Teología Sistemática según los Concilios de Toledo

Este compendio presenta los loci clásicos de la teología sistemática (Dios, Cristo, Espíritu Santo, hombre, pecado, salvación, Iglesia, sacramentos, escatología, etc.) basándose en los decretos doctrinales, disciplinarios y canónicos de los Concilios de Toledo (tanto visigodos como posteriores). La idea es presentar una Teología Sistemática de la Hispania conversa a la fe Nicena de los siglos V al VII.

Dios: Unidad y Trinidad del Ser Divino

Unicidad de Dios y naturaleza divina

La fe católica hispanovisigoda afirma que existe un solo Dios verdadero, eterno e inmutable, creador de todo lo visible e invisible. Este único Dios posee una única esencia o sustancia divina, con atributos perfectos como la omnipotencia, la sabiduría infinita y la bondad suprema. Frente al politeísmo pagano y a cualquier dualismo, los concilios toledanos proclamaron con claridad el monoteísmo absoluto: Dios es uno en su ser y no hay más que una sola divinidad. Su naturaleza es espiritual, simple y trascendente, distinta de la creación pero origen y sustento de ella. Este énfasis en la unidad divina servía de fundamento para la comprensión de la Trinidad, evitando interpretar la Trinidad como triteísmo (tres dioses separados) o como divisiones en la esencia divina.

El III Concilio de Toledo (589) ordenó extirpar los últimos vestigios de idolatría en el reino visigodo, proclamando la adoración exclusiva del Dios único según la fe nicena. Esta asamblea, encabezada por el rey Recaredo, representó la abjuración oficial de la herejía arriana y la plena confesión del dogma trinitario niceno por parte del pueblo godo.

Trinidad de Personas en Dios Uno

Al mismo tiempo, la Iglesia en Toledo enseñó el misterio de la Santísima Trinidad: en el único Dios existen tres Personas distintas, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Estas tres Personas divinas comparten plenamente una sola sustancia y naturaleza, de modo que no se divide la divinidad al confesarlas. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son consubstanciales, iguales en dignidad, majestad y poder. La Trinidad no significa triple dios, sino un solo Dios trino. La terminología conciliar subrayó que “un solo Dios es Trinidad”, distinguiendo entre la unidad de naturaleza y la distinción de personas. Cada Persona es Dios entero y verdadero, pero se las distingue por sus relaciones de origen: el Padre con respecto al Hijo, el Hijo con respecto al Padre, y el Espíritu Santo con respecto a ambos. Esta doctrina trinitaria se elaboró en un contexto de controversias antitrinitarias (especialmente contra el arrianismo que negaba la plena divinidad del Hijo y del Espíritu).

La precisión teológica alcanzó formulaciones muy precisas en los concilios hispanos. El XI Concilio de Toledo (675) inicia sus actas con una exposición de fe (Símbolo) donde “confesamos y creemos que la santa e inefable Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, es naturalmente un solo Dios de una sola sustancia, de una sola naturaleza, de una sola también majestad y virtud”. A la vez se distinguen las propiedades personales inmanentes: el Padre es ingenito (no engendrado por nadie) y fuente de la Deidad, el Hijo es engendrado eternamente del Padre (sin comienzo, consustancial al Padre, homoousios) y el Espíritu Santo procede simultáneamente del Padre y del Hijo, siendo el Espíritu de ambos. Así, “cada Persona singularmente es Dios plenamente, y las tres Personas un solo Dios… una sola sustancia y tres personas”, sin dividir la unidad divina. El lenguaje conciliar deja claro que la Trinidad no implica triteísmo ni confusión de personas, sino unidad de esencia y distinción relacional (el Padre respecto al Hijo, el Hijo respecto al Padre, y el Espíritu referido a ambos).

Conforme a lo anterior, los concilios toledanos condenaron explícitamente los errores trinitarios. Ya en el III de Toledo (589) se anatematizó la doctrina de Arrio que negaba la divinidad del Hijo, así como cualquier forma de subordinacionismo o modalismo, reiterando la consubstancialidad e igualdad de las tres Personas divinas. Este concilio proclamó la recepción y obediencia a los decretos de Nicea (325) y Constantinopla (381), y de “todos los demás concilios que concordaran con ellos”, asentando así la ortodoxia trinitaria en el reino. Del mismo modo, concilios posteriores rechazaron desviaciones dualistas o gnósticas: por ejemplo, el XV Concilio de Toledo (688), al defender la doctrina de San Julián, condenó expresiones ambiguas que pudieran implicar dos principios divinos o una división en la unidad de Dios. En suma, la teología toledana afirma una Trinidad “no triple” sino “Trinidad en un solo Dios”, inaccesible a categorías numéricas humanas

El Padre: fuente y origen de la Trinidad

En la Trinidad, se confiesa que Dios Padre es la fuente y principio de toda la divinidad. El Padre no es engendrado por nadie (es ingenito, no creado ni originado de otro); en cambio, Él engendra eternamente al Hijo de su propia sustancia y es, junto con el Hijo, el principio del que procede el Espíritu Santo. Los concilios expresaron que el Padre es el origen fontal dentro de la vida trinitaria: de Él nace el Hijo desde la eternidad y de Él (en comunión con el Hijo) procede el Espíritu. Aun así, el Padre no comunica una esencia distinta, sino la misma y única divinidad a las otras Personas. Al engendrar al Hijo, el Padre le da todo su ser divino: “Dios de Dios, luz de luz”. Sin embargo, el Padre no engendra algo diferente a Él mismo, sino a otro que es igual a Él en divinidad. Toda paternidad creada es un pálido reflejo de esta Paternidad divina originaria. Al proclamar al Padre como principio sin principio, los obispos hispanos reforzaban la fe nicena contra doctrinas que subordinaban al Hijo, dejando claro que el Hijo tiene su origen en el Padre pero sin comienzo temporal y sin desigualdad de naturaleza.

El Hijo de Dios: eternamente engendrado y consustancial al Padre

Jesucristo, el Hijo de Dios, es confesado como engendrado eternamente de la sustancia del Padre, sin principio en el tiempo. No es una criatura ni fue hecho de la nada, sino que nace del Padre “antes de todos los siglos”. Los concilios dejaron inequívoco que nunca hubo un “tiempo” en que el Padre existiera sin el Hijo, ni el Hijo sin el Padre, afirmando así la coeternidad. El Hijo es Dios procedente del Padre, verdadero Dios de verdadero Dios, igual al Padre en todo su ser divino. Se afirma su homoousios con el Padre, es decir, que comparte la misma sustancia divina. El término griego homoousios, adoptado en la Iglesia occidental, fue explicado cuidadosamente: hómos significa “uno” y ousía significa “sustancia”, por tanto Padre e Hijo son un solo ser en cuanto a la divinidad. Al mismo tiempo, se insiste en la relación mutua: el Hijo es de el Padre (porque recibió del Padre la generación eterna), mientras que el Padre no es de el Hijo (no es engendrado por el Hijo). Esta distinción resalta que la paternidad pertenece al Padre y la filiación al Hijo, sin invertir los papeles. A pesar de esta diferencia relacional, el Hijo es en todo igual al Padre, sin comienzo ni fin de su generación. Los Padres toledanos rechazaron enérgicamente cualquier subordinación ontológica o funcional del Hijo, corrigiendo los errores arrianos que lo consideraban inferior o creado en el tiempo. En su divinidad, Cristo es omnipotente, eterno e infinito igual que el Padre; como Hijo eterno, posee la plenitud de la Deidad por nacimiento divino, no por voluntad ajena ni por necesidad, sino por naturaleza. De este modo, se consolidó en Hispania la plena divinidad de Cristo, fundamento de la fe cristológica ortodoxa.

El Espíritu Santo: divinidad y procesión del Padre y del Hijo

El Espíritu Santo es proclamado como la tercera Persona divina, que procede del Padre y del Hijo y con ellos es un solo Dios verdadero. Los concilios toledanos enfatizaron que el Espíritu Santo no es engendrado ni creado; no es como el Hijo (que es engendrado del Padre), ni una criatura, sino que procede eternamente como Espíritu de ambos, Padre e Hijo. Este punto doctrinal – la procesión a Patre Filioque (del Padre y del Hijo) – fue distintivo de la Iglesia hispana y occidente, subrayando la comunión plena entre el Hijo y el Padre en dar origen al Espíritu. Se cuidó la formulación para no caer en errores: si se dijera que el Espíritu es ingenito (no originado), se implicarían dos Padres en la Trinidad, lo cual es falso; y si se dijera que es engendrado, se implicarían dos Hijos. Por eso, la fórmula exacta es que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo conjuntamente, como de un solo principio espirador. Enfatizando esto, los concilios buscaban rechazar cualquier idea de inferioridad del Espíritu frente al Padre o al Hijo. Aunque enviado en la economía de la salvación (por ejemplo, en Pentecostés), el Espíritu Santo es igual en divinidad, digno de la misma adoración y gloria que el Padre y el Hijo. Los obispos llamaron al Espíritu Santo la “caridad o santidad de ambos”, indicando que Él es el Amor subsistente que une al Padre y al Hijo, y que se entrega al mundo para santificar a las criaturas. Históricamente, la inclusión explícita del Filioque en la profesión de fe hispana servía para reafirmar contra los arrianos la dignidad plena del Hijo (al mostrar que también de Él procede el Espíritu) y a la vez expresar la unidad esencial de las tres Personas. El Espíritu, enviado por el Padre y el Hijo, no es menor que ellos en nada; cualquier subordinación solo se admite en cuanto a la misión temporal (por ejemplo, el Hijo encarnado dice “el Padre es mayor que Yo” respecto a su humanidad, no a su divinidad). En la obra trinitaria, el Espíritu Santo actúa inseparablemente con el Padre y el Hijo; todas las obras externas de Dios (creación, gracia, santificación) son comunes a la Trinidad, aunque a cada Persona se le atribuyen ciertos aspectos por apropiación: al Espíritu, la santificación y la inhabitación en los corazones.

Distinción personal e inseparabilidad trinitaria

La teología conciliar de Toledo destaca que, aunque confesamos un solo Dios, no debemos confundir a las Personas. El Padre no es el mismo que el Hijo, ni el Hijo el mismo que el Padre, ni el Espíritu Santo es el mismo que los otros dos. La distinción personal es real en cuanto a persona como en relación; tres sujetos divinos relacionales. Sin embargo, esta distinción no divide la unidad divina: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no están separados ni actúan jamás uno sin el otro. Son inseparables en su ser, voluntad y obrar. Nunca existe una voluntad o acción del Padre aislada del Hijo y del Espíritu, ni viceversa, pues hay una sola voluntad y poder divino. Los concilios usaron comparaciones bíblicas para ilustrar esta inseparabilidad, por ejemplo: así como el resplandor es inseparable de la luz (aludiendo a Sabiduría 7:26), el Hijo es inseparable del Padre, y así también el Espíritu del Padre y del Hijo. Todas las operaciones de Dios hacia el mundo (creación, redención, santificación) proceden de la Trinidad completa, aunque se manifiesten por el Hijo o por el Espíritu. Esta doctrina refuta cualquier forma de triteísmo (que separaría a los Tres como tres dioses con acciones independientes) y también cualquier modalismo (que negaría la verdadera distinción de Personas). En las actas conciliares se recalca que los nombres personales (Padre, Hijo, Espíritu Santo) siempre implican una referencia mutua: no se puede entender al Padre sin el Hijo, ni al Hijo sin el Padre, ni al Espíritu Santo sin referencia al Padre y al Hijo. Incluso al nombrarlos por separado, la inteligencia de fe comprende siempre la presencia de los otros, porque Dios es Trinidad. Finalmente, los Padres sinodales insistieron en que cada Persona divina posee propiedades personales permanentes: el Padre es Padre por la eternidad sin ser engendrado; el Hijo tiene una filiación eterna (nacimiento eterno del Padre); el Espíritu Santo procede eternamente sin ser engendrado. Estas propiedades distinguen a cada Persona, pero de modo alguno introducen desigualdad en la naturaleza única que comparten. Así, la Trinidad santa es inconfundible pero no separable, siendo siempre un solo Dios. Con esta sólida exposición trinitaria, los concilios de Toledo cerraron filas contra las herejías de su tiempo (principalmente el arrianismo y restos de gnosticismo priscilianista), definiendo la fe trinitaria occidental con extraordinaria precisión teológica y fidelidad a la tradición de la Iglesia.

Cristo: Persona del Hijo encarnado y redentor

Encarnación del Verbo: Dios hecho verdadero hombre

La fe toledana confiesa que de las tres divinas Personas, solo el Hijo de Dios se hizo hombre para salvar al género humano. El Verbo eterno, sin dejar de ser Dios, asumió una naturaleza humana verdadera en el seno de la Virgen María. La Encarnación se entiende como un “nuevo orden” y un “nuevo nacimiento”: el Hijo, que como Dios era invisible e inmortal, se hizo visible y sujeto a la condición humana al tomar carne. Fue concebido de manera milagrosa por obra del Espíritu Santo en María, quien y por virtud de Cristo, permaneció virgen antes, durante y después del parto. Este nacimiento virginal no tiene parangón ni explicación natural: es un misterio admirable, obra omnipotente de Dios. María aportó de su carne la materia para el cuerpo de Cristo, pero sin intervención de varón; su maternidad es única en la historia, y por eso María es llamada Virgen y Madre. A la vez, se precisó que el Espíritu Santo no debe ser entendido como “padre” de Cristo en sentido propio: aunque María concibió por el poder del Espíritu, no se puede introducir la idea de dos padres en la Trinidad. El Padre celestial es el único Padre de Jesucristo en su divinidad, y la concepción virginal se atribuye al Espíritu como causa eficiente, no como principio generador de una nueva persona divina. En suma, el Hijo único de Dios se encarnó “sin dejar de ser lo que era, pero comenzando a ser lo que no era”. Esto significa que el Verbo asumió nuestra humanidad pero no dejó de ser Dios al hacerlo; no se transformó o cambió la naturaleza divina en humana, sino que unió a sí mismo una naturaleza humana completa.

