Contexto de la obra y del capítulo 23 en De officiis ecclesiasticis
San Isidoro de Sevilla (c. 560–636) escribió De officiis ecclesiasticis (también conocida como De ecclesiasticis officiis, “Los oficios eclesiásticos”) en dos libros dedicados a su hermano Fulgencio, obispo de Écija. Esta obra describe el origen y la naturaleza de las funciones litúrgicas y ministeriales de la Iglesia Hispana. El Libro I trata sobre los ministerios eclesiásticos y la historia de la liturgia, mientras que el Libro II se enfoca en las prácticas litúrgicas y sacramentales de la Iglesia. En particular, San Isidoro proporciona un panorama de la iniciación cristiana en la Hispania visigoda: desde la catequesis de los catecúmenos hasta los ritos del bautismo, incluyendo la traditio (entrega) de la fe.
El capítulo 23 se sitúa en este contexto formativo del Libro II. Después de haber descrito en el capítulo 21 los tres grados de la iniciación cristiana (catecúmenos, competentes o electi, y bautizados), y de referirse en el capítulo 22 a los rituales preparatorios, San Isidoro dedica el capítulo 23 a la exposición del Símbolo de la fe (el Credo de los Apóstoles) que se entrega a los catecúmenos antes del bautismo. Aquí Isidoro ofrece un resumen de las verdades fundamentales que el cristiano debe creer. En coherencia con la práctica catequética de la Iglesia antigua, este capítulo presenta el Symbolum como una síntesis de la doctrina cristiana que los nuevos fieles deben memorizar y profesar antes de recibir los sacramentos. En este contexto eclesial, Isidoro enfatiza en el cap. 23 la función del Credo como compendio obligatorio de la fe ortodoxa para todos los fieles.
La suficiencia del Credo para la salvación según San Isidoro
San Isidoro sostiene que el conocimiento y custodia del Símbolo de la fe es suficiente para la salvación del cristiano. Al final del capítulo 23, subraya que quien interioriza el Credo posee esencialmente todo lo necesario para salvarse: “Pero, si guardan estas palabras (el Símbolo de la fe) en su corazón, sabrán lo que es suficiente conocer para salvarse”. Esta afirmación refleja la doctrina isidoriana de la suficiencia doctrinal del Credo. Para Isidoro, el Credo contiene en forma abreviada todos los artículos de fe imprescindibles; no hace falta una erudición teológica exhaustiva para alcanzar la salvación, sino la adhesión sincera a las verdades nucleares expresadas en el Símbolo; el Evangelio Apóstolico (1 Corintios 15:1-3).
Esta idea aparece corroborada en otra obra de Isidoro, las Sentencias. Allí afirma: “El símbolo de la fe y la oración del Señor bastan, como toda la Ley, para que los párvulos de la Iglesia alcancen el reino de los cielos. Pues toda la amplitud de las Escrituras se resume en esa oración dominical y en la brevedad del símbolo”. Vemos aquí la misma convicción: Isidoro equipara el Credo y el Padrenuestro a una “ley” o “norma de fe” completa para los cristianos sencillos, un compendio suficiente de la fe revelada. Según él, toda la amplitud de la Biblia se “encierra” en la breve fórmula del Símbolo.
¿Por qué considera Isidoro que el Credo basta para salvarse? En parte, por su carácter de regla de fe. El Credo es la “regla” o norma que sintetiza la predicación apostólica y que todo cristiano puede comprender y retener. Isidoro, heredero de la tradición patrística, sabe que no todos los fieles tenían acceso directo a las Escrituras o a formación avanzada, especialmente en una época de poca alfabetización. Por eso, la Iglesia provee el Credo como “catecismo” elemental: “Compendiamos toda la doctrina de la fe en unas pocas líneas”, dirá san Cirilo, “para que el alma no perezca por ignorancia”. De modo similar, Isidoro recalca que conservar las palabras del Credo en la mente y el corazón, equivale a poseer la fe íntegra necesaria para salvarse (Romanos 10:10). El Credo contiene los misterios esenciales (Dios Uno y Trino, la encarnación redentora de Cristo, la Iglesia, el perdón de los pecados, la resurrección y la vida eterna); quien los cree sinceramente y “guarda” esta fe, está en Cristo y por ende está en el camino de salvación. En resumen, para San Isidoro la fides quae (el contenido objetivo de la fe) está condensada en el Símbolo, y dicha síntesis doctrinal tiene una eficacia salvífica: es el mínimo suficiente que debe conocer y creer todo cristiano.
