

La respuesta de la Iglesia fue impulsar el proceso de canonización de Juan Diego, que culminó en 2002. Para apuntalar la historicidad del vidente, se recurrió a fuentes posteriores al siglo XVI. El documento clave fueron las Informaciones Jurídicas de 1666, una investigación eclesiástica llevada a cabo 135 años después de los supuestos hechos para recoger testimonios orales de ancianos que afirmaban haber oído la historia de sus abuelos. Si bien son valiosas para entender la tradición en el siglo XVII, los historiadores críticos señalan que no constituyen una prueba de un evento del siglo XVI. Otros documentos, como el Códice Escalada, presentado como un hallazgo del siglo XVI que menciona a Juan Diego, también han sido objeto de serias dudas sobre su autenticidad. 

El análisis de la imagen misma en la tilma añade más capas de complejidad:

  • Iconografía: Lejos de ser una imagen única y milagrosa, la Virgen de Guadalupe pertenece a una tradición iconográfica europea bien establecida. Es una representación de la “Mujer del Apocalipsis” (Mulier amicta sole), un modelo popular en el arte flamenco-alemán de los siglos XV y XVI, que representaba a la Virgen coronada, rodeada de una mandorla de luz y de pie sobre una luna creciente. 
  • Autoría Humana: La evidencia más temprana de una autoría humana proviene del sermón de 1556 del provincial franciscano Francisco de Bustamante. En su crítica al creciente culto, Bustamante declaró que la imagen era una pintura “que pintó un indio, Marcos”. Este “Marcos” es generalmente identificado como Marcos Cipac de Aquino, un talentoso pintor indígena formado por los franciscanos, activo en la Ciudad de México a mediados del siglo XVI.  
  • Sincretismo: El genio de la imagen, ya sea obra de Marcos o de otro artista, radica en su brillante sincretismo. Fusiona la iconografía católica europea con elementos que resonaban profundamente en la cosmovisión indígena. Su piel morena, su ubicación en el Tepeyac (el antiguo santuario de la diosa madre Tonantzin), y otros símbolos codificados en su vestimenta crearon un puente entre dos mundos, permitiendo una asimilación del cristianismo que no requería un abandono total de las antiguas formas de entender lo sagrado.

Conclusión: Los Dos Legados de Juan de Zumárraga

El análisis de la vida y la posteridad de Fray Juan de Zumárraga revela la existencia de dos figuras distintas, superpuestas a lo largo de los siglos. El primer legado es el del Zumárraga histórico: un franciscano observante, complejo y enérgico, cuyo universo intelectual estaba firmemente anclado en las corrientes reformistas del humanismo europeo. Fue este compromiso ideológico el que lo llevó a defender a los indígenas, a fundar las instituciones culturales de un nuevo reino y, de manera más audaz, a importar y propagar una teología de fe interiorizada y cristocéntrica que, en su España natal, ya estaba siendo silenciada por la Inquisición. Este Zumárraga fue un hombre de su tiempo, un reformador católico que actuó con una mezcla de celo pastoral, rigor inquisitorial y visión humanista.

El segundo legado es el del Zumárraga legendario: un personaje simplificado, creado póstumamente para desempeñar un papel crucial en una épica nacional del siglo XVII. Este Zumárraga es el obispo escéptico pero finalmente devoto del relato guadalupano, un testigo pasivo de un milagro que el hombre histórico nunca mencionó y cuya necesidad teológica incluso negó.

La transformación del Zumárraga histórico en el legendario no es un mero error historiográfico; es un proceso que revela una verdad más profunda sobre la formación de la identidad mexicana. La necesidad de un milagro fundacional, de una carta divina que legitimara a la Nueva España como una nación elegida y que ofreciera un símbolo de unidad y consuelo a una población diversa y a menudo fracturada, fue tan poderosa que terminó por eclipsar y, en última instancia, borrar la realidad más compleja y conflictiva del primer obispo de México. Estudiar a Zumárraga, por lo tanto, ofrece una lente única no solo para observar al hombre en su contexto, sino para comprender el proceso mismo de construcción de la historia y el mito en el crisol del Nuevo Mundo.