Verdadera humanidad: cuerpo y alma sin pecado

En la encarnación, el Verbo asumió todo lo que es esencial en el ser humano: un cuerpo material y un alma racional. Los concilios rechazaron cualquier noción de que el Verbo divino sustituyera al alma humana de Cristo (apolinarismo); al contrario, se proclamó que Jesús tenía alma racional humana, de modo que es hombre completo. Además, se destacó que Cristo tomó nuestra naturaleza humana “sin pecado”. Desde el primer instante de su concepción en María, fue concebido santamente, sin la mancha del pecado original, por singular gracia y por la santidad perfecta del Verbo unido a esa humanidad. A diferencia de todos los demás descendientes de Adán, Cristo no contrajo pecado original ni cometió pecado personal alguno. Nació sin pecado y vivió una vida enteramente santa. Incluso al morir, se dice que “murió sin pecado”: su muerte no fue paga de culpa propia, sino sacrificio por los pecados ajenos. Esta impecabilidad de Jesús era fundamental para entender su papel redentor: solo alguien sin pecado podría ofrecerse en expiación por los pecadores. La humanidad de Cristo, por tanto, es una humanidad verdadera (sujeta al cansancio, al dolor, a la muerte física), pero al mismo tiempo plenamente santificada e unida a la divinidad. Contra antiguos errores docetas o gnósticos, se afirmaba con fuerza la realidad de la carne de Cristo: Él sufrió verdaderamente la pasión, verdaderamente murió en la cruz con su cuerpo humano. No fue una apariencia ni un fantasma. La mención conciliar de que “padeció y murió con verdadera muerte de la carne” ratifica que el sacrificio de Cristo fue real. Su cuerpo sepultado resucitó al tercer día por su propio poder divino, mostrando las señales concretas de la continuidad (las llagas) pero glorificado. Todo esto enfatiza que el Hijo de Dios, al asumir nuestra carne, participó plenamente de nuestra condición excepto en el pecado.

Unión hipostática: dos naturalezas en una sola Persona

Los concilios de Toledo enseñaron que en Jesucristo coexisten dos naturalezas, la divina y la humana, unidas en la única Persona del Hijo de Dios. Esta unión personal, llamada unión hipostática, es indisoluble e inconfundible: divinidad y humanidad permanecen distintas pero sin separarse jamás desde el instante de la Encarnación. Así, Cristo es perfecto Dios y perfecto hombre en la unidad de una sola persona. Se subraya que, al afirmar dos naturalezas, no se deben pensar dos personas en Cristo (nestorianismo), pues ello rompería la unidad del sujeto y daría a la Trinidad una cuarta persona. La Persona que subsiste en Jesús es la misma Persona divina del Verbo, el Hijo eterno del Padre; no hay en Jesús una persona humana separada. El Verbo asumió la naturaleza humana, no una “persona humana” independiente. De este modo, todo lo humano de Cristo tiene como sujeto al Verbo divino. Esta doctrina, en continuidad con el Concilio de Calcedonia (451), fue reiterada por los padres toledanos para esclarecer la fe frente a desviaciones nestorianas (que separarían demasiado la humanidad y la divinidad en dos sujetos) y monofisitas (que mezclarían las naturalezas). Los textos conciliares explican que las dos naturalezas de Cristo están unidas “sin separación y sin confusión”. Nunca se separará la divinidad de la humanidad en Cristo (pues la unión es permanente), pero tampoco se fusionan en una naturaleza híbrida. Cada naturaleza conserva sus propiedades: la naturaleza divina de Cristo es eterna, omnipotente e impasible, mientras que su naturaleza humana es temporal, pasible y limitada. Estas propiedades distintas actúan en armonía en la única persona de Jesús. Por eso, se pudo decir de Cristo cosas aparentemente contrapuestas: por ejemplo, que es menor que el Padre y también igual al Padre, sin caer en contradicción. La explicación dada es que “en cuanto Dios, es igual al Padre; en cuanto hombre, es menor que el Padre”. La misma persona, Cristo, puede referirse a sí misma según su naturaleza divina o según su naturaleza humana. En lenguaje teológico posterior, esto se llama comunicación de idiomas: los atributos de una naturaleza se predican de la persona, que es sujeto de ambas naturalezas. Así, se afirmó que el Hijo de Dios, eterno e inmortal, pudo realmente sufrir y morir – no en su divinidad, sino en la naturaleza humana que asumió. Igualmente, la Virgen María es verdaderamente Madre de Dios en cuanto dio a luz a la Persona divina del Hijo encarnado, aunque obviamente no engendró la divinidad misma del Verbo, sino la humanidad que Él asumió. Los concilios dejan claro este punto: María no engendró la Trinidad (lo cual sería absurdo), sino que engendró a Dios Hijo hecho hombre en la unidad de su persona. La unión hipostática implica también que las obras de Cristo son de la única Persona divina: así, toda la Trinidad coopera en la encarnación, pero solo el Hijo se encarna; y en la vida terrena de Jesús, sus milagros, sus palabras, tienen eficacia divina porque el actor es el Verbo, mientras que sus sufrimientos, hambre o dolor pertenecen a su condición humana que el Verbo ha asumido. En resumen, la cristología toledana presenta un Cristo único y mismo, verdadero Dios y verdadero hombre, que subsiste como Hijo de Dios encarnado. Esta sólida comprensión de la unión de dos naturalezas en Cristo sirvió para rebatir errores y profundizar en el misterio de Cristo, dentro de la ortodoxia católica occidental.

En cuanto a las dos voluntades en Cristo (contra el monotelismo), la Iglesia hispana participó activamente en la defensa de la integridad de las naturalezas de Cristo durante la controversia monotelita del siglo VII. Un concilio nacional celebrado en Toledo hacia 650 (no numerado en la serie clásica) condenó formalmente la herejía monotelita, que afirmaba una sola voluntad en Cristo, declarando que el Hijo de Dios encarnado posee dos voluntades naturales correspondientes a sus dos naturalezas. Poco después, tras el VI Concilio Ecuménico de Constantinopla (680-681), los padres del XIV Concilio de Toledo (684) proclamaron su total adhesión a esa definición, reafirmando la doctrina de las dos voluntades de Cristo. En continuidad, el XV Concilio de Toledo (688) –presidido por San Julián– dedicó 17 cánones a precisar la verdadera voluntad divina y la verdadera voluntad humana en Cristo, confirmando que sin detrimento de la unidad de su Persona, “nuestro Señor Jesucristo, nuestro verdadero Dios, es uno de la Trinidad” con dos operaciones y quereres, divino y humano. Cualquier enseñanza que negase esta dualidad de voluntades (y por tanto la plenitud de su humanidad) fue rechazada con firmeza. La Iglesia toledana mostraba así su plena consonancia con el dogma cristológico universal, incluso corrigiendo expresiones teológicas potencialmente equívocas en obras de sus propios obispos para evitar interpretaciones contrarias (como ciertas frases del Apologeticum de Julián).

Cristo, Dios humillado y exaltado: primogénito entre los hombres

Cristo, siendo Hijo unigénito de Dios por naturaleza divina, se hizo también primogénito de la nueva creación humana por su encarnación. Los concilios expresaron que el Verbo eterno es Unigénito del Padre desde la eternidad, y al tomar carne se volvió primogénito en el orden temporal. Esto indica que Jesús, al unirse con nuestra humanidad, se convirtió en el hermano mayor de una multitud de salvados y el primero en todo: primogénito de la Virgen, primogénito de entre los muertos en la resurrección y cabeza de la nueva humanidad redimida. Sus dos nacimientos maravillosos resumen su obra: engendrado del Padre sin madre antes del tiempo, y nacido de Madre virgen sin padre humano en la plenitud del tiempo. En ambos casos, su generación es milagrosa y única. Él es a la vez hijo de María y Creador de María (según una expresión devocional: “quien como Dios engendró a María, como hombre fue engendrado por María”). Esta paradoja resalta que Cristo puede llamarse Padre e Hijo de su Madre: en cuanto Dios, es el Señor y origen de María; en cuanto hombre, es verdaderamente hijo de María. Asimismo, se enseñó que en Cristo coexisten estados de gloria y humildad: “igual al Padre según la divinidad, menor que el Padre según la humanidad”. Incluso se dijo de forma audaz que Cristo puede considerarse mayor y menor que sí mismo: mayor según su naturaleza divina respecto a su naturaleza humana, y menor según su naturaleza humana respecto a su naturaleza divina. Aunque es un mismo Cristo, se reconoce esta doble condición: forma de Dios (gloriosa, omnipotente) y forma de siervo (débil, sufriente). Esto explica que en los Evangelios Jesús a veces hable desde su gloria (por ejemplo, perdonando pecados como solo Dios puede hacer) y otras desde su humildad (diciendo “el Padre es mayor que Yo”). Todo ello sin dividir al sujeto: el mismo Cristo tiene ambas condiciones unidas. Además, se declara que solo el Hijo asumió la carne; ni el Padre ni el Espíritu Santo se encarnaron. Por eso, solo en relación al Hijo se puede hablar de esa “minoridad” debida a la humanidad. El Espíritu Santo y el Padre permanecen solamente en su naturaleza divina, mientras que el Hijo, al tener además naturaleza humana, es menor que aquellos en cuanto hombre. Con todo, en cuanto Dios, el Hijo sigue siendo coigual al Padre y al Espíritu. Así, la Iglesia hispana explicó cuidadosamente las afirmaciones bíblicas sobre Cristo, evitando malentendidos. Finalmente, la cristología conciliar enseña que Cristo es uno y el mismo pese a tener dos naturalezas: “el Hijo de Dios y el Hijo del hombre es un solo Cristo”. Todas las acciones y padecimientos de Jesús, sean divinos u humanos, pertenecen a esa única persona divina. Esta unidad personal permitió que su muerte tuviera valor infinito (por ser muerte de la Persona divina en la carne) y que su resurrección sea garantía de la nuestra. En suma, los concilios de Toledo presentaron a Cristo como Dios verdadero y hombre verdadero, el único mediador que une en sí a Dios con el hombre sin separación ni confusión, humillado hasta la cruz y exaltado en gloria eterna.

Espíritu Santo: Persona divina y su obra santificadora

Divinidad y personalidad del Espíritu Santo

La doctrina conciliar proclama al Espíritu Santo como verdadero Dios y tercera Persona de la Santísima Trinidad. No es una fuerza impersonal ni un ser intermedio, sino una Persona divina con inteligencia y propiedades personales, igual en honor y majestad al Padre y al Hijo. Se adoraba y confesaba al Espíritu Santo junto con el Padre y el Hijo como parte del único Dios trino. Los concilios insistieron en que el Espíritu Santo procede eternamente y está en la misma comunión divina, por lo que posee la misma naturaleza única de Dios. Toda adoración, gloria y atributos divinos (omnipotencia, eternidad, santidad esencial) corresponden también al Espíritu Santo. Esto contrarrestaba antiguas herejías pneumatomacas que negaban la divinidad del Espíritu. La Iglesia de Toledo, siguiendo el credo niceno, afirmó: “Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida”, reconociéndolo como Señor (dueño y Dios, no criatura) y fuente vivificante de gracia. Además de su ser divino, se enfatizó su carácter personal: el Espíritu “dice”, “enseña”, “envía” y se le puede contristar, según la Escritura, lo que revela que es alguien, no algo. En las decisiones conciliares se mostraba gran reverencia al Espíritu Santo, invocándolo en los sínodos para guiar la deliberación, lo que refleja la convicción de su presencia activa y personal en la Iglesia.

Procesión del Espíritu Santo del Padre y del Hijo (Filioque)

Un rasgo destacado de la teología hispana es la enseñanza de que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo conjuntamente (Filioque). Esto se incorporó explícitamente en las profesiones de fe de Toledo. Teológicamente, significa que el Espíritu recibe la única esencia divina del Padre y también del Hijo como principio único. El Padre comunica al Espíritu la divinidad juntamente con el Hijo, de modo que el Espíritu es espíritu de ambos. Esta doctrina se formuló para expresar la íntima comunión entre el Hijo y el Padre: si el Hijo es consustancial al Padre, también debe participar en la espiración del Espíritu. Históricamente, la inclusión del Filioque en hispania sirvió para remarcar la plena divinidad del Hijo frente al arrianismo: al afirmar que el Espíritu procede del Hijo, se subraya que el Hijo tiene la misma capacidad que el Padre de ser origen en la Deidad, algo imposible si fuera una criatura. Asimismo, se pretendía evitar una comprensión que aislara al Espíritu solo en relación al Padre; al proceder de ambos, se muestra que el amor entre Padre e Hijo es tan perfecto que es Él mismo una Persona divina. Los concilios aclararon que esta procesión doble no implica dos Espíritus ni dos principios separados: Padre e Hijo obran en unidad la única espiración. Se empleó la imagen del Espíritu Santo como “vínculo de amor” entre Padre e Hijo. Esta enseñanza anticipó el desarrollo posterior de la teología latina y, aunque más tarde sería motivo de diferencias con la teología oriental (que subrayaba la procesión desde el Padre como única fuente), en el contexto visigodo supuso un avance dogmático considerado ortodoxo y fue incluso respaldado por la sede de Roma en esa época. Lo esencial que transmiten los concilios es que el Espíritu Santo no es menos divino por proceder, y que procede igualmente de Padre y Hijo sin división, recibiendo de ambos la única esencia divina.