Cabe señalar que esta postura no trivializa la necesidad de profundizar en la fe, sino que señala un núcleo suficiente. De hecho, Isidoro, igual que otros Padres, se preocupa también de la integridad y pureza de la fe simbolizada. Por eso entrega el Credo a los catecúmenos con solemnidad y advierte custodiarlo sin distorsión. La salvación, en la perspectiva isidoriana, depende de creer con el corazón y confesar con la boca estas verdades; de allí la insistencia en guardar en el corazón el Símbolo.
El valor del Símbolo en otros Padres de la Iglesia
La visión de San Isidoro sobre la centralidad y suficiencia del Credo entronca con la enseñanza de Padres anteriores como San Agustín, San Ambrosio y San Cirilo de Jerusalén. Todos ellos, en sus catequesis, trataron el Símbolo de la fe como pilar doctrinal y norma de ortodoxia, resaltando su valor para la salvación del creyente.
San Cirilo de Jerusalén (†386), en sus Catequesis prebautismales, ofrece quizás el testimonio más explícito sobre la utilidad del Credo. Al introducir el “Símbolo de fe” a sus catecúmenos (hacia el año 348), Cirilo explica que la fórmula del Credo fue compuesta a partir de las Escrituras precisamente para que todos, incluso los no versados, pudieran abarcar la esencia de la fe. Les dice: “Puesto que no todos pueden leer las Escrituras, […] la Iglesia, para que el alma no perezca por ignorancia, resume toda la doctrina en unas pocas líneas”. Insiste en que esta síntesis no es invención humana sino recopilación de lo más importante de la revelación: “Los artículos de la fe no fueron compuestos al arbitrio de los hombres; los puntos más importantes, recogidos de toda la Escritura, constituyen una sola enseñanza de la fe”. San Cirilo usa una bella imagen: “Así como el grano de mostaza contiene en una semilla pequeña muchas ramas, así también esta fe abarca en pocas palabras todo el conocimiento de la piedad presente en el Antiguo y Nuevo Testamento”. Conservad este símbolo en la memoria, no en papel sino grabado en el corazón – exhorta a los catecúmenos – y recitadlo diariamente entre vosotros. También les advierte: “¡Guárdenlo con reverencia! Que ningún enemigo o hereje les arrebate las verdades entregadas”. Vemos que Cirilo atribuye al Credo dos funciones: (1) resumir todo el saber necesario para la fe (“todo el conocimiento de la verdadera religión cristiana”) en una forma memorizable; (2) servir de muro frente a la herejía, ya que fuera del símbolo entregado por la Iglesia no hay que aceptar ninguna enseñanza novedosa. Esta perspectiva es muy cercana a la de Isidoro: ambos consideran el Símbolo un depósito precioso que debe ser aprendido de memoria, custodiado en el corazón y defendido contra interpretaciones heterodoxas.
San Ambrosio de Milán (†397), quien catequizó a San Agustín, también otorgó un lugar preeminente al Credo en la iniciación cristiana. Ambrosio es testigo de la tradición de dividir el Credo en doce artículos, simbólicamente atribuidos a los Doce Apóstoles. Al preparar a los catecúmenos para el bautismo en la Pascua, Ambrosio realizaba la traditio symboli personalmente. En su catequesis conocida como Explicatio Symboli (cuya autenticidad se discute pero refleja la praxis de la Iglesia de Milán), Ambrosio entrega el Credo apostólico a los candidatos. Se destaca que este texto es “el primer testimonio del símbolo de fe” en Occidente, y que Ambrosio insiste en no añadir ni quitar nada del Credo recibido. Esa insistencia ambrosiana – nihil innovetur – demuestra el valor normativo que concedía al Símbolo: para él, el Credo es la regla de fe por excelencia, fijada por la tradición apostólica, a la cual no se puede agregar doctrinas humanas ni mutilar verdades. Pastoralmente, Ambrosio consideraba que quien ha recibido el Credo debe conservarlo íntegro toda su vida. De hecho, en la liturgia ambrosiana (como en otras) el nuevo bautizado era interrogado sobre cada artículo de fe (profesión de fe interrogativa), reafirmando punto por punto el Símbolo como condición para el bautismo. En resumen, San Ambrosio subraya el carácter inviolable y completo del Credo: es la “semilla” depositada en el corazón del creyente, que contiene toda la verdad necesaria; el pastor debe simplemente explicarla y el fiel, confesarla sin alteración.
