Introducción
¿Podemos hallar en los antiguos Padres de la Iglesia de Hispania (siglos I-VII) una “postura libertaria” avant la lettre? Es decir, ¿defendieron de algún modo el autogobierno, limitaron el poder civil o eclesiástico, y protegieron la propiedad privada dentro de su contexto histórico? Si bien el término libertario es anacrónico para la Antigüedad, examinaremos las ideas y acciones de figuras hispanorromanas como Osio de Córdoba, Gregorio de Elvira, Prisciliano de Ávila e Isidoro de Sevilla, así como las decisiones de concilios visigodos, en busca de principios afines. Veremos cómo algunos de estos eclesiásticos se opusieron a formas de tiranía estatal o eclesial y defendieron la libertad de la Iglesia y la justicia, aspectos que podrían considerarse compatibles con una visión cristiana “libertaria”. A lo largo del ensayo se aportarán citas de fuentes primarias cuando sea posible, organizando el contenido en secciones claras para cada figura o tema relevante.
I. La Esfera Espiritual Contra la Espada: La Iglesia Hispana y la Tiranía del Estado
El enfrentamiento entre los líderes eclesiásticos hispanos y los gobernantes seculares constituye el primer y más evidente campo de pruebas para nuestra investigación. En estas confrontaciones se forjaron los cimientos de un pensamiento político que buscaba delimitar el alcance del poder estatal, sentando precedentes de incalculable valor para la tradición occidental.
A. Osio de Córdoba: Autogobierno de la Iglesia frente al Estado
La figura de Osio, obispo de Córdoba, emerge en el siglo IV como un pilar fundamental en la articulación de la relación entre la Iglesia y el Imperio. Su longevidad y prestigio, cimentados durante el reinado de Constantino el Grande, a quien asesoró y en cuyo nombre presidió el trascendental Concilio de Nicea en 325, le confirieron una autoridad moral sin parangón. Fue precisamente esta autoridad la que lo llevó a una colisión directa con el hijo de Constantino, el emperador Constancio II. A mediados del siglo, la controversia arriana seguía dividiendo al cristianismo, y Constancio, simpatizante de la causa arriana, se embarcó en una campaña para imponer la conformidad doctrinal en todo el Imperio, presionando a los obispos nicenos a aceptar fórmulas de fe semi-arrianas.
El clímax de esta confrontación se encuentra en la célebre carta que un Osio casi centenario dirige al emperador alrededor del año 355. Ante las amenazas y presiones de Constancio para que condenara a Atanasio de Alejandría y comulgara con los arrianos, Osio respondió con una misiva que se ha convertido en un texto fundacional para la doctrina de la separación de poderes entre la Iglesia y el Estado. En ella, con una audacia asombrosa, traza una línea inequívoca entre las competencias de cada esfera:
“No te entrometas en los asuntos de la Iglesia ni nos mandes sobre asuntos en que debes ser instruido por nosotros. A ti te dio Dios el imperio; a nosotros nos confió la Iglesia. Está escrito: ‘Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios’. Por tanto, ni a nosotros nos es lícito tener el imperio en la tierra, ni tú, oh rey, tienes potestad en lo sagrado…”
El análisis de este pasaje revela una profundidad que va más allá de una mera defensa de las prerrogativas institucionales de la Iglesia. Osio no está simplemente protegiendo la autonomía de su organización; está articulando un principio universal. Al recordar al emperador su condición de mortal y su futura rendición de cuentas ante el tribunal divino, lo sitúa inequívocamente bajo una ley superior a la suya. El poder del emperador, aunque concedido por Dios, no es absoluto; tiene límites jurisdiccionales claros. La esfera de la fe, la doctrina y los sacramentos (“lo sagrado”) queda fuera de su alcance. Esta es una de las refutaciones más tempranas y explícitas del cesaropapismo en la cristiandad occidental. Aunque la historia registra que Osio, sometido a un año de exilio y a una presión inmensa, pudo haber cedido temporalmente firmando una fórmula de fe ambigua, el principio que articuló en su carta permaneció intacto y sentó un precedente indeleble. Su acto de resistencia teórica, incluso si su resistencia personal flaqueó, estableció un ideal de gobierno limitado por la distinción de esferas de autoridad.