Misión y obra del Espíritu Santo en la economía de la salvación

Aunque el Espíritu Santo es igual en eternidad y gloria al Padre y al Hijo, en la historia de la salvación desempeña roles que le son propios. Los concilios recordaban que el Espíritu Santo fue enviado al mundo tras la ascensión de Cristo, cumpliendo la promesa del Padre. Esta misión temporal no disminuye su dignidad (pues no significa que sea inferior, sino que libremente viene a nosotros). Se profesó que el Espíritu Santo es quien inspira a los profetas, habla por las Escrituras y guía a la Iglesia a la verdad completa. La Iglesia de Toledo, en continuidad con toda la Tradición, reconocía en el Espíritu Santo al Santificador y dador de vida espiritual. Es llamado “caridad y santidad de los dos” (Padre e Hijo), indicando que Él derrama en nuestros corazones el amor de Dios y nos consagra para la vida divina. En los sacramentos, aunque no se explicita en las actas, se sobreentiende que el Espíritu es quien actúa invisiblemente en ellos: por Él renacemos en el Bautismo, Él sella a los confirmados con sus dones, obra en el pan y vino como verdadero Cuerpo y Sangre de Cristo en la Eucaristía, perdona los pecados junto con Cristo en la Penitencia, fortalece a los ministros en el Orden sagrado, une en amor a los esposos en el Matrimonio y consuela y sana en la Unción de enfermos. Toda gracia en la Iglesia es gracia del Espíritu Santo. Los Padres conciliares, al iniciar sus reuniones, invocaban al Espíritu para obtener luz y concordia, mostrando una conciencia viva de su acción concreta en la Iglesia. La frase conciliar “el Espíritu fue enviado por uno y otro (Padre e Hijo), pero también es enviado por Sí mismo” refleja la idea de que la misión del Espíritu es obra de la Trinidad entera: el Padre y el Hijo lo envían, pero el Espíritu viene voluntariamente porque comparte la misma voluntad divina. Una vez enviado, el Espíritu permanece en la Iglesia asistiendo al magisterio, suscitando la santidad en los fieles y manteniendo la unidad en la fe y la caridad. En resumen, el Espíritu Santo, verdadero Dios, actúa como alma de la Iglesia y de las almas, conduciéndolas a la verdad, renovándolas interiormente y preparándolas para la vida eterna. La tradición conciliar toledana, al guardar fidelidad a la doctrina trinitaria, dio especial honra al Espíritu Santo tanto en el desarrollo teológico como en la vivencia eclesial, asegurando que los fieles confesaran su divinidad y dependieran de su acción vivificadora.

El Hombre: Creación, naturaleza y la propiedad de la voluntad

Creación del ser humano a imagen de Dios

La antropología teológica de la época visigótica, asumida en los concilios, enseña que el ser humano fue creado por Dios a Su imagen y semejanza. Dios formó al primer hombre, Adán, del polvo de la tierra y sopló en él aliento de vida, otorgándole un alma espiritual. La imagen de Dios en el hombre implica racionalidad, consciencia moral y voluntad, reflejos de los atributos divinos en una criatura. También confiere una dignidad especial sobre toda la creación visible: el hombre (varón y mujer) es el culmen de la obra creadora y es puesto por Dios como administrador de lo creado. Los concilios toledanos, aunque no definieron expresamente dogmas antropológicos aparte de combatir herejías, se apoyaron en esta visión bíblica tradicional del hombre. El estado original del hombre en el paraíso se entendía como un estado de justicia original: Adán y Eva fueron creados en amistad con Dios, dotados de santidad y de dones de armonía (ordenados interiormente, con inclinación al bien, y exentos de sufrimiento y muerte mientras permanecieran fieles a Dios). Esta doctrina se deja entrever en la necesidad del bautismo de los niños: al subrayar que todos nacemos ya marcados por el pecado original, se presupone que hubo un estado anterior sin esa mancha.

Composición del ser humano: cuerpo y alma

Según la fe recibida de los Padres, el hombre tiene una doble composición: corporal y espiritual. Los concilios no debaten esta cuestión por ser pacíficamente aceptada: cada persona humana posee un cuerpo material y un alma racional inmortal. El alma es principio de vida y conocimiento, y sobrevive a la muerte del cuerpo, esperando la resurrección final. Esta comprensión del hombre como unidad de cuerpo-alma está en la base de otras doctrinas, como la resurrección de la carne (pues se espera que el alma vuelva a un cuerpo glorificado). En la época, se combatía cualquier idea de corte gnóstico o priscilianista que viera el cuerpo como una prisión mala: los concilios afirmaron la bondad intrínseca del cuerpo creado por Dios y su destino a la glorificación, repudiando las herejías dualistas. La moral católica proclamada también parte de esta visión unitaria: el ser humano debe glorificar a Dios en el alma y en el cuerpo, viviendo en santidad integral.

La voluntad y capacidad moral del hombre

Los concilios de Toledo operaban con la convicción de que el hombre posee una voluntad – la capacidad de elegir y obrar voluntariamente – dada por Dios. Contra cualquier determinismo fatalista y evolutivo, se sostuvo que el ser humano no es forzado ciegamente ni por la naturaleza ni por el destino a hacer el mal, sino que bajo Dios, éste escoge con su voluntad informada por su razón. Esta voluntad humana fue esencial en la caída (Adán pecó porque escogió pecar) y sigue siendo esencial en cada persona porque cada persona peca porque escoge pecar. Aun afirmando la bondad original del hombre, la teología conciliar toledana es consciente de la realidad del pecado original y de los pecados personales. Si bien los concilios de Toledo no emitieron un canon dogmático explícito sobre el pecado original (dado que la ortodoxia agustiniana ya prevalecía tras Orange 529), lo presuponen en su disciplina: por ejemplo, la insistencia en el bautismo de los niños y la reconciliación de los penitentes muestran que “todos han pecado” en Adán y necesitan la gracia de Cristo. La misma recepción entusiasta de la conversión del pueblo godo al catolicismo en 589 indica la convicción de que fuera de la Iglesia y sus sacramentos el hombre queda en sus pecados. Asimismo, concilios como el VIII de Toledo (653) obligaron a los nuevos reyes a jurar que defenderían la fe católica y extirparían la impiedad del reino, reflejando la idea de que tolerar doctrinas falsas ponía en peligro la salvación de las almas. En resumen, para los padres toledanos el género humano, dañado por el pecado, sólo encuentra salvación mediante la gracia redentora administrada por Cristo en la Iglesia; por eso inculcaron tanto la ortodoxia doctrinal como la moral pública para evitar que el hombre se aparte de su fin último.

Vocación del hombre: comunión con Dios y vida eterna

En la visión doctrinal de estos concilios, el ser humano tiene una vocación sublime: conocer, amar y servir a Dios en esta vida, para gozar de Él eternamente en la vida futura. El fin último del hombre es la comunión con Dios, entrar en la beatitud de la visión divina. Esta orientación teleológica da sentido a la libertad y a la moral: nuestras facultades fueron creadas para adherirse al sumo Bien que es Dios. Tras el pecado, esta vocación solo puede realizarse plenamente mediante la redención de Cristo y la gracia santificante, pero el llamado original permanece. Los textos conciliares sobre escatología (ver más adelante) reflejan que el hombre será juzgado según sus obras y recibirá bienaventuranza o condena. Esto supone que cada persona es responsable ante Dios de lo que hace, pues fue dotada de intelecto  y de gracia preveniente para conocer la verdad y de voluntad servirle. La comunidad eclesial instruía constantemente a los fieles en que su vida presente es una peregrinación de regreso a Dios. Los concilios, al legislar sobre disciplina y predicación, buscaban guiar a los hombres hacia su fin último, combatiendo todo lo que pudiera apartarlos (herejías, escándalos, inmoralidades). Podemos sintetizar que, para la teología conciliar toledana, el hombre es imagen de Dios caída que, por la gracia, puede ser restaurada y elevada a participar de la naturaleza divina. Su grandeza radica en ser hijo adoptivo de Dios en Cristo, llamado a vivir en justicia y santidad, y su dignidad perdura en cada persona, incluso después del pecado, lo que fundamenta también la praxis de caridad y respeto a la vida humana que la Iglesia promovía. En definitiva, el hombre es entendido como criatura racional ordenada a Dios, cuya realización plena ocurre en la unión eterna con su Creador.

Pecado: Caída original, consecuencias y necesidad de redención

El pecado original de Adán y su transmisión

Los concilios de Toledo, asumiendo la doctrina católica, enseñaban que el mal moral en el mundo tiene su raíz en el pecado original cometido por los primeros padres de la humanidad. Adán y Eva, dotados de libre albedrío, desobedecieron voluntariamente el mandamiento de Dios en el comienzo de la historia humana. Esta primera caída trajo consecuencias desastrosas: por el pecado de un solo hombre entró la muerte en el mundo y pasó a todos los hombres. La teología agustiniana, que influía en occidente, sostenía que todos los descendientes de Adán nacen privados de la gracia santificante debido a esa culpa originaria, y con una naturaleza humana dañada. Los concilios reafirmaron que todos los seres humanos heredan esta condición pecaminosa desde su concepción, a excepción de Jesucristo (concebido por obra del Espíritu Santo, sin padre humano) y por especial gracia la Virgen María, según entenderemos posteriormente en la teología (aunque en esa época explícitamente solo se afirma que Cristo nació sin pecado). La transmisión del pecado original no es por imitación, sino por propagación: en la generación humana, la naturaleza caída se comunica. Fruto de ello, cada persona nace con la carencia de la justicia original y con una inclinación al mal (llamada concupiscencia). Los concilios, en su praxis, subrayaron la urgencia del bautismo infantil para remitir el pecado original incluso en quienes no han cometido faltas personales: por ejemplo, se confiesa “un solo bautismo para perdón de los pecados” y esto abarca la culpa original. Al condenar desviaciones (como la idea de posponer el bautismo hasta la edad adulta), la Iglesia visigoda estaba afirmando implícitamente que incluso los niños necesitan ser lavados del pecado original por el sacramento de la gracia externa. Este énfasis dogmático provenía en última instancia del legado de los concilios anteriores (Cartago, Orange) contra el pelagianismo, cuyas conclusiones estaban asumidas: el hombre no nace en estado neutral o de pureza, sino ya afectado por el pecado de origen.

Naturaleza caída y consecuencias del pecado

El pecado original tuvo consecuencias ontológicas y morales en la naturaleza humana y en el mundo. Los concilios de Toledo articulan, a la luz de la Revelación, que la muerte física es la más evidente consecuencia universal: “la universalidad de la muerte es consecuencia del pecado original”. Todos los seres humanos mueren porque la cabeza de la humanidad, Adán, pecó, perdiendo el don de la inmortalidad. Además de la muerte, la condición caída implica sufrimiento, trabajo penoso, desorden en las pasiones y una inclinación al pecado (concupiscencia). La doctrina conciliar sugiere que en nuestra naturaleza humana ha quedado una corrupción permanente: “el pecado original y sus consecuencias han quedado inherentes a nuestra naturaleza”. Es decir, aun perdonado el pecado en el bautismo y conversión (quita la culpa y en cierto modo restaura la gracia), permanecen ciertas secuelas como la propensión al mal y la necesidad de luchar contra los deseos desordenados. En términos espirituales, el pecado original supuso la pérdida de la comunión con Dios: los hombres quedaron privados de la gracia santificante que elevaba su alma. Por tanto, la humanidad quedó en estado de necesidad de salvación, incapaz de por sí misma volver a la amistad divina. Los concilios enfatizaron la gravedad de esta separación: si Dios no hubiera intervenido con la redención, la raza humana entera habría permanecido en condenación a causa del pecado de origen sumado a los pecados personales. En la teología toledana no se desarrolla en detalle el concepto de “masa condenada” de la humanidad, pero se entrelee en las afirmaciones soteriológicas: solo en Cristo el hombre encuentra liberación del pecado y de la muerte. Otra consecuencia del pecado es la debilidad moral: la inteligencia humana quedó oscurecida (dificultad para conocer la verdad divina) y la voluntad inclinada al egoísmo. Por ello, los concilios enseñaron indirectamente que nadie puede cumplir la ley de Dios perfectamente sin la gracia (esto se deduce de la insistencia en la necesidad del bautismo y de la intervención divina). La experiencia penintencial en la Iglesia visigoda refleja esta realidad: había que imponer disciplinas y guiar a los fieles porque, dejados a sí mismos, caían con facilidad en vicios. No obstante, la doctrina católica consolida que estas consecuencias no anulan el bien esencial del hombre: la imagen de Dios permanece, aunque empañada; la voluntad humana subsiste, aunque distorsionada. Así, el ser humano caído sigue teniendo responsabilidad moral y con necesidad de ser restaurado por Dios. En resumen, los concilios describen un mundo caído: la creación sufre (la muerte, la corrupción) y todos pecaron en Adán, quedando la humanidad sujeta a la esclavitud del pecado y el dominio del diablo, hasta que intervino la gracia redentora de Cristo.