San Agustín de Hipona (†430), por su parte, aportó reflexiones profundas sobre el Símbolo en varias obras: desde sermones catequéticos hasta tratados teológicos. En el año 393, siendo aún presbítero, Agustín pronunció ante un concilio en Cartago/Hipona un discurso De fide et symbolo (Sobre la fe y el símbolo), donde expuso detalladamente el Credo para los obispos allí reunidos. En la introducción de esa obra, Agustín explica precisamente por qué la Iglesia sintetiza su fe en un Credo breve. Dice San Agustín: “Tenemos la fe católica contenida en el Símbolo, conocida de los fieles y confiada a la memoria, expresada en una fórmula tan concisa como lo permiten las circunstancias. El propósito fue que quienes son todavía párvulos entre los renacidos en Cristo […] fueran provistos de un resumen en pocas palabras de los asuntos que es necesario creer, el cual luego se les explicaría con muchas palabras a medida que progresaran”. Esta declaración agustiniana coincide notablemente con la de Isidoro: el Credo es breve por designio pastoral, para que los pequeños (o “niños” en la fe) tengan en un texto memorizable las verdades necessariae ad salutem (necesarias para la salvación). Agustín añade a continuación una advertencia muy relevante: “Bajo esas pocas palabras ordenadas en el Símbolo, la mayoría de los herejes han tratado de ocultar su veneno; pero la misericordia divina lo ha contrarrestado mediante hombres espirituales […] La exposición de la fe sirve para proteger el Credo; no para que esta exposición reemplace al Credo –que debe ser aprendido de memoria por quienes reciben la gracia de Dios– sino para guardar las cosas contenidas en el Credo”.
Vemos que Agustín destaca dos aspectos: (1) La suficiencia y brevedad del Credo para los simples; (2) La necesidad de una correcta interpretación del Credo para refutar las herejías. De hecho, Agustín señala la misma tensión que enfrentaban Cirilo e Isidoro: la brevedad del Símbolo es útil y necesaria, pero deja margen a equívocos si los herejes la manipulan. Por eso los pastores (los “hombres espirituales”) deben explicar el sentido ortodoxo de cada artículo, asegurando que los fieles abracen el verdadero significado.
En sus Sermones ad catechumenos, Agustín adopta un tono pastoral parecido al de Isidoro: entrega el Credo, lo recita junto con los catecúmenos y les exhorta a guardarlo: “Esto es lo que habéis de creer y repetir en vuestras oraciones. No os apartéis ni en una jota de estas palabras”, les dice en sustancia. Además, Agustín subraya la dimensión salvífica y comunitaria del Credo: “Con el corazón se cree para la justicia, con la boca se confiesa para la salvación” —versículo que cita para motivar a los recién iluminados a confesar públicamente el Símbolo recibido. En definitiva, tanto Agustín como Ambrosio y Cirilo coinciden con Isidoro en considerar el Credo regla de fe suficiente y necesaria: suficiente porque encierra el núcleo de la verdad revelada para salvarnos, el Evangelio, y necesaria porque fuera de esa confesión común no hay verdadera comunión eclesial ni esperanza de salvación.
El Símbolo de la fe en la praxis conciliar: Nicea, Constantinopla y Cartago
Desde el siglo IV, los grandes concilios de la Iglesia dieron al Símbolo de la fe un papel central en la definición de la ortodoxia y en la catequesis. San Isidoro hereda esta realidad conciliar: él mismo vivió en una iglesia (la hispano-visigoda) marcada por concilios nacionales que implementaron el Credo niceno-constantinopolitano para combatir la herejía arriana y para unificar la fe del pueblo.