Con su valentía, Osio sentó un precedente de autogobierno eclesiástico frente a la injerencia del poder político, anticipando el principio de que la conciencia y la fe no han de someterse a los dictados del César.
B. Gregorio de Elvira: Firmeza contra la imposición imperial
Otro Padre hispano destacado, Gregorio de Elvira (también llamado Gregorio Bético, s. IV), igualmente encarnó la defensa de la libertad de la Iglesia frente a las presiones estatales. Gregorio fue un obispo conocido por su ortodoxia inflexible en tiempos convulsos tras el Concilio de Nicea. En el año 359 asistió al concilio de Rímini convocado por el emperador Constancio II, donde muchos obispos fueron forzados a aceptar una fórmula ambigua favorable al arrianismo. Gregorio, sin embargo, manifestó igual firmeza contra los arrianos, con los cuales no quiso comunicar, negándose a suscribir una fe contraria a la doctrina nicena. Su intransigencia le valió posiblemente la enemistad del poder: las fuentes señalan que Constancio había ordenado desterrar a quienes no firmaran la fórmula de Rímini, y aunque no es seguro si Gregorio sufrió tal persecución, su oposición rotunda está atestiguada. Algunos contemporáneos pensaron erróneamente que Gregorio cayó en el cisma extremista de los luciferianos (seguidores del obispo Lucifer de Cagliari, que rechazaban toda reconciliación con ex-arrianos); sin embargo, autores posteriores han refutado tal suposición. En cualquier caso, la figura de Gregorio de Elvira ejemplifica la resistencia de la iglesia hispana a cualquier imposición doctrinal dictada por el poder civil. Al igual que Osio, Gregorio defendió la autonomía de la Iglesia para custodiar la ortodoxia, incluso si eso significaba enfrentarse al emperador. Su conducta sugiere un compromiso con un principio afín al libertario: no ceder la verdad ni la libertad de conciencia ante la coerción del Estado.
C. El caso Prisciliano: tiranía secular y reacción de los Padres
El caso de Prisciliano de Ávila, a finales del mismo siglo IV, ofrece una perspectiva diferente pero igualmente reveladora sobre los límites del poder estatal. El movimiento iniciado por Prisciliano, caracterizado por un ascetismo riguroso, el estudio de textos apócrifos y una notable inclusión de mujeres en sus círculos, generó una profunda hostilidad en parte del episcopado hispano, liderado por figuras como Idacio de Mérida. Lo que comenzó como una disputa intraeclesiástica sobre prácticas y posibles desviaciones doctrinales, escaló de forma dramática cuando Idacio y sus aliados decidieron recurrir al poder secular para aplastar a sus oponentes.
El punto de inflexión se produjo cuando, tras una serie de maniobras y acusaciones, el caso fue llevado ante el usurpador Magno Máximo en Tréveris. Allí, la disputa teológica fue deliberadamente transmutada en un proceso criminal. Prisciliano y varios de sus seguidores fueron acusados de maleficium (brujería) y maniqueísmo, delitos tipificados y castigados por la ley romana. Tras ser sometidos a tortura, fueron declarados culpables y ejecutados en el año 385. Este evento marcó un hito sombrío en la historia del cristianismo: por primera vez, un poder estatal cristiano ejecutaba a otros cristianos por el crimen de herejía.