Pecado personal: ofensa voluntaria y ruptura con Dios

Junto al pecado original, la Iglesia toledana también distinguía los pecados personales, aquellos actos libres contra la ley de Dios que cada individuo comete. Se enseñaba que cada pecado mortal rompe la amistad con Dios, imitando en cierto modo la rebelión original de Adán. Los concilios, en sus cánones morales, condenaron diversas faltas (herejía, perjurio, injusticias, inmoralidades) como pecados graves. El pecado es comprendido no solo como trasgresión legal, sino como ofensa a Dios y daño al prójimo y a uno mismo. La gravedad del pecado mortal residía en apartar el alma de su fin último, haciéndola merecedora del castigo eterno si no hay arrepentimiento. Por eso los obispos daban tanta importancia a la penitencia: sabían que, tras el bautismo, muchos fieles volvían a caer en pecados, pero la misericordia de Dios proveía los medios que es la reconciliación sacramental. En los sínodos se reguló la disciplina penitencial para evitar abusos: por ejemplo, se halló que en algunas iglesias los hombres “hacían penitencia por sus pecados no según el canon, sino de manera fea, de modo que cuantas veces querían pecar, otras tantas podían ser reconciliados”. Contra esa práctica laxa, los concilios establecieron normas para la confesión y penitencia, asegurando que hubiera una auténtica contrición y enmienda y no una trivialización del perdón. Esto muestra la comprensión del pecado como algo serio que requiere verdadero arrepentimiento y conversión. En la mentalidad conciliar, el pecado, además de culpa ante Dios, trae pena consigo: pérdidas espirituales (la gracia, la caridad), y castigos temporales o eternos. De ahí la necesidad de la expiación por parte del pecador arrepentido (ayunos, oraciones, satisfacciones, restituciones) una vez recibida la absolución, para purificar las consecuencias temporales. Todo este marco doctrinal sobre el pecado subraya la santidad de Dios y la vocación del hombre a la santidad, así como su fragilidad y continua necesidad de la gracia.

Necesidad de la gracia y redención ante el pecado

Dada la condición caída y pecadora de la humanidad, los concilios de Toledo proclamaron enfáticamente la necesidad absoluta de la gracia de Dios para la salvación. El hombre, corrompido por el pecado original y cargado además con sus pecados personales, no puede salvarse por sus propias fuerzas ni merece el perdón por sí mismo. Hace falta la iniciativa amorosa de Dios para rescatarlo. Esa iniciativa es la redención obrada por Jesucristo (tema central tratado en el locus de Salvación más adelante), la cual aplica sus frutos mediante la gracia. La gracia santificante dada por Cristo es la que perdona el pecado, sana la naturaleza y eleva al hombre a participar de la vida divina. En la enseñanza católica visigoda, claramente influida por San Agustín, sin la gracia el hombre es incapaz de cumplir la ley de Dios plenamente o de amar a Dios sobre todas las cosas. Por tanto, todos necesitamos ser justificados gratuitamente mediante la fe y el bautismo, no por obras o méritos previos. Esto no significa que la voluntad humana queda anulada (como ya se explicó): la gracia actúa previamente y en nosotros pero requiere nuestro actuar, aunque esto último es movida y asistida por la gracia preveniente. Los concilios no entraron en sutilezas teológicas de este proceso, pero lo vivieron pastoralmente: cada conversión de un hereje o pecador era atribuida a la gracia de Dios trabajando en el corazón, y cada buena obra de los fieles era vista como fruto del Espíritu Santo en ellos. Se condenó cualquier jactancia de autosuficiencia moral. A la vez, se exhortaba a confiar en la misericordia divina: por más grave que fuera un pecado (como la apostasía o la traición, que en tiempos convulsos ocurrieron), la Iglesia ofrecía reconciliación al penitente sincero, mostrando que la gracia de Cristo es más poderosa que nuestras caídas. En definitiva, la doctrina conciliar presenta el pecado como la trágica realidad de la condición humana que solo la gracia de Cristo puede revertir. Esto prepara el terreno para comprender la economía de la salvación: donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia, pero el hombre debe acogerla a través de la fe, la conversión y los sacramentos instituidos por Cristo.

Salvación: Obra redentora de Cristo, gracia y vida nueva

Iniciativa divina y gracia en la salvación

La soteriología expuesta en los concilios de Toledo inicia afirmando que la salvación del hombre es obra de la iniciativa amorosa de Dios. Dios, en su misericordia, no dejó perecer a la humanidad en sus pecados, sino que desde la eternidad dispuso un plan de redención. El Padre envió a su Hijo único al mundo para liberar al género humano. Esta iniciativa gratuita se basa únicamente en el amor y la gracia de Dios, no en méritos humanos (pues estando caídos no podíamos merecerla). Los textos conciliares alaban la gloria de la gracia divina que nos ha salvado. Se reconoce que todo el proceso de salvación es sostenido por la gracia: la gracia previene (es decir, viene antes moviendo el corazón del hombre hacia la fe), la gracia acompaña (dando fuerzas para obrar el bien) y la gracia consuma (llevándonos a la vida eterna). La salvación no es un logro humano, sino un don inmerecido ofrecido por Dios a toda la humanidad en Cristo. Los concilios, alineados con la tradición agustiniana, también entendían que aunque Dios quiere que todos se salven, Dios elige dejar al hombre en su voluntad: por tanto la gracia puede ser resistida por la incredulidad o la impenitencia. Sin embargo, incluso la misma decisión de creer y convertirse es vista como efecto de la gracia, sin la cual nada bueno podemos hacer. Este énfasis combatía los restos de pelagianismo: quedaba claro que nadie va al cielo sino por la bondad de Dios, de manera que a Él se debe toda gloria por la salvación.

La redención obrada por Cristo: sacrificio y victoria

En el centro de la doctrina de la salvación está la persona y la obra de Jesucristo, nuestro Señor y Salvador. Los concilios toledanos confesaron que Cristo “se hizo hombre para liberarnos” y llevó a cabo la redención mediante su pasión, muerte y resurrección. En la forma humana asumida (su carne mortal), Jesús vivió sin pecado y finalmente “se hizo pecado por nosotros” (como dice el apóstol Pablo), es decir, se ofreció como sacrificio por nuestros pecados en la cruz. Su muerte fue un verdadero sacrificio expiatorio: el inocente cargó con los pecados de los culpables, satisfaciendo así la justicia divina e intercediendo por la misericordia. El concilio XI de Toledo lo expresó con solemnidad: “sin pecado es creído que murió el que solo por nosotros se hizo pecado, es decir, sacrificio por nuestros pecados”. Esto destaca que Cristo, sin tener mancha alguna, asumió las consecuencias penales del pecado (dolor, abandono y muerte) para redimirnos. Al mismo tiempo, se enseña que la divinidad de Cristo permaneció impasible: en la pasión, quien sufrió y murió fue Cristo en su carne humana, mientras su naturaleza divina sostenía el valor infinito de ese sufrimiento. De este modo, la muerte de Jesús tuvo un mérito y eficacia universal y eterna: fue suficiente para expiar todos los pecados de la humanidad. Tras la cruz, la doctrina proclama que Cristo resucitó al tercer día por su propio poder, venciendo a la muerte. La resurrección de Cristo es la prueba de la aceptación del sacrificio por el Padre y la anticipación de nuestra propia resurrección. También constituye la victoria sobre el diablo, que hasta entonces tenía a la humanidad bajo el poder de la muerte y la culpa. Con su gloriosa resurrección, Jesús inaugura una nueva vida y se convierte en fuente de vida eterna para los que creen en Él. Los concilios enseñan que por el ejemplo de nuestra Cabeza, sabemos que habrá una verdadera resurrección de nuestra carne (estableciendo un nexo entre la resurrección de Cristo y la nuestra). Luego de resucitar, Cristo ascendió a los cielos y se sentó a la derecha del Padre: esto se proclama como la exaltación de Cristo y su entronización como Rey universal y sumo sacerdote intercesor. Desde allí vendrá de nuevo para juzgar (lo cual entra en escatología). Todo este misterio pascual – pasión, muerte, resurrección y ascensión – es el núcleo de la redención. Los concilios recalcaron que en él se cumple la derrota del pecado y de la muerte: “Él, con su muerte, derribó al diablo” y abrió el cielo a los creyentes. Por tanto, la salvación se centra enteramente en Cristo: no hay otro nombre dado a los hombres por el que podamos ser salvos. La Iglesia hispana, en continuidad con toda la Iglesia, rechaza cualquier teoría que minimice la necesidad de la cruz: fue absolutamente necesaria (aunque voluntaria) para rescatarnos, y su fruto es ofrecido a todos, aunque aprovechado solo por quienes se unen a Cristo en la fe y el bautismo.

Justificación y perdón de los pecados

Por la obra de Cristo, Dios ofrece al hombre la justificación, que es el paso de la culpa a la inocencia y de la enemistad a la amistad divina. La justificación se realiza por la gracia mediante la fe y el bautismo. Los concilios afirmaron: “creemos y confesamos un solo bautismo para la remisión de todos los pecados”. En ese acto, el pecador es purificado de sus faltas (tanto el pecado original como los pecados personales cometidos hasta entonces) y se reviste de la justicia de Dios. La remisión de los pecados es, por tanto, un regalo gratuito basado en los méritos de Cristo. Tras la justificación, Dios infunde al alma la gracia santificante, perdona la culpa y reorienta al hombre hacia la vida eterna. Los concilios insistieron en que este perdón es real: “Quedaron limpios los corazones de los fieles” por la confesión de la recta fe, afirmaban triunfalmente al concluir la profesión de fe, dando a entender que abrazar la fe católica y los sacramentos purifica de la mancha del error y del pecado. Asimismo, en la práctica penitencial se reiteraba que no hay pecado tan grave que no pueda ser perdonado si hay verdadero arrepentimiento. Todo esto es obra de la misericordia divina: el hombre no puede auto-perdonarse ni justificarse por obras legales, sino que necesita la acción salvadora de Dios. En la controversia de la gracia, los hispanos seguían la posición anti-pelagiana: incluso las buenas obras posteriores son fruto de la gracia y cuentan para la vida eterna porque Dios las hace valiosas. Sin embargo, se reconocía el papel de la cooperación humana: la fe viva, manifestada en el amor y en las obras. En otras palabras, la salvación es un don, pero debemos acogerlo y perseverar en él. Los concilios promovieron esa perseverancia animando a la enmienda de la vida, a la práctica de la caridad y demás virtudes, sabiendo que al final seremos juzgados en los méritos de Cristo o fuera de ellos; “según lo que cada uno hizo en el cuerpo, bueno o malo”. Así conjugan gratuidad y responsabilidad: somos salvados por gracia, pero llamados a producir frutos dignos de conversión.

Vida nueva y santificación del creyente

La salvación no es solo negativa (quitar pecados) sino también positiva: comunicar vida nueva y santidad al creyente. Por la gracia justificante, el cristiano se convierte en templo del Espíritu Santo y miembro vivo de Cristo en la Iglesia. La teología conciliar señala que hemos sido “comprados a precio de sangre” y ahora pertenecemos a Cristo; por ello, la Iglesia entera, como comunidad de los redimidos, es santa y está destinada a reinar con Él. Se habla de la “Santa Iglesia, comprada con Su sangre, que ha de reinar con Él para siempre”. Cada fiel, incorporado en el bautismo, participa de este destino y comienza desde ahora una vida nueva caracterizada por la santidad creciente. La gracia interior transforma al pecador en hijo adoptivo de Dios: se recibe el Espíritu de adopción que nos hace clamar “Abba, Padre”. La santificación es un proceso por el cual, cooperando con la gracia mediante los sacramentos, la oración y las virtudes, el cristiano crece en la conformidad con Cristo. Los concilios no expusieron largos tratados espirituales, pero en sus cánones disciplinarios se percibe la preocupación por la santidad práctica: regular la conducta del clero y laicos, eliminar costumbres paganas, fomentar la caridad y la justicia social, etc. Todo ello encaminado a que el pueblo cristiano viviera según la dignidad nueva recibida. Se entendía que la salvación trae consigo la libertad frente al pecado: liberados de la esclavitud del diablo, los bautizados pueden y deben vivir en la libertad de los hijos de Dios, sirviendo a la justicia. El ideal es llegar a la perfección del amor, aunque consciente la Iglesia de la fragilidad humana, instituyó mecanismos (como la confesión frecuente) para sanar las caídas en el camino. En esencia, la salvación restauró en nosotros la capacidad de cumplir el fin para el que fuimos creados: conocer, amar y servir a Dios, y amar al prójimo por Él. La presencia de la gracia se manifiesta en obras de misericordia, en la unidad de los fieles en la Iglesia, en la paciencia ante la persecución (varios cánones admiraban a quienes sufrían por la fe), etc. Por último, la vida nueva en Cristo conlleva la esperanza cierta de la vida eterna: los concilios concluyen su símbolo de fe declarando la esperanza en “los gozos de la vida futura”. Así, los fieles salvados viven en tensión esperanzada, sabiendo que su salvación presente es anticipo de la plena glorificación que se manifestará al final de los tiempos. La salvación es, por tanto, un proceso que inicia con la justificación, continúa con la santificación diaria y culminará con la glorificación del cuerpo y el alma en la resurrección final.