El I Concilio de Nicea (325) promulgó el primer gran Símbolo dogmático de la Iglesia –el Credo niceno– para establecer la recta doctrina sobre la divinidad de Cristo frente al arrianismo. Este Símbolo niceno, anatematizando las fórmulas arrianas, se convirtió en la norma de fe para toda la Iglesia. Más tarde, el I Concilio de Constantinopla (381) amplió y completó el Credo (especialmente la sección sobre el Espíritu Santo) dando lugar al Credo niceno-constantinopolitano que hoy conocemos. Los Padres de Constantinopla reafirmaron que este Credo debía ser profesado por todos los fieles y enseñado a los catecúmenos como expresión de la fe verdadera. De hecho, en el Concilio de Éfeso (431) –poco después– se prohibió elaborar o proponer cualquier fórmula de fe distinta de la definida en Nicea-Constantinopla, so pena de excomunión, consolidando así la autoridad única de este Símbolo ecuménico en la instrucción y la liturgia de la Iglesia. Esta cadena conciliar muestra que el Credo fue considerado criterio inapelable de ortodoxia: adherir al Credo era signo de comunión católica; rechazarlo o alterarlo, señal de herejía.
San Isidoro conocía estas decisiones conciliares. En su obra histórica Historia de los godos, elogia cómo su hermano San Leandro logró en el III Concilio de Toledo la aceptación del Credo niceno por parte de los antiguos arrianos. El Credo de Constantinopla, con la cláusula filioque, fue incorporado en la liturgia diaria de las diócesis hispanas desde 589. La razón pastoral de este decreto conciliar es reveladora: recitar el Credo antes del Padrenuestro garantiza que “el verdadero testimonio de la fe” esté en boca de todo el pueblo, de forma que con el corazón purificado por esa fe, puedan acercarse dignamente a la Comunión. Es decir, el Concilio de Toledo vinculó explícitamente la confesión del Credo con la salvación para luego ser participe del sacramento: sin la fe ortodoxa (comúnmente proclamada en el Símbolo), no se puede acceder fructuosamente al Cuerpo de Cristo en la celebración eucarística. Esta convicción conciliar es la misma que anima a Isidoro en el capítulo 23: la fe expresada en el Símbolo es condición para recibir la gracia salvadora.
En cuanto a Cartago, cabe distinguir dos aspectos: 1) la tradición catequética africana y 2) las decisiones disciplinarias locales. En el norte de África, mucho antes de Isidoro, el Símbolo apostólico (en su forma local) era exigido a los catecúmenos. Tertuliano a fines del siglo II ya aludía a la “regla de fe” breve que todo cristiano debía saber de memoria. San Cipriano de Cartago (†258) también presupone un credo trinitario en sus cartas sobre el bautismo. Más tarde, en el Concilio regional de Hipona/Cártago de 393 –donde participó Agustín– se pidió a este que expusiera el Credo a los obispos, precisamente para unificar la enseñanza de la fe a los fieles. San Agustín en ese contexto afirma: “La fe católica la tenemos en el Símbolo, conocida y memorizada por los fieles, en forma concisa…”. Esto nos indica que en Cartago la praxis catequética era muy rigurosa: nada sustituía al Símbolo como síntesis doctrinal para los iniciandos, y los pastores debían asegurarse de que todos lo profesaran correctamente. En los posteriores concilios africanos (como Cartago 397 o 419) no se añadió un nuevo credo –ya existía el niceno–, pero sí se promulgó cánones para uniformar la disciplina sacramental y se reafirmó el Credo niceno contra herejes como los arrianos y donatistas. Por ejemplo, los concilios africanos insistieron en el bautismo in Trinitate (en el nombre de la Trinidad verdadera), lo que implica aceptar el Credo trinitario; rechazaron rebautizar a quien ya había profesado el Símbolo católico. Todo esto muestra que en la Iglesia de Cartago el papel del Credo era fundamental como “filtro” de ortodoxia: quienes entraban en la comunión eclesial debían aceptar el Credo de la Iglesia universal.