Lo crucial para este análisis no es tanto la ejecución en sí, sino la reacción que provocó. Figuras eclesiásticas de la talla de San Martín de Tours y San Ambrosio de Milán, obispo de la capital imperial, condenaron el suceso con una vehemencia inequívoca. Martín, que se encontraba en Tréveris, presionó a Máximo para que no derramara sangre y, tras las ejecuciones, se negó a mantener la comunión con los obispos acusadores, a quienes consideraba responsables de una atrocidad. Ambrosio adoptó una postura similar. Esta reacción no debe interpretarse como una defensa de la doctrina priscilianista, sino como la defensa de un principio fundamental: la espada del Estado no tiene cabida en los asuntos de la fe. La apelación al poder secular para imponer una sentencia capital en una disputa doctrinal fue vista como una extralimitación tiránica, una perversión de la justicia y una mancha para la Iglesia. La oposición de estos Padres demuestra la existencia de un principio “proto-libertario” profundamente arraigado: la conciencia y la creencia religiosa, incluso si se consideran erróneas, no deben ser objeto de la máxima coerción estatal. La esfera de la fe exige persuasión y disciplina eclesiástica, no la violencia del verdugo.
II. El Rey Bajo Dios y la Ley: La Doctrina Política de Isidoro de Sevilla
Avanzando en el tiempo, encontramos en San Isidoro de Sevilla (560-636) reflexiones sistemáticas sobre el poder, la ley y la sociedad que evidencian su preocupación por la justicia y la limitación de los abusos. Isidoro, último de los Padres latinos y faro intelectual de la Hispania visigoda, vivió en una época en que la Iglesia y la monarquía estaban estrechamente entrelazadas. Sin embargo, en sus escritos distinguió claramente entre el buen gobierno y la tiranía. En sus Etimologías y Sentencias, al definir términos políticos, explica que originalmente en griego tyrannos significaba simplemente “rey”, pero con el tiempo “tirano” pasó a designar al mal rey. Para Isidoro, los reyes injustos o “duros” merecen ese apelativo porque “se dejaban llevar de sus deseos y ejercían un dominio cruel sobre los pueblos”. Un gobernante así, que gobierna con violencia y opresión, actúa contra la legalidad divina y natural. De hecho, Isidoro llega a afirmar que el régimen de un tirano, fundado en la fuerza bruta, es ilegítimo a los ojos de Dios, diferenciándolo del verdadero rey que gobierna para el bien común. Esta concepción isidoriana recoge la antigua idea romano-cristiana de que la autoridad viene de Dios sólo cuando se ejerce justamente; si degenera en tiranía, pierde su legitimidad. Aunque Isidoro, siguiendo a San Agustín, no avala la rebelión violenta contra un mal rey, sí instala un límite ético claro al poder real: la justicia. Un rey que deja de ser justo se convierte en tirano, y su autoridad se convierte en usurpación moral.
San Isidoro también reflexionó sobre la ley y la participación del pueblo en ella, ideas que tocan el concepto de autogobierno. Define la ley (lex) como “constitutio populi”, una ordenación acordada por los seniores y el pueblo. Para él, el “pueblo” no es una masa informe, sino el conjunto de ciudadanos, incluido el Senado, que consiente en las leyes buscando el bien común. Distingue pueblo de “vulgo” precisamente por el grado de organización y conciencia colectiva. Enfatiza así que la legitimidad de las leyes proviene en parte del consentimiento racional de la comunidad, no solo de la imposición del gobernante. Además, prescribe que toda ley debe ser honesta, justa, acorde con la naturaleza, útil al bien común y ajena al interés privado de los gobernantes. Criterios tan exigentes implican una visión antidespótica: la ley no es la mera voluntad del poderoso, sino una norma superior que incluso el rey debe respetar. Si el gobernante dicta leyes inicuas, contrarias a la equidad y orientadas a su beneficio personal, tal legislación carecería de verdadera autoridad moral según el pensamiento isidoriano.