La Iglesia: naturaleza, atributos y misión del Pueblo de Dios

Institución divina y fundación apostólica de la Iglesia

La Iglesia es presentada por la doctrina conciliar como una institución de origen divino, fundada por Jesucristo mismo durante su ministerio en la tierra. Cristo estableció su Iglesia sobre el cimiento de los Apóstoles y Profestas, para que perdurase hasta el fin de los tiempos. Los concilios de Toledo, al ser asambleas de obispos, se veían a sí mismos como continuadores de la autoridad apostólica en sus sedes. Se entendía que Cristo confió a los apóstoles y sus sucesores (los obispos/ancianos) la misión de enseñar, santificar y gobernar en su nombre. Así, la Iglesia tiene un origen sagrado: no es una simple asociación humana, sino el Pueblo convocado por Dios, cuerpo místico de Cristo animado por el Espíritu Santo. Varios cánones conciliares invocan la autoridad de “nuestra Madre la Iglesia” o “la Iglesia Católica” para fundamentar decisiones, lo que refleja la conciencia de ser parte de una institución universal querida por Dios. La fundación apostólica garantiza también la transmisión fiel de la fe: los concilios toledanos se apoyaban en la Tradición recibida de la Iglesia universal, remontándose a los Credos anteriores (Nicea-Constantinopla, Éfeso y Calcedonia III Concilio de Toledo, 589, artículo 11) y a las enseñanzas de los Padres. Es decir, se consideraban reunidos en continuidad con la Iglesia de todas las épocas y de todas partes. Históricamente, la Iglesia visigótica tras la conversión del rey Recaredo abrazó plenamente la fe católica y se integró en la comunión de la Iglesia con sede en Roma. Por eso, los concilios reafirman su unión doctrinal con la Iglesia Occidental, viendo al Papa (en aquel entonces) como garante de la ortodoxia en el Occidente en paridad con las otras sede del Oriente (Alejandría, Jerusalén, Antioquía y Constantinopla), a la vez que mantenían los Concilios de Toledo cierta autonomía local en disciplina y orden. En suma, se proclama que la Iglesia es obra de Dios, construida por Cristo sobre fundamentos sólidos, y asistida por el Espíritu Santo, lo cual le permite enseñar sin error en materia de fe en sus concilios y conservar la unidad de la tradición apostólica.

Unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad de la Iglesia

Los cuatro atributos esenciales de la Iglesia – una, santa, católica y apostólica – son claramente reconocidos en la fe toledana.

  • Unidad: La Iglesia es una sola, el único Cuerpo de Cristo. Aunque se extiende por diversas regiones, conserva una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre. Los concilios trabajaron arduamente por la unidad eclesial, suprimiendo cismas y herejías que rompían la comunión. Por ejemplo, al condenar el arrianismo y restaurar la unidad entre godos, hispanos y latinos en una misma fe, el III Concilio de Toledo fue un hito de unidad regional y eclesial. También se legisló para unificar ritos litúrgicos (unificación de la liturgia hispana) y disciplina, reforzando la conciencia de una sola Iglesia en el reino. Esta unidad tiene su fuente en la Trinidad: así como Dios es uno, la Iglesia es llamada a reflejar esa unidad en la pluralidad de sus miembros.

  • Santidad: La Iglesia es santa porque su cabeza y esposo, Cristo, es santo, y porque en ella habita el Espíritu Santificador. Los miembros de la Iglesia están llamados a la santidad. Los concilios se refieren a la Iglesia como “Santa Iglesia” y la profesan en el credo. Esta santidad no niega que haya pecadores en su seno, pero indica que los medios de santificación (Palabra, sacramentos, oraciones) son dados en la Iglesia para purificar y elevar a sus hijos. La Iglesia produce frutos de santidad en sus santos y mártires. La santidad de la Iglesia es también moral (por su doctrina y preceptos que llevan a la virtud) y sacramental (por la gracia que comunica).

  • Catolicidad: La Iglesia es católica, es decir, universal. No está limitada a una nación o raza, sino que abierta a todos los pueblos. Los concilios hispanos, aunque locales, se sabían parte de la Iglesia Católica universal. Prueba de ello es que adoptan el símbolo de fe católico universal (añadiendo reflexiones propias) y reconocen las decisiones de concilios ecuménicos previos. Católico también implica la plenitud de la verdad: la Iglesia posee íntegramente los medios de salvación y la verdadera fe. Los visigodos conversos se preciaban de haber pasado de la “herejía arriana” a la “fe católica”, es decir, la fe completa y global compartida por la totalidad de las Iglesias apostólicas. La Iglesia católica abarcaba Oriente y Occidente, y aunque en tiempos posteriores la inclusión del Filioque sería un punto de fricción con la Iglesia oriental, en el siglo VII se consideraba todavía parte de la misma Iglesia universal (de hecho, no había cisma formal con Bizancio; incluso algunos concilios de Toledo enviaban actas al Papa y mantenían correspondencia con Constantinopla en temas doctrinales). En esencia, la catolicidad remarca que la Iglesia de Cristo es para todos los hombres, en todos los lugares y tiempos.

  • Apostolicidad: La Iglesia es apostólica porque guarda la sucesión ininterrumpida de la enseñanza y del ministerio desde los apóstoles. Los obispos en los concilios se veían como sucesores de los Apóstoles, y la fe proclamada era apostólica, es decir, la misma que predicaron Pedro, Pablo, Santiago y los demás. Los concilios citaron con frecuencia la autoridad de “los Padres” o “nuestros mayores” para subrayar continuidad doctrinal. También la Eucaristía se consideraba la misma fracción del pan que desde tiempos apostólicos unía a la comunidad. La fe apostólica garantiza la legitimidad de los sacramentos administrados y de la doctrina enseñada. Cualquier secta separada de la fe y sucesión apostólica (como los arrianos) se tenía por carente de esa garantía. Por eso se insistía en reconducir a la comunión católica a todos los errados, para hacerlos partícipes de la Iglesia apostólica, la única fundada por Cristo en los apóstoles.

En síntesis, la Iglesia visigótica se confiesa en el credo como “la Santa Iglesia Católica” dotada de unidad interna por la fe y continuidad apostólica. Los concilios trabajaron para encarnar esos atributos: preservando la unidad de fe, impulsando la santidad del clero y fieles, extendiendo la fe católica a toda la sociedad hispana, y manteniendo la transmisión fiel de la doctrina apostólica.

Cuerpo de Cristo y Pueblo de Dios

La Iglesia fue entendida en su realidad espiritual profunda como el Cuerpo místico de Cristo. Cristo es la Cabeza del cuerpo que es la Iglesia, y los fieles son sus miembros, unidos por el vínculo de la caridad y la comunicación en los sacramentos. Los concilios no desarrollaron ampliamente esta imagen paulina, pero la liturgia y los escritos de obispos como San Isidoro de Sevilla sí la empleaban, por lo que estaba asumida: al perseguir a la Iglesia, se persigue a Cristo, al amar a la Iglesia, se ama a Cristo. Asimismo, se veía a la Iglesia como Esposa de Cristo, santificada y purificada por Él para presentarla gloriosa al final. Otra imagen venerable es la de la Madre Iglesia: la Iglesia es madre que engendra nuevos hijos de Dios y por su Espíritu en la fuente bautismal y los nutre con la Palabra y la eucaristía. Los concilios hablaban de la “matriz de la Iglesia” refiriéndose al bautismo. Además, la Iglesia es el nuevo Pueblo de Dios, heredero de las promesas: así como Israel fue el pueblo escogido en la Antigua Alianza, la Iglesia es el pueblo de la Nueva Alianza, en el que ya no hay distinción de judío o gentil, sino que todos son uno en Cristo. En el contexto visigodo, tras la conversión de toda la nación al catolicismo, se reforzó la idea de la unidad entre la Iglesia y la sociedad: la monarquía visigoda se declaró protectora de la Iglesia, y los concilios incluso actuaban como asambleas nacionales. Esto tiñe la eclesiología de un cariz corporal social: la Iglesia era sinónimo casi de la sociedad visigoda cristiana. Pese a ello, la Iglesia mantenía su identidad sobrenatural por encima de reinos terrenos. En su misión, se consideraba llamada a evangelizar a todos (hubo intentos de misión a pueblos vecinos) y a custodiar la ortodoxia. Así, la Iglesia es columna y baluarte de la verdad; los concilios se ven a sí mismos destruyendo “la doctrina de todos los herejes” mediante la proclamación de la fe (frase en la conclusión del símbolo toledano). Esto demuestra la misión docente de la Iglesia: preservar íntegro el depósito recibido de Cristo y combatir los errores que amenacen la fe del Pueblo de Dios. En la misión santificadora, la Iglesia administra los sacramentos y guía la vida espiritual; y en la misión de gobierno, establece normas justas para guiar a los fieles en el camino de salvación. Los concilios en particular fueron un instrumento de gobierno eclesial colegiado: en ellos, los obispos legislaban en materia litúrgica, disciplinar e incluso política bajo inspiración de principios cristianos, para el bien del pueblo. Tal fue la influencia conciliar que el IV Concilio de Toledo (633) llegó a emitir normas casi constitucionales para el reino, intentando plasmar un ideal de “monarquía católica” subordinada a la Ley de Dios. Aunque estas preocupaciones son colaterales, reflejan la concepción de la Iglesia como sociedad perfecta, dotada de autoridad moral también sobre los asuntos temporales en cuanto atañen a la salvación (por ejemplo, se reguló la conducta de los reyes, se anatematizó el regicidio y la traición, etc., dando a entender que la Iglesia velaba por el orden moral público).

Autoridad y ministerios en la Iglesia

En la Iglesia católica, según la doctrina de todos los tiempos reiterada en Toledo, Cristo mismo es la cabeza y Señor de la Iglesia, pero ha querido ejercitar su gobierno a través de ministros humanos. Los Apóstoles y sus sucesores, los obispos, poseen la plenitud del sacramento del Orden y el oficio de pastores. Los concilios toledanos fueron ante todo reuniones de obispos, lo cual manifiesta su papel esencial en la Iglesia. Ellos, en comunión colegial, tomaban decisiones doctrinales y disciplinarias vinculantes. Esto subraya la colegialidad de ancianos ya presente: aunque reconocían la primacía honorífica del Papa romano, los obispos en sus provincias se reunían autónomamente para legislar. No obstante, siempre buscaban confirmar su enseñanza con la Sede Romana cuando se trataba de cuestiones de fe, mostrando la unidad colegial de la Iglesia. Junto a los obispos, existían los presbíteros (sacerdotes) y diáconos, constituyendo el clero al servicio del pueblo cristiano. Los concilios dedicaron muchos cánones a normar la vida clerical: requisitos de ordenación, deberes, residencias, e impedimentos. Esto indica cuán importante era un clero santo y bien formado para la guía de la Iglesia. El Orden Sagrado se consideraba un oficio que confiere un carácter espiritual para obrar “en la persona de Cristo”.

Resumiendo, la Iglesia según la visión de los concilios de Toledo es la comunidad visible y espiritual fundada por Cristo, una en fe y gobierno, extendida a todos los pueblos, guiada por la fe de los apóstoles, en la cual se custodia la verdad revelada, se dispensan los sacramentos de salvación y se conduce a los fieles hacia la vida eterna. Es madre y maestra, es el Cuerpo de Cristo peregrino en la tierra, con la promesa cierta de la indefectibilidad: pese a persecuciones (que las hubo, como la invasión musulmana que siguió poco después del último concilio), la Iglesia perdura asistida por Dios. Los concilios mismo finalizaban con doxologías, entregando la Iglesia a la protección divina “por los siglos de los siglos”.

Primacía y el principio de primus inter pares en Hispania

Los concilios de Toledo reconocieron en términos generales la primacía del obispo de Roma, pero lo hicieron entendiéndola principalmente como una primacía de honor y de fe, más que como una jurisdicción absoluta sobre las iglesias hispanas. En otras palabras, al Papa se le veía como primus inter pares –“primero entre iguales”– respecto de los demás obispos. Por ejemplo, el propio rey Recaredo, en carta enviada al papa San Gregorio Magno tras la conversión de 589, se refiere a Gregorio como “varón de tanta reverencia, superior a los demás prelados”, manifestando explícitamente la alta estima y preeminencia que otorgaban al obispo de Roma. Este lenguaje indica que para los hispanos el Papa ocupaba el primer lugar en la Iglesia Occidental por su dignidad apostólica, pero seguía considerándose a los demás obispos como colegas en el ministerio, no simples subordinados. La primacía romana era entendida en un sentido cercano al que luego sostendría la tradición oriental: un primado de honor dentro de una estructura colegiada de la Iglesia.

En la práctica, los concilios hispanos raras veces mencionaban directamente al Papa en sus cánones. No dependían de Roma para su convocatoria ni para la confirmación de sus decretos, que eran sancionados por el rey. Esto no significa rechazo al ministerio papal, sino más bien que la Iglesia visigoda funcionaba de forma autocefálica en el día a día. No obstante, en momentos clave vemos muestras de deferencia y comunión con Roma.

Colegialidad episcopal frente a cualquier supremacía papal

Los Concilios de Toledo encarnan el ideal de colegialidad episcopal. Todas las decisiones importantes –desde la formulación de enseñanzas teológicas hasta la deposición de obispos– se tomaban de manera conciliar, con la participación y el voto de numerosos prelados. Esto contrasta con cualquier pretensión de supremacía papal directa en la vida de la Iglesia hispana. En la práctica, no se veía al Papa como un monarca absoluto que resolviera por sí solo los asuntos locales, sino como un miembro (preeminente) de la gran colegialidad de la Iglesia.