En resumen, Nicea y Constantinopla dieron al Credo un carácter dogmático universal: el Símbolo es la referencia segura para distinguir la fe católica de los errores. Cartago (e Hipona) ilustran el uso catequético y disciplinar del Credo: como texto para aprender de memoria, recitar en la liturgia y exigir en la profesión de fe de conversos. Estas dimensiones conciliares se reflejan en San Isidoro: él ve el Credo como norma apostólica e inmutable (siguiendo a Nicea y Constantinopla), y al mismo tiempo como enseñanza básica para los fieles sencillos (como practicado en Cartago y Toledo). Por eso, en el cap. 23, Isidoro articula la fe trinitaria y cristológica en continuidad con los concilios ecuménicos (rechazando las herejías arrianas y macedonianas implícitamente) y exhorta a mantener incólume ese depósito, tal como los concilios locales urgían a no corromper el Símbolo.
Implicaciones pastorales y teológicas del Credo como norma de fe salvadora
Del análisis anterior se desprenden varias implicaciones pastorales y teológicas del uso del Credo como norma de fe “para salvarse” en la Iglesia antigua, que San Isidoro encarna en su enseñanza:
-
Instrumento catequético universal: El Credo funcionó (y funciona) como el catecismo elemental y común para todos los creyentes. Pastoralmente, esto es de enorme importancia: en una Iglesia con gentes de distintas edades, culturas y niveles educativos, el Símbolo provee un lenguaje unificado de fe. Isidoro muestra conciencia de esto al presentar el Credo como suficiente incluso para los parvuli en la fe. Cualquier persona, por sencilla que sea, puede aprenderlo de memoria y entender sus verdades fundamentales con la debida explicación. La memorización del Credo –práctica que Isidoro, Agustín, Cirilo, etc. impulsan– garantiza una cierta “igualdad” doctrinal entre los fieles: todos confiesan las mismas palabras en un resumen confesional. Así, el Credo se vuelve en la pastoral una herramienta de unidad e identidad: marca quién es creyente ortodoxo y alimenta la piedad cotidiana (se recomendaba recitarlo diariamente). Esta memorización no es vacía, sino orientada al corazón: “grabarlo en el corazón” implica que el fiel interiorice amorosa y fielmente las verdades salvadoras.
-
Síntesis de la Revelación y “Regla de fe”: Teológicamente, el Credo actúa como regula fidei, es decir, norma abreviada que corrobora la interpretación de la Escritura y la predicación. Isidoro lo dice claramente: toda la amplitud de las Escrituras está contenida en brevi en el Símbolo. Esto tiene la implicación de que el Credo orienta la lectura de la Biblia (evitando lecturas desviadas) y sirve de criterio para discernir la verdad del error. Los Padres veían en él un “canon” de la verdad revelada. Por ejemplo, Agustín señala que la exposición doctrinal (teología) no debe proponer nada fuera o contra el Credo, sino solo desarrollar lo contenido en él. En términos actuales, diríamos que el Credo es normativo: los dogmas de fe fundamentales están allí; ningún predicador puede contradecirlos so pena de caer en herejía. Pastoralmente, esto daba seguridad a los fieles: aferrarse al Credo es aferrarse a la fe de la Iglesia, la cual –como dice el propio Isidoro– es la que nos salva, no nuestras opiniones.
-
Vínculo con la Iglesia y la comunión: Profesar el Credo es inseparable de pertenecer a la Iglesia. “Nadie puede tener a Dios por Padre, si no tiene a la Iglesia por Madre”, escribió San Cipriano; en la misma línea, los Padres enseñaban que “creer en la Iglesia” es parte del Credo (un solo bautismo en la Iglesia). Isidoro, al transmitir el Símbolo, implica a la comunidad eclesial: son “las palabras” que la Iglesia confiesa desde los apóstoles. Por tanto, en la praxis pastoral, la recepción del Credo marca la incorporación del catecúmeno a la tradición viva de la Iglesia. De hecho, el rito mozárabe de Toledo ordenaba que el pueblo recitase el Credo unido, manifestando públicamente la comunión en una misma fe. Así, el Credo es norma de fe y a la vez símbolo de unidad: “símbolo” en sentido etimológico de señal de reconocimiento mutuo entre los creyentes. Esta dimensión comunitaria refuerza la salvación, pues –en la teología de la época– no hay salvación fuera de la Iglesia, y el Credo es como la “puerta” de ingreso a ella mediante la profesión de fe.