En cuanto a la propiedad privada, Isidoro adopta una posición matizada. Por un lado, reconoce que la propiedad es una institución humana añadida al ius naturale. “La propiedad privada no se opone al derecho natural, sino que se ha superpuesto por invención de la razón humana”, indica, siempre y cuando cumpla una función social. Sostiene que originalmente Dios dio la tierra a todos, pero la razón humana creó la propiedad para mejor orden. Ahora bien, para Isidoro esa institución debe usarse correctamente, conforme a la justicia y la caridad. En sus Sentencias afirma de manera contundente: “Lo justo (fas) es ley divina; lo legal (ius) es ley humana. Atravesar una posesión ajena es justo (en ley divina), mas no legal (en ley humana)”. Es decir, según la ley natural de Dios, los bienes de la tierra en cierto modo pertenecen a todos (por eso no es moralmente malo cruzar un campo ajeno), aunque la ley humana positiva establezca lo contrario para mantener el orden. Inmediatamente añade una amonestación dirigida a los ricos: “Ofenden gravemente a Dios los que emplean las riquezas […] para usos prohibidos. Pues no quieren dar limosna a los pobres y rehúsan socorrer a los oprimidos”. Isidoro exhorta a que la propiedad y la riqueza tengan un fin social, recordando el mandato bíblico: “Parte tu pan con el hambriento”. También condena enérgicamente a quienes utilizan las leyes o privilegios para despojar a los pobres de sus bienes, calificando de “enorme crimen proporcionar a los ricos los bienes de los pobres”, porque tal corrupción y falta de distribución justa impiden el bienestar del pueblo. Estas ideas entroncan con la doctrina social cristiana primitiva: la propiedad privada es legítima, pero no absolutizada; está subordinada al bien común y al deber de ayudar al necesitado. Si bien esto se aleja de la noción moderna libertaria de propiedad intocable, sí refleja una defensa de la justicia en las relaciones económicas y la oposición a la arbitrariedad del poderoso en materia de bienes. En la práctica visigoda, influenciada por Isidoro, esto se traduciría en leyes que castigaban la corrupción y buscaban proteger a los débiles de la explotación. En suma, Isidoro abogó por un orden político-legal donde el poder estuviera al servicio de la comunidad, limitado por leyes justas, y donde la riqueza se gestionara con responsabilidad moral – principios que resuenan en una visión cristiana de la libertad y la dignidad humanas.
III. Los concilios visigodos: límites al poder real y autogobierno godo
La culminación institucional de muchas de estas ideas se observa en los concilios del reino visigodo, especialmente en el IV Concilio de Toledo (año 633). Estos sínodos, que reunían a obispos y aristocracia bajo auspicio regio, funcionaron de facto como asambleas político-religiosas que legislaban sobre la Iglesia y, en ocasiones, sobre la monarquía misma. Tras la unificación religiosa de los visigodos con los hispanorromanos (Concilio III de Toledo, 589), la Iglesia hispana asumió un rol clave en legitimar y moderar el poder de los reyes. El caso paradigmático fue el IV Concilio de Toledo, convocado tras la deposición del rey Suintila (considerado tiránico) y la entronización de Sisenando. En este concilio, presidido por San Isidoro de Sevilla, se promulgó el famoso canon 75, que puede verse como una primitiva constitución política del reino. Dicho canon estableció tres principios fundamentales para el gobierno visigodo: monarquía electiva, obligación de lealtad al rey legítimamente elegido y limitación del poder del monarca.