Varios hechos respaldan esta percepción:

  • Convocatoria y presidencia de concilios: Los concilios hispanos eran convocados por el rey visigodo y presididos efectivamente por el obispo metropolitano principal (a menudo el de Sevilla o Toledo, según el caso). No era necesaria la autorización papal para reunir al episcopado hispano. Esto muestra que la Iglesia local se sentía facultada para gobernarse por sí misma colegiadamente. De hecho, al terminar cada concilio, se solía notificar sus decisiones al resto de la Iglesia del reino e incluso al Papa, pero a posteriori, no a modo de petición de aprobación previa.

  • Legislación eclesiástica propia: Los concilios toledanos emitieron numerosos cánones disciplinarios y doctrinales adaptados a las necesidades locales (por ejemplo, sobre la liturgia hispánica, la elección de obispos, la conversión forzada de judíos, etc.) sin esperar directrices de Roma. La existencia misma del rito hispano-mozárabe –una liturgia diferente de la romana mantenida en Hispania– es reflejo de esa legítima diversidad y autonomía eclesial. Roma no intervino para uniformar estos usos en esa época.

  • Causas judiciales y deposiciones: Las disputas graves o casos de indisciplina episcopal se resolvían en concilios nacionales o provinciales. Un ejemplo tardío es la deposición del arzobispo primado Sisberto de Toledo, decidida por el XVI Concilio de Toledo en 693 debido a sus traiciones políticas. Los obispos reunidos destituyeron a Sisberto, lo excomulgaron y eligieron a un sucesor, todo ello sin acudir a Roma para ratificación. Esto contrasta con la práctica posterior medieval, en la que típicamente se hubiera involucrado al Papa en la confirmación o juicio de un arzobispo. En el siglo VII, la Iglesia hispana entendía que su concilio nacional era la máxima instancia eclesiástica en el reino, no habiendo necesidad de apelar más arriba.

  • Respuesta colectiva a directivas papales: Cuando los Papas escribieron a Hispania, los obispos respondieron colectivamente a través del concilio o por medio de delegados. Ejemplo, en 683, el papa León II urgió (mediante cartas a todos los obispos de Hispania, al rey Ervigio y al metropolitano de Toledo) a que en Hispania se aceptaran solemnemente las definiciones del VI Concilio Ecuménico de Constantinopla III (680-681) contra la herejía monotelita. La reacción nuevamente muestra equilibrio entre respeto y autonomía: el entonces arzobispo de Toledo, San Julián, contestó al Papa que acababan de clausurar el XIII Concilio de Toledo (683) y que no era viable convocar de inmediato otro concilio general porque los obispos ya se habían dispersado y el invierno dificultaba los viajes. En vez de eso –informó Julián– él personalmente suscribía la fe del concilio de Constantinopla y enviaba a Roma un escrito teológico (su Apologeticum) adhiriendo a la doctrina de las dos voluntades en Cristo definida por el Papa y el concilio oriental. Adicionalmente, el rey y Julián dispusieron organizar sínodos provinciales en cada provincia eclesiástica para que todos los obispos hispanos aceptaran la definición dogmática de forma coordinada, sin tener que reunirlos a todos de nuevo en Toledo. Poco después, en el XIV Concilio de Toledo (684), se examinó formalmente la decisión de Constantinopla III y se la aceptó plenamente, declarando que era conforme con Nicea, Constantinopla I y Calcedonia. Todo este proceso se hizo en comunión con Roma, pero según las modalidades organizativas decididas por los propios hispanos (es decir, múltiples concilios regionales en vez de uno nacional, atendiendo a las circunstancias logísticas). El Papa quedó satisfecho con la recepción hispana de la doctrina. Así, nuevamente, vemos que los obispos acataron la orientación doctrinal de la sede de Roma, pero no renunciaron a su facultad de organizar colegiadamente la Iglesia local.

En ninguno de estos episodios los concilios de Toledo niegan el ministerio del Papa; antes bien, la presupone y la honra en materia de fe. Pero a la vez, la praxis conciliar hispana reafirma que la autoridad suprema en la Iglesia hispana, bajo el Papa, era el propio colegio de obispos reunidos en sínodo. Esta es precisamente la esencia de la colegialidad: toda la Iglesia participa en custodiar la fe y gobernar. En la época visigoda, siglos antes de definiciones como el Vaticano I, la Iglesia de Hispania se inclinaba más por este equilibrio colegial, sin desarrollar aún una noción de supremacía papal entendida como poder centralizado e inmediato sobre cada Iglesia local.

Comparación con la actitud hacia las sedes orientales

La relación de la Iglesia visigoda con las grandes sedes patriarcales de Oriente (Constantinopla, Alejandría, Antioquía y Jerusalén) fue principalmente doctrinal y de respeto histórico, más que de interacción directa. Dada la lejanía geográfica y la ausencia de vínculos políticos con el Imperio de Oriente tras el siglo VI, las Iglesias de Hispania tuvieron poco contacto práctico con los patriarcados orientales. Sin embargo, sí reconocían su dignidad y legado apostólico, así como la autoridad de los concilios ecuménicos emanados de aquellas sedes en comunión con Roma.

En términos eclesiológicos, la Iglesia hispana compartía la visión católica tradicional de que había cinco grandes sedes apostólicas en la Iglesia universal –las cuatro orientales y Roma–, correspondiendo a Roma la primacía de honor en el Occidente. De hecho, en los textos eclesiales de la época se acepta la idea de que, tras Roma, la sede principal de toda África era Cartago (primado regional) como lo era Roma. Los hispanos, al igual que los orientales, concebían a Roma primacía pero entendían que cada patriarcado era soberano en su ámbito geográfico. En este sentido, la actitud de la Iglesia visigoda hacia Constantinopla o Alejandría era de respeto pero también de neutralidad práctica: ni se subordinaban a ellas (pues no correspondía canónicamente), ni las enfrentaban, sino que coexistían reconociéndolas como Iglesias hermanas.

Podemos inferir la posición hispana a través de su recepción de los concilios ecuménicos orientales. Hasta Recaredo, los visigodos arrianos habían estado al margen de esas definiciones conciliares. Pero con la conversión, el III Concilio de Toledo declaró la adhesión a los cuatro primeros concilios (todos celebrados en Oriente). Así, no hay indicios de que los concilios hispanos rechazasen la autoridad doctrinal de los patriarcas orientales; al contrario, incorporaron sus enseñanzas cuando estas eran según el símbolo apostólico. Por ejemplo, al examinar las actas del concilio de Constantinopla III, los Padres del XIV Concilio de Toledo constataron que dichas actas eran conformes a Nicea, Constantinopla I y Calcedonia, y “en todo fueron aceptadas y refrendadas”. Esto refleja una actitud de recepción positiva de las resoluciones tomadas por las sedes orientales en concilios universales.

Ahora bien, en cuanto a jurisdicción, los visigodos habrían coincidido con el sentir general occidental: ninguna de las sedes orientales tenía autoridad directa sobre Hispania. De la misma manera que Constantinopla no admitía ingerencias romanas en su territorio, la Iglesia hispana no reconocía a Constantinopla ni a ninguna otra sede oriental como instancia superior en su gobierno interno. Cada Iglesia patriarcal operaba autónomamente. Por eso, la pretensión de Constantinopla de erigirse en “Nueva Roma” con rango igual o superior al Papa (planteada en el canon 28 de Calcedonia) no tuvo relevancia práctica en Hispania; es más, probablemente los hispanos ni la conocieron detalladamente en ese entonces. Su trato con Constantinopla pasaba por Roma como sede del Occidente: por ejemplo, cuando surgió la herejía monotelita en Oriente, los hispanos esperaron la guía doctrinal del Papa (quien condenó el monotelismo) y la confirmación en un concilio ecuménico oriental, para luego ellos sumarse a ese consenso. No actuaron independientemente en materias que afectaban a toda la cristiandad, pero tampoco estuvieron presentes en la gestación de esas decisiones orientales. Esto refleja una neutralidad práctica: ni injerencia ni aislamiento, sino comunión a través del consenso ecuménico.

Podemos concluir que la actitud hispana hacia las sedes de Oriente fue de respeto. Reconocieron la autoridad universal compartida entre las sedes apostólicas y acogieron sus enseñanzas conciliares (recepción), no muestran casos de enfrentamiento o rechazo a decisiones legítimas provenientes de Oriente, pero tampoco concedieron a ningún patriarca Oriental incluso Occidental un papel de gobierno absoluto sobre la Iglesia en Hispania.

Autonomía de la Iglesia hispana

A lo largo de los concilios toledanos se manifiesta una clara auto-conciencia de la Iglesia hispana como una entidad autónoma, aunque inserta en la comunión católica. No encontramos en sus documentos ni una sumisión ciega a un poder externo, ni tampoco declaraciones de rebeldía contra Roma. Más bien, prevalece una postura de equilibrio: ni ultramontanismo ni cisma, sino colaboración con la sede romana desde la propia identidad local.

  • Recepción selectiva y adaptada: Cuando hablamos de recepción, se puede decir que Hispania recibió las definiciones de la Iglesia universal (vía Papa y concilios ecuménicos) siempre y cuando estas fueran reconocidas como ortodoxas. Por ejemplo, recibieron el símbolo niceno-constantinopolitano con la cláusula Filioque añadida en el III Concilio de Toledo (detalle que, por cierto, muestra cómo Occidente, incluyendo Hispania, actuó de forma colegial al agregar esa precisión teológica que Oriente no compartía). También recibieron la condena de las herejías trinitarias y cristológicas definidas en Oriente. No hay registro de que los concilios de Toledo hayan rechazado dogmas universales. En lo doctrinal, fueron receptivos y ortodoxos, en comunión con la Iglesia universal.

  • Rechazo o resistencia: ¿Hubo rechazo explícito a alguna autoridad universal? No en cuanto a doctrina, pero sí resistieron cualquier intento de intromisión disciplinar o política que considerasen improcedente. El ejemplo de la carta de Honorio I es iluminador: los obispos hispanos, a través de Braulio, resistieron las indicaciones papales que juzgaron injustas o mal informadas, corrigiendo al Papa respetuosamente. No fue un rechazo a la función del Papa en sí, sino a su uso en ese caso concreto. Asimismo, la decisión de no convocar un concilio general adicional en 683 pese a la petición papal muestra una resistencia práctica a cumplir al pie de la letra las demandas romanas cuando las circunstancias locales no lo permitían. En vez de obediencia pasiva, ofrecieron una alternativa que preservaba la comunión sin sacrificar la autonomía logística.

  • Neutralidad vigilante: En muchos aspectos, la posición de la Iglesia visigoda podría describirse como de neutralidad vigilante respecto a una autoridad universal. Es decir, no tomaban partido por ninguna concepción extrema del primado. Ni promovieron una teoría de supremacía papal universal irrestricta (como se definiría siglos después), ni adoptaron una postura proto-galicana o cismática de negar todo primado. Se mantuvieron en una suerte de término medio: reconocían al Papa como garante de la fe, pero al mismo tiempo actuaban como Iglesia local madura, guardando su fuero interno. Esta neutralidad también se observó respecto a las disputas de poder entre sedes: por ejemplo, en las rivalidades entre Roma y Constantinopla, la Iglesia hispana no intervino; simplemente continuó su camino asegurando la ortodoxia en su territorio.

La autonomía de las Iglesias hispanas se expresaba, finalmente, en gestos concretos: los concilios nacionales periódicos, la elección de obispos (influida por la nobleza y el rey, pero no por Roma), el mantenimiento de usos litúrgicos propios, la existencia de un Primado de Toledo honorífico (al menos desde el VII Concilio de 646, que concedió ciertos derechos primaciales al obispo de Toledo sin esperar bula papal para ello, etc. Todo esto señala que los hispanos se consideraban dueños de su disciplina interna, en comunión con las otras iglesias pero sin tutelas foráneas.

En conclusión, los Concilios de Toledo muestran una eclesiología de colegialidad y equilibrio: el obispo de Roma es visto como garante de la unidad (un primus inter pares con primacía moral y doctrinal, pero frente a cualquier pretensión de supremacía absolutista, los obispos hispanos actuaron colegiadamente, preservando la autocefalia práctica de su Iglesia. Hacia las sedes orientales mantuvieron similar actitud: aceptación de su autoridad en los concilios ecuménicos (cuando en comunión con Roma) y respeto a su honor patriarcal, pero afirmación de la autonomía de las Iglesias en Hispania en el concierto de la cristiandad. En ningún documento toledano se proclama un poder universal único por encima del concilio de obispos excepto el de Cristo mismo, considerado cabeza de la Iglesia en su totalidad. De hecho, podría decirse que en la Iglesia visigoda solo Cristo era verdaderamente la autoridad universal, mientras que el Papa era su principal servidor y “siervo de los siervos de Dios” –título, este último, que el mismo Gregorio Magno usaba y que encajaría bien con la sensibilidad hispana de la época.