-
Condición para los sacramentos y la vida moral: Pastoralmente, el Credo se usaba como criterio para admitir a alguien al bautismo (debía recitarlo correctamente) y también como preparación inmediata para la Celebración de la eucaristía (en Hispana, se recitaba antes de comulgar). Esto muestra la lex credendi, lex orandi: la recta fe (lex credendi) es requisito para la recta participación sacramental (lex orandi). La “fe salvadora” dispone el corazón para recibir las demás gracias. Isidoro destacaba que mediante la fe del Credo, el catecúmeno recibe el Espíritu Santo y el perdón en el bautismo. Asimismo, una fe pura garantiza una comunión digna con Cristo. Teológicamente, esto implica que el Credo tiene un carácter performativo: no es solo informativo. Confesar de corazón el Credo abre el alma a la acción salvífica de Dios en los otros medios; al contrario, un error obstinado en algún artículo bloquea esa apertura. Por eso la Iglesia era tan estricta en exigir la adhesión íntegra al Credo para la plena vida sacramental. También la moral cristiana se fundamenta en la fe del Credo: creer que Cristo es Señor y juez (como se profesa) motiva al bautizado a vivir según sus mandamientos. Isidoro, en sus Sentencias, vincula la fe y las obras, pero dejando claro que la fe es principio: “Sin la fe, las buenas obras no aprovechan para la vida eterna”, podría resumirse. De allí que el Credo sea llamado “símbolo de la fe salvadora”: porque contiene la fe que, operando por la caridad, santifica al creyente.
-
Defensa contra la herejía y garantía de ortodoxia: Como norma doctrinal, el Credo es un “filtro” teológico. Cada vez que surgía una desviación (arriana, nestoriana, etc.), la respuesta de la Iglesia era volver al lenguaje del Símbolo o precisarlo. Isidoro mismo, frente a resabios de arrianismo entre los godos, emplea el Credo niceno (con consubstantialem/omousios y Filioque) para refutar la herejía y afirmar la consustancialidad del Hijo y la divinidad del Espíritu. Pastoralmente, enseñar bien el Credo inmunizaba a los fieles contra errores futuros. Teológicamente, esto subraya un punto: el Credo no es un texto estático sino vivo en la conciencia de la Iglesia; la Iglesia lo custodia y lo interpreta auténticamente cuando hay disputas. Sin embargo, el contenido esencial no cambia –como Ambrosio recalcaba– y esa permanencia da seguridad de verdad a través de las edades. Para Isidoro y sus contemporáneos, aferrarse al Símbolo apostólico-niceno era estar en continuidad con la fe de los santos Padres; desviarse era salirse del camino seguro de salvación.
En conclusión, el capítulo 23 de De officiis ecclesiasticis nos revela a San Isidoro de Sevilla como heredero y portavoz de la gran tradición catequética de la Iglesia: considera el Credo como el corazón de la instrucción cristiana y la clave de bóveda de la ortodoxia. En su afirmación de que guardar el Símbolo en el corazón basta para saber lo necesario ad salutem, Isidoro condensa siglos de experiencia eclesial: la fe sencilla, completa y sincera que la Iglesia profesa en el Credo es el camino suficiente hacia Dios para todo creyente. No se trata de minimizar la revelación –pues el Credo precisamente la resume “en pocas palabras”, sino de destacar la bondad de Dios que ha dispuesto que el misterio de la salvación pueda ser acogido con la humilde confesión de la fe. Como proclamará más tarde el Símbolo “Quicumque” atribuido a Atanasio: “Quien quiera salvarse, ante todo es necesario que conserve la fe católica; y el que no la guardare íntegra y pura, sin duda perecerá para siempre”. Esta “fe católica” íntegra late en el Credo. San Isidoro, último Padre latino del Occidente, transmite a la Iglesia visigoda esa convicción perenne: el Símbolo de la fe es norma segura y suficiente de la verdad que salva.