Por primera vez se declaró formalmente que el trono no sería tomado por derecho de conquista ni por simple herencia automática, sino que “tras fallecer el príncipe en paz, los nobles junto con los obispos formarán un consejo común para designar al sucesor del reino”. Esto instauraba un sistema electivo donde la comunidad dirigente (la gens Gothorum unida a la patria hispano-romana) participaba en la decisión, evitando el absolutismo dinástico. Al mismo tiempo, el concilio condenó enérgicamente cualquier intento violento de usurpación: “cualquiera que […] haya buscado asesinar al rey, despojar al rey de su poder o haya usurpado el gobierno del reino con pretensiones tiránicas, sea anatema ante Dios y sus ángeles, y sea declarado extraño por la Iglesia”. Con esta excomunión solemne, la Iglesia blindaba la estabilidad institucional contra golpes palaciegos y magnicidios, comprometiendo a todos a la fidelidad al rey legítimo. Pero a la par, en un equilibrio sin precedentes, los obispos toledanos dispusieron que también el rey quedase sujeto a una pena similar si gobernaba de modo tiránico. El canon advierte que se impondrá igual anatema a aquellos reyes que “ejerzan sobre el pueblo comportamientos tiránicos”, afirmando una especie de paridad moral entre gobernantes y gobernados. En otras palabras, si el rey traiciona su deber y actúa con tiranía, se hace acreedor al castigo de Dios y al reproche de la Iglesia. Aunque en la práctica la deposición efectiva de un rey opresor seguía siendo complicada, esta cláusula consagró el principio de que el monarca no estaba por encima de la ley divina ni de la justicia. La limitación del poder real quedó así escrita “bajo el juicio de Dios” en el ordenamiento visigodo. No es casualidad que el V Concilio de Toledo (636) ordenase leer este canon en todos los futuros concilios, para que su memoria perdurase.
El resultado fue un temprano modelo de monarquía limitada y consensual: los reyes visigodos, ungidos en la fe católica, debían gobernar respetando a la nobleza y al clero, y viceversa. La Iglesia actuó como garante de la legalidad y la moral pública, frenando tanto la anarquía nobiliaria como las tentaciones autocráticas. Este arreglo implicaba cierto autogobierno de la comunidad política: la gens Hispana, a través de sus representantes eclesiásticos y civiles reunidos en concilio, decidía sobre la sucesión y velaba por el bien común del reino. Si bien dista de una democracia moderna, sí supone un freno colectivo al poder individual del rey, evocando ideales de gobierno mixto y rule of law. La misma noción de un contrato sagrado entre rey y pueblo (los reyes juraban proteger la Iglesia y reinar justamente, y el pueblo juraba lealtad) está presente en estos concilios. En esencia, los Padres de la Iglesia hispana del VII siglo —Isidoro a la cabeza— contribuyeron a forjar un orden político donde ninguna autoridad terrenal fuera absoluta, sino sometida a Dios, a la ley y a la recta razón. Este legado jurídico-político, recordado a veces como una proto-constitución toledana, encarna valores afines a una visión libertaria cristiana: la autoridad limitada, la participación de la comunidad en el gobierno y la condena explícita de la tiranía como pecado político.
V. El Desafío al Exceso Eclesiástico: Autonomía y Disenso en la Iglesia Hispana
El análisis de una posible postura libertaria no puede limitarse a la relación con el Estado. Debe examinar también la actitud de la Iglesia hispana hacia su propia estructura de poder, especialmente en lo que respecta a la autoridad centralizadora del Papado y a la imposición de una rigidez doctrinal que pudiera coartar la conciencia individual o el acceso a la gracia.
A. La Primacía de Roma y la Autonomía de Toledo
La doctrina de la primacía del obispo de Roma se fue consolidando progresivamente en la cristiandad occidental durante estos últimos siglos. Figuras de inmensa influencia en Hispania, como San Jerónimo o San Agustín, reconocieron en cierto modo cierta primacía en sus escritos, y sus obras circularon ampliamente en la península Hispana. La famosa frase atribuida a Agustín, “Roma locuta, causa finita” (“Roma ha hablado, el caso está cerrado”), aunque a menudo sacada de contexto, refleja una deferencia general hacia la autoridad doctrinal pero no jurídica de la Sede de Roma.
Sin embargo, la práctica en la Hispania visigoda revela una realidad de notable autonomía de facto. Los Concilios de Toledo, especialmente a partir del III Concilio en 589, no eran sínodos provinciales ordinarios, sino asambleas nacionales del reino. Eran convocados por el rey, no por el Papa, y en ellos participaban no solo los obispos, sino también los nobles del officium palatinum. Estas asambleas legislaban sobre una vasta gama de asuntos que incluían la doctrina, la disciplina eclesiástica, la liturgia y cuestiones de alta política secular, como las leyes de sucesión al trono. Aunque los concilios toledanos afirmaban con rotundidad la fe de los grandes concilios ecuménicos como Nicea y Calcedonia, lo hacían como un acto de afirmación de su propia ortodoxia, no como una ratificación de decretos papales. La confirmación papal de sus cánones no era, por lo general, ni buscada ni considerada necesaria para que tuvieran fuerza de ley dentro del reino visigodo.