Sacramentos: signos eficaces de la gracia en la Iglesia

Naturaleza e institución de los sacramentos

La teología sacramental en la época de los concilios de Toledo afirmaba que Cristo instituyó en su Iglesia diversos sacramentos (misterios sagrados) como medios eficaces para comunicar la gracia a los fieles. Un sacramento se entendía como un signo visible y santo, establecido por Dios, que confiere la gracia invisible que significa. Para la Iglesia hispana del siglo VII, aunque no se había sistematizado plenamente la lista de “siete sacramentos” como se haría siglos después, en la práctica se administraban todos ellos como lo fue: el Bautismo, la Eucaristía, la Unción crismal (Confirmación), la Penitencia, el Matrimonio bendecido, la Ordenación clerical y la Unción de enfermos. Estos sacramentos acompañaban la vida del cristiano desde el nacimiento hasta la muerte, marcando las etapas del camino espiritual. Los concilios se ocuparon de normar varios de ellos, lo que refleja su importancia doctrinal y pastoral. Se consideraba que todos los sacramentos eran medios de gracia por los méritos de Cristo (de su pasión y resurrección) y actuaban por la presencia del Espíritu Santo que obra a través de los signos sensibles (agua, óleo, imposición de manos, pan y vino, palabras de absolución, etc.). Además, se entendía la necesidad de la intención recta del ministro y la disposición de fe del que lo recibe, para no poner obstáculos entre una cosa y otra. Una característica del periodo visigótico fue la preocupación por la correcta celebración litúrgica de los sacramentos, unificando ritos para expresar la unidad de fe. El IV Concilio de Toledo (633) estableció pautas litúrgicas comunes para todo el reino, lo que incluía el modo de administrar sacramentos. La convicción era que los sacramentos son canales ordinarios de salvación: mediante ellos, Dios aplica individualmente a los creyentes los frutos de la redención obrada por Cristo.

El Bautismo: renacer a la vida en Cristo

El Bautismo es proclamado como el primer y fundamental sacramento, “la puerta de la vida espiritual”. En la fe toledana, el bautismo borra el pecado original y cualquier pecado personal, regenerando al individuo por el Espíritu como nueva criatura en Cristo. Los concilios recalcaron la existencia de un solo bautismo válido: está prohibido rebautizar, pues el carácter del bautismo es indeleble. Sin embargo, en el contexto de conversiones masivas (por ejemplo, de arrianos a católicos), se planteó la cuestión de si el bautismo administrado por herejes era válido. La praxis general de la Iglesia (desde Nicea) era reconocer los bautismos con la fórmula trinitaria; así, los visigodos arrianos que se unieron a la Iglesia en 589 no fueron rebautizados, solo hicieron un crisma de reconciliación. No obstante, se condenó cualquier bautismo realizado fuera de la fórmula trinitaria. Un tema particular donde los concilios de Toledo hicieron aportes es la modalidad del bautismo: tradicionalmente, se usaba la triple inmersión (sumergir al catecúmeno tres veces, en nombre de cada Persona divina). Pero en la Hispania visigoda surgió la preocupación de que algunos herejes arrianos interpretaban la triple inmersión en sentido erróneo (como si indicara tres sustancias separadas en la Trinidad). Por tanto, el IV Concilio de Toledo aprobó la práctica de una sola inmersión en el bautismo, “en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, para insistir en la unidad y consustancialidad de las Personas divinas. Esta costumbre particular – una sola ablución – fue respaldada incluso por el Papa San Gregorio Magno, reconociendo que, si bien la triple inmersión es antigua y legítima, la única inmersión podía usarse en Hispania para evitar malentendidos doctrinales. Lo importante era que el sacramento siguiera la institución de Cristo: agua natural y la invocación trinitaria. Los concilios también estandarizaron la administración del bautismo en la Vigilia Pascual y Pentecostés (salvo emergencia), y requirieron que se instruyera a los padrinos y se asegurara la educación cristiana de los bautizados, especialmente en el caso de niños. De hecho, desde esta época era costumbre afianzada el bautismo infantil poco después del nacimiento, precisamente por la creencia de la necesidad de liberar al niño del pecado original cuanto antes. Se consideraba que un padre que demorase sin causa el bautismo de su hijo ponía en peligro su alma, por lo que era moralmente reprobable. En resumen, el Bautismo es visto como el sacramento del perdón y del nuevo nacimiento por el Espíritu de Dios: por él nos hacemos miembros de la Iglesia, hijos de Dios, y somos revestidos de Cristo. Es el fundamento de la unidad eclesial (un solo bautismo une a todos los fieles en un solo cuerpo). Por eso los concilios guardaban con celo su recta administración y combatían desviaciones.

La Eucaristía: presencia real y sacrificio de Cristo

La Eucaristía es entendida como el sacramento central de la vida eclesial, aunque los concilios de Toledo no emitieron definiciones dogmáticas explícitas sobre la presencia real (esa reflexión vendría más tarde con mayor fuerza y detalle), la práctica litúrgica y la fe común sostenían que el pan y el vino consagrados son por el sacramento, en verdad el Cuerpo y la Sangre de Cristo. En cada Misa, se actualiza sacramentalmente el sacrificio único de Cristo ofrecido en la cruz, haciéndolo presente de forma incruenta sobre el altar. Los cristianos participan de la Eucaristía para unirse íntimamente a Cristo y entre sí. Los concilios dictaron normas sobre la Eucaristía, como la obligación del clero y los fieles de comulgar por lo menos en ciertas fiestas, la preparación conveniente (ayuno eucarístico, confesión previa en caso de pecado grave), y la reverencia debida. Por ejemplo, se prohibió tajantemente a los laicos (especialmente a conversos del judaísmo) guardar costumbres judaicas que denotaran desprecio a la Eucaristía, dejando claro que lo que recibe el cristiano no es comida común, sino sagrada. Asimismo, se integró plenamente el rito de la comunión bajo las dos especies de pan y vino para los fieles (costumbre antigua que continuó en Hispania). El misterio eucarístico fue defendido frente a cualquier desviación: si alguien negase la realidad de la presencia de Cristo en la Eucaristía o su carácter presente en la Misa, habría incurrido en herejía grave (aunque formalmente esa herejía no existió en ese tiempo). Más bien, la Eucaristía fue signo de ortodoxia: los arrianos, por tener una fe errada en Cristo, no podían celebrar la verdadera Eucaristía; al abrazar la fe católica, se entendía que ahora sus celebraciones eucarísticas eran legítimas y verdaderas. Además, la Eucaristía es fuente de unidad: comulgar del mismo pan hace la Iglesia una. San Isidoro llegó a decir: “No puede tener a Dios por padre quien no tiene a la Iglesia por madre”, vinculado a que fuera de la comunión eucarística no hay salvación. Litúrgicamente, los concilios uniformaron algunas plegarias y la fecha de la Pascua para que todos celebrasen a la vez el santo sacrificio. En síntesis, la Eucaristía es vista como banquete sagrado en el que Cristo mismo se nos da, memorial vivo de la pasión, y anticipo del banquete celestial. La devoción eucarística impregnaba la piedad visigótica: los fieles creían en el poder santificador de la comunión y en la presencia de Cristo en las especies consagradas, ante las cuales se mostraba reverencia (por ejemplo, inclinando la cabeza). Aunque no se definió con términos escolásticos, la realidad sustancial de la presencia de Cristo era asegurada por la convicción de las palabras de Cristo en la Última Cena: “esto es mi cuerpo… esta es mi sangre”. Los sacerdotes, al consagrar, actuaban in persona Christi, confiriendo a la Iglesia el Don por excelencia. Los concilios, siendo reuniones celebradas en el contexto de la liturgia, siempre concluían con la celebración eucarística, signo de la comunión recuperada o fortalecida de los participantes.

El sacramento de la Penitencia: reconciliación con Dios y la Iglesia

En la Iglesia visigoda, la Penitencia (o Confesión sacramental) estaba ya establecida como el medio por el cual los bautizados que hubieran caído en pecados graves podían ser perdonados y readmitidos a la comunión plena de la comunidad. Se la consideraba una segunda tabla de salvación después del naufragio del pecado. Los concilios dedicaron numerosos cánones a la disciplina penitencial: estableciendo tiempos de penitencia, roles del confesor (obispo o sacerdote designado), y regulación de ciertos abusos. El III Concilio de Toledo, por ejemplo, se preocupó por corregir la falsa idea de que uno podía pecar repetidamente y ser reconciliado inmediatamente sin fruto de arrepentimiento: denunció aquellos que “feamente” abusaban de la penitencia cuantas veces querían pecar. La Iglesia insistió en la sinceridad del arrepentimiento (contrición del corazón), la confesión oral de los pecados ante el ministro, y la satisfacción (obras penitenciales) como partes del sacramento. La absolución sacramental, dada en nombre de Cristo, restauraba la gracia si el penitente estaba verdaderamente arrepentido. Sin embargo, a diferencia de épocas muy primitivas donde la penitencia era pública y única, en el siglo VII ya existía la práctica de la penitencia repetible y privada ante un sacerdote, al menos para pecados no públicos. Los concilios aún manejaban algunos casos de penitencia pública (para pecados gravísimos o notables, como la apostasía, el homicidio, adulterio público, etc.), imponiendo incluso años de exclusión de la comunión eucarística a los penitentes hasta cumplir su penitencia. Por ejemplo, el canon podía ordenar: quien cometa tal pecado hará penitencia por cierto número de años antes de ser readmitido a la Eucaristía. Aun así, se preveían mitigaciones en peligro de muerte (un penitente moribundo podía recibir la reconciliación anticipada). Todo esto muestra la seriedad con que la Iglesia tomaba el proceso de reconciliación: se veía no solo como perdón divino, sino también como readmisión a la comunidad eclesial, reparando el escándalo. Los concilios excomulgaban a algunos delincuentes hasta que hicieran penitencia y entonces podían ser absueltos. Teológicamente, se entendía que solo Dios perdona los pecados, pero Jesucristo confirió a sus apóstoles el poder de atar y desatar, que ejercen los ministros. Por tanto, la confesión ante el sacerdote es necesaria para obtener la absolución en los pecados mortales. Este sacramento se consideraba de gran importancia pastoral: los obispos urgían a los fieles a no diferir la conversión y aprovechar la medicina espiritual del sacramento antes del Juicio final, cuando ya no habrá oportunidad de enmienda. En resumen, la Penitencia es el sacramento por el cual el cristiano caído es levantado, recobrando la gracia perdida, mediante el perdón de Dios que la Iglesia administra. Es recibido por la misericordia divina pero también se le exige la conversión real del corazón.

Otros sacramentos de la vida cristiana: Confirmación, Matrimonio, Orden y Unción

Además de los sacramentos ya descritos, la Iglesia de los concilios de Toledo practicaba y enseñaba sobre otros ritos sagrados hoy reconocidos formalmente como sacramentos:

  • Confirmación: Tras el bautismo, era costumbre que el obispo ungiera con el santo crisma y orara por la venida del Espíritu Santo sobre el recién bautizado, especialmente en la Vigilia de Pascua. Esta unción confirmatoria confería la plenitud del Espíritu con sus siete dones, fortaleciendo al cristiano en la fe. Aunque en la liturgia hispana de entonces la confirmación solía ser unida al bautismo de adultos o diferida hasta que el obispo estuviera presente para niños, se tenía por tradición apostólica (basada en los Hechos de los Apóstoles cuando Pedro y Juan imponían manos para comunicar el Espíritu). Los concilios no legislaron específicamente sobre la confirmación, lo que indica que no era polémica: simplemente se hacía. Se consideraba importante porque completa la iniciación cristiana, dando al bautizado fortaleza para testimoniar y defender la fe (por eso llamada también “sacramento de la madurez cristiana”).

  • Matrimonio: El Matrimonio entre bautizados era tenido en alta estima como institución divina, figura de la unión de Cristo y la Iglesia. Los concilios toledanos dictaron varios cánones sobre el matrimonio cristiano: prohibieron matrimonios dentro de ciertos grados de consanguinidad (para evitar incesto), insistieron en la indisolubilidad del vínculo (condenando el divorcio y ulteriores uniones ilícitas, salvo causa de adulterio probada donde permitían separación pero no nuevas nupcias), y también se ocuparon de la situación de los conversos. Todo esto muestra la comprensión del matrimonio como un vínculo sagrado y monogámico. Se consideraba que el consentimiento libre de los esposos, bendecido por la Iglesia, establecía un lazo inviolable. Si bien no se usaba aún el lenguaje explícito de “sacramento” para el matrimonio en todos los documentos, se hablaba de la “unión en el Señor” y se impartía una bendición nupcial en la ceremonia litúrgica, reconociendo que el matrimonio concede gracias para vivir la vida conyugal cristianamente (fidelidad, fecundidad, crianza de hijos en la fe). Los concilios también protegieron la dignidad del matrimonio frente a influencias externas: por ejemplo, condenaron la práctica judía de tomar varias esposas o repudiar fácilmente a la mujer. Los cónyuges cristianos debían ser ejemplo de amor mutuo y unidad familiar, célula de la Iglesia doméstica.

  • Orden Sagrado: Como mencionado en la parte eclesiológica, la Ordenación de diáconos, presbíteros y obispos se tenía como un acto sacramental que confiere gracia especial y carácter indeleble. Los concilios estipularon requisitos: los candidatos debían ser probados en virtud, conocimiento de las Escrituras, y normalmente practicar la continencia (celibato) si accedían a órdenes mayores. Se estableció por ejemplo que ningún hombre que hubiera contraído matrimonio ilícito o incurriera en ciertos pecados podría ser ordenado sin dispensas. Al mismo tiempo, se declararon nulas las ordenaciones simoníacas (obtenidas por dinero) o hechas por obispos cismáticos. El poder conferido por la ordenación se reverenciaba: un sacerdote legítimamente ordenado tenía poder de consagrar la Eucaristía y ejercer la Penitencia; un obispo tenía la plenitud del sacerdocio con facultad de ordenar a otros y confirmar. Los concilios actuaban también como tribunales para juzgar obispos acusados de mal proceder, subrayando que, aunque sagrado, el ministerio ordenado conllevaba mayor responsabilidad moral. También se reafirmó que el buen orden es necesario para la Iglesia: sin sacerdocio no hay Eucaristía ni sacramentos, así que se protegió la fe apostólica mediante elecciones y consagraciones legítimas (evitando interferencias indebidas de laicos o poder civil en la elección de obispos, aunque en la práctica el rey tenía influencia). En conclusión, el Orden es el sacramento que perpetúa el ministerio de Cristo Pastor en la Iglesia; su validez era crucial para la unidad y la santidad de los sacramentos administrados.