Este modelo conciliar, nacional y fuertemente imbricado con el poder real, representa una forma de gobierno eclesiástico marcadamente descentralizada y autónoma. Se contrapone al modelo cada vez más centralizado y monárquico que promovía la Sede Romana. Esta autonomía puede interpretarse como una resistencia estructural a una potencial “tiranía” de una autoridad central y distante, favoreciendo un modelo en el que las decisiones que afectaban a la Iglesia hispana se tomaban en Hispania.
Conclusión
A la luz de lo expuesto, podemos afirmar que sí emergen rasgos de una postura “libertaria” (en el sentido de defensa de libertades frente a la tiranía) en los escritos y acciones de varios Padres de la Iglesia hispana entre los siglos I y VII. Por supuesto, estos obispos y pensadores no eran libertarios en el sentido moderno y secular del término, pero compartían principios convergentes: promovieron el autogobierno de la Iglesia sin intromisión del Estado (Osio de Córdoba y Gregorio de Elvira desafiando al emperador cuando fue necesario); denunciaron los abusos de poder y la coacción en materia de fe (la revuelta moral contra la ejecución de Prisciliano mostró un temprano compromiso con la libertad religiosa y la oposición a la violencia institucional); y articularon la idea de que tanto gobernantes civiles como autoridades eclesiásticas debían tener límites. En la Hispania visigoda, esas ideas se tradujeron en leyes y concilios que buscaron frenar la arbitrariedad: desde la elección de reyes toledanos con consentimiento de la élite, hasta la amenaza de anatema a reyes tiranos, pasando por la insistencia de Isidoro en que la ley sirva al bien común y no al interés privado.
En cuanto a la propiedad privada, los padres hispanos la reconocieron, pero condicionada por la justicia. No hallamos en ellos una defensa de la propiedad por sí misma al estilo liberal clásico; más bien defienden su correcto uso y protección frente a la rapiña del poderoso. Al condenar la corrupción y la explotación de los pobres, Isidoro y otros protegen implícitamente el derecho de cada uno a disponer de sus bienes sin sufrir despojos arbitrarios. A su vez, prácticas cristianas como la manumissio in ecclesia (que Osio impulsó, permitiendo emancipar esclavos en la iglesia) muestran aprecio por la libertad personal y la dignidad por encima del interés económico esclavista. Todo ello se alinea con una visión en la que la autoridad existe para servir al ser humano, no para someterlo injustamente.
En resumen, los Padres de la Iglesia hispana, dentro de las categorías de su tiempo, sí se opusieron a formas de tiranía estatal y eclesial y defendieron principios compatibles con un ideario de libertad cristiana. Su legado consiste en haber afirmado la primacía de Dios y de la verdad sobre el poder, sembrando la idea de que hay esferas (la conciencia, la fe, la moral) en las cuales ni el César ni incluso ciertos prelados pueden mandar. Esa semilla, desarrollada con los siglos, está en la base de conceptos como la libertad religiosa, la separación de potestades y el imperio de la ley sobre los gobernantes. Por ello, aunque no pueda hablarse de “libertarianismo” en la Antigüedad, sí podemos reconocer en Osio, Gregorio, Prisciliano (en su martirio), Isidoro y los concilios toledanos un claro espíritu de libertad y de resistencia a la tiranía, ejercido en nombre de la fe y la justicia. Tales principios intemporales siguen inspirando la reflexión sobre una visión cristiana de la sociedad donde la libertad y la verdad prevalezcan sobre la fuerza y la arbitrariedad.