  • Unción de los enfermos: Conocida entonces como unción con óleo santo o sacramento de la extrema unción, esta práctica también existía basándose en la Epístola de Santiago: “¿Está enfermo alguno? Llame a los presbíteros, que oren sobre él, ungiéndolo con óleo en el nombre del Señor…”. Los concilios no hacen mención explícita a este rito, señal de que no hubo controversia, pero es lógico que la Iglesia hispana la practicaba. El óleo bendecido por el obispo se usaba tanto para unción de catecúmenos y confirmandos, como para unción de enfermos graves. Se creía que esta unción confería al enfermo consuelo y refuerzo espiritual, y si Dios quería, también curación corporal. De hecho, Isidoro de Sevilla en sus escritos habla del oleum infirmorum. En un canon se menciona que los judíos conversos debían usar sin temor la medicina de la Iglesia en la enfermedad, posiblemente aludiendo a los sacramentos como la unción, en lugar de supersticiones. Por tanto, la Unción de los enfermos era tenida como un sacramento de alivio y fortaleza final para el cristiano en peligro de muerte, uniéndolo a la pasión de Cristo y preparándolo para el tránsito a la vida eterna, si era la voluntad de Dios llamarlo.

En resumen, los sacramentos en la teología de los concilios toledanos son los pilares de la vida cristiana. A través de signos visibles instituidos por Cristo, la Iglesia administra la gracia divina: da nacimiento espiritual en el Bautismo, madura la fe en la Confirmación, alimenta con la Eucaristía, restaura con la Penitencia, consagra en el Orden, bendice la unión conyugal en el Matrimonio, y prepara al encuentro definitivo con Dios en la Unción de enfermos. Todos ellos fueron guardados con celo doctrinal (para asegurar materia, forma e intención correctas) y con celo pastoral (fomentando su recepción digna y frecuente) por la Iglesia visigoda. Los concilios actuaron como garantes de la recta administración sacramental en una época de consolidación de la fe católica en Hispania, asegurando que la vida sacramental del pueblo condujera eficazmente a la santificación y salvación de las almas.

Escatología: Últimas cosas, resurrección y vida eterna

Segunda Venida de Cristo y Juicio Final

La escatología enseñada en los concilios de Toledo reafirma la fe cristiana en que Cristo volverá gloriosamente al fin de los tiempos. En el credo toledano se proclama que Jesucristo, después de su ascensión, “está sentado a la diestra del Padre, y es esperado al fin de los siglos como juez de vivos y muertos”. Esta Segunda Venida (Parusía) será personal, visible y majestuosa, acompañada de sus santos ángeles. Los concilios inculcaron a los fieles la vigilancia y la esperanza en esta venida, que traerá la consumación del reino de Dios. En la Parusía tendrá lugar el Juicio Universal: “vendrá… a celebrar el juicio y a dar a cada uno la paga según sus obras, buenas o malas”. Esta enseñanza subraya la justicia divina retributiva: nada quedará oculto, cada ser humano deberá rendir cuentas a Cristo, el Juez supremo, de su fe y de sus actos. Los concilios citan explícitamente la Escritura que dice “todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo”. El Juicio Final confirmará la sentencia de salvación o condenación de cada persona, manifestando públicamente la santidad de Dios y la responsabilidad humana. Se recalcó que este juicio será universal (alcanzando a vivos y muertos de todos los tiempos) e imparcial. La Iglesia hispana en sus sermones y catequesis (reflejadas en cánones que ordenaban predicar al pueblo) no omitía hablar del juicio venidero para mover a penitencia y conversión. También se creía que antes del fin vendrían pruebas y tribulaciones, aunque los concilios no elaboran en ello, centrados más en la certeza final: Cristo triunfante juzgará. Esta expectativa escatológica daba a los fieles consuelo ante las injusticias presentes y estímulo para la perseverancia.

Resurrección de los muertos en la carne

Uno de los puntos fuertes de la fe toledana es la afirmación de la resurrección futura de todos los muertos, en la misma carne. Se confiesa que así como Cristo resucitó con un cuerpo verdadero y glorioso, todos los seres humanos resucitarán al final: los que hicieron el bien, para vida eterna; los que hicieron el mal, para condenación. Los concilios tuvieron que rechazar ciertas nociones heréticas que circulaban, como la idea de que la resurrección sería “en un cuerpo aéreo o de otra clase”. Contra eso, enseñaron: “no creemos que hayamos de resucitar en una carne aérea o diferente, sino en esta misma en que ahora vivimos, existimos y nos movemos”. Esta frase ancla la resurrección en la continuidad de nuestra identidad corpórea: el cuerpo que resucitará es numéricamente el mismo cuerpo, aunque transformado en incorruptible. Se apoyaron en la autoridad apostólica (el apóstol Pablo en 1 Corintios 15) para explicar que habrá cambio en las cualidades (de mortal a inmortal, de débil a glorioso), pero no una sustitución por una entidad totalmente distinta. Al resucitar, el alma de cada persona será reunida con su cuerpo, restaurando la integridad humana. Este dogma consolaba a los fieles respecto a los difuntos: sus restos mortales, aunque se descompongan, por el poder de Dios serán reconstituidos. La insistencia en la realidad corporal de la resurrección también servía para contrarrestar cualquier influencia dualista que menospreciara el cuerpo. No, el cuerpo tiene un destino eterno junto con el alma. Los concilios incluso especifican que después de la resurrección, Cristo ascendió al cielo “sin haberse jamás separado de la divinidad”, y se sienta en el trono. Por analogía, los justos resucitados participarán de la vida celestial en sus cuerpos glorificados. La resurrección universal es así un acto final de la omnipotencia divina y un triunfo definitivo sobre la muerte.

Cielo: gloria eterna con Cristo

Los concilios de Toledo confiesan la esperanza en los gozos del siglo venidero. Para los justos, tras el juicio, se abre la entrada en la felicidad plena de la comunión con Dios, llamada usualmente el cielo o la vida eterna. Se cree que la Iglesia glorificada “reinará con Él (Cristo) para siempre”. Esta frase del símbolo toledano subraya que la Iglesia no solo existe en la tierra peregrina, sino en el cielo triunfante: los santos participarán del reino eterno de Cristo. También se hace referencia a la consumación del plan divino: “cuando el Hijo haya terminado el juicio y entregue el Reino al Padre, se nos haga partícipes de su Reino, para que por esta fe reinemos con Él sin fin”. Aquí asoma la teología paulina de que al final Cristo sujetará todas las cosas y Dios será “todo en todos” (1 Corintios 15:24-28). Los fieles esperaban así entrar en una bienaventuranza sin término, contemplando a Dios cara a cara, en la compañía de los ángeles y los santos. Si bien los concilios no describen la bienaventuranza con muchos detalles, la liturgia y la patrística parlaban de ella como vida en la luz divina, plenitud de gozo, descanso de los trabajos, premio de los justos. De hecho, se creía que las almas de los justos al morir van al paraíso con Cristo (como afirmó el Concilio IV de Toledo: “los espíritus de los justos no van a un ‘limbo’ incierto sino a la presencia de Cristo”, en rechazo a ciertas ideas materialistas), y luego en la resurrección recuperan sus cuerpos glorificados. Así, el Cielo es comunión perfecta con Dios: “Nos haga partícipes de su Reino” implica ver a Dios, amarlo plenamente y reinar con Él sobre la creación renovada. Es la consumación de todas las aspiraciones humanas transformadas por la gracia.

Infierno: pena eterna de separación

Aunque los textos conciliares se centran más en el destino de los justos, por implicación doctrinal también afirman la existencia del infierno como destino de los condenados. Al decir que Cristo dará a cada uno su paga según sus obras buenas o malas, se sobreentiende la doble predestinación: los que mueren en amistad con Dios van al cielo, los que mueren en sus pecados graves sin arrepentirse enfrentan la condenación eterna. La Iglesia visigoda aceptaba sin ambages la realidad del infierno como pena eterna y separación de Dios, acompañada del tormento proporcional a las culpas. Se usaba el lenguaje bíblico tradicional: Gehena, fuego eterno, “las penas que el Señor tiene preparadas para los malvados”. Los concilios excomulgaban doctrinas apokatastásicas (de restauración universal) si hubieran surgido; de hecho, Orígenes y sus ideas ya habían sido condenadas en un concilio anterior (Constantinopla II 553) y esa condena era conocida en Occidente. Así que se enseñaba que los réprobos – el diablo, sus ángeles y los humanos pecadores obstinados – irán al castigo eterno, que consiste principalmente en la privación de la visión de Dios (pena de daño) y en dolores indecibles figurados como fuego que no se apaga (pena de sentido). Esta doctrina servía como sano temor pedagógico para apartar a los fieles del pecado mortal. Los predicadores probablemente recordaban al pueblo estas verdades, aunque con equilibrio, insistiendo en la misericordia para los creyentes y penitentes (pues Dios no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva).

Consumación del Reino de Dios

Finalmente, la escatología conciliar visigoda abarcaba la idea de la recapitulación de todas las cosas en Cristo y la entrega del Reino al Padre. Como vimos, en el símbolo de fe se incluyó una petición: que al término de los siglos, cuando todo esté cumplido, nosotros reinemos con Cristo y que Él entregue el Reino al Padre para que Dios sea todo en todos. Esto refleja la comprensión de que la historia tiene un fin teológico: la plena manifestación del Reino de Dios, donde la distinción entre tiempo y eternidad cesa, y Dios reina absolutamente en una nueva creación. La Iglesia gloriosa (los santos) estarán ya confirmados en gracia, incapaces de pecar o de sufrir. La muerte habrá sido aniquilada para siempre. Habrá “cielos nuevos y tierra nueva”, expresión de la renovación cósmica libre de maldición. En ese estado final, la Iglesia – la comunidad de los redimidos – se presenta como la Nueva Jerusalén, el pueblo definitivamente unido con su Dios en bodas eternas (imagen del Apocalipsis). La mención conciliar de “subir gloriosamente a Dios por los siglos de los siglos” en la conclusión de la fe, evoca precisamente esta entrada triunfal de los santos en la gloria de la Santísima Trinidad. Así, la escatología culmina en una doxología: al final, Dios será glorificado por la salvación de los justos y la justa condena de los impíos. Esta consumación será eterna: a diferencia del mundo presente, sometido a cambio y caducidad, el estado final es indefectible, para siempre.

En conclusión, la esperanza escatológica de los concilios de Toledo es clara y firme: Cristo volverá como juez; todos resucitaremos; habrá un juicio universal; luego, los justos gozarán eternamente con Dios en su Reino, y los malvados sufrirán su separación definitiva. Esta perspectiva daba a los fieles una orientación clara para sus vidas: peregrinar en este mundo con la vista puesta en la eternidad, buscando ante todo el Reino de Dios. La enseñanza conciliar invitaba a orar y pedir la perseverancia final en la fe, para que, cumplidos los designios divinos, seamos hallados en la derecha del juez y oigamos aquellas palabras anheladas: “Venid, benditos de mi Padre… heredad el Reino preparado para vosotros”.

Resumen

Este compendio doctrinal, extraído de la rica herencia de los concilios toledanos, refleja la fe conciliar, académica y pastoral de la Iglesia en la Hispania visigoda: una fe trinitaria, cristológica, pneumatológica, que ilumina la dignidad caída y redimida del hombre, regula los medios sacramentales de salvación en la Iglesia, y se proyecta confiadamente hacia la consumación escatológica en Dios. Es una fe clara, estructurada y conciliar que, sin citas numéricas ni textos literales, hemos expuesto orgánicamente bajo los loci clásicos para mayor gloria de Dios y edificación de los fieles y como un testimonio de la herencia Hispana recibida y los aspectos que son necesarios Reformar. Amén.


Fuentes primarias seleccionadas: Mansi, Sacrorum Conciliorum Collectio, vols. IV-VI (acta Conciliorum Toletanorum); J. Vives (ed.), Concilios visigóticos e hispano-romanos (BAC, 1963); García Villoslada (dir.), Historia de la Iglesia en España, vol. I (BAC, 1979); José Vives, Los concilios de Toledo del siglo VII (rev. Esp. de Teolog., 1942); Henríquez, Symbola Qae in Concilio Toletano XI recitata sunt (Analecta Sacra, 1937); P. Labbe & J. Hardouin, Collection des Conciles (Paris, 1714) vol. III; Denzinger-Hünermann, Enchiridion Symbolorum (ed. 43ª, 2015) §§525-532, 568-570 (Símbolos Toledanos); González, Actas del III Concilio de Toledo (Madrid, 2004).

Recaredo, Epistola ad S. Gregorium (589); Actas del III Concilio de Toledo (589); Epistula de San Braulio de Zaragoza a Honorio I (638), en Braulio de Zaragoza – Epistolario; San Julián de Toledo, Apologeticum y Actas del XIV Concilio de Toledo (684); José Orlandis, El Primado Romano en Hispania (1986); Wikipedia, Sede primacial de Toledo; Espacio Laical (A. G. Fumero), “Con alegría nos reunimos...” (2016).