La Visión de la Iglesia Hispana Primitiva sobre la Perspicuidad de las Escrituras

Introducción

El concepto de la perspicuidad de las Escrituras, en su esencia teológica, postula que la Biblia es inherentemente clara y comprensible, especialmente en lo que concierne a todas las verdades fundamentales para la salvación y la glorificación de Dios. Esta doctrina sostiene que, aunque ciertos pasajes o incluso libros completos puedan presentar complejidades interpretativas, el mensaje central de la fe y los preceptos morales necesarios para la vida cristiana se revelan con una claridad divina. El apoyo bíblico fundamental para esta noción se encuentra a menudo en pasajes como el Salmo 119:105, que describe la Palabra de Dios como “Lámpara es a mis pies tu palabra, Y lumbrera a mi camino” , lo que subraya su naturaleza orientadora y fidedigna para todos los aspectos de la existencia.

La tesis central de este artículo es que la Iglesia Hispana Primitiva, particularmente durante la era visigoda, afirmó con firmeza la claridad inherente (perspicuidad) de las Escrituras en lo referente a la fe y la salvación. Sin embargo, esta claridad fue comprendida y accedida de manera predominante a través de la mediación indispensable del obispado. Esta mediación resultó vital para la preservación de la ortodoxia, el fomento de la unidad del reino y la eficaz gestión de los desafíos que planteaban la limitada alfabetización y la emergencia de movimientos heterodoxos.

I. Fundamentos Teológicos de la Perspicuidad en la Tradición Cristiana

La afirmación teológica de que la Escritura, como revelación divina, es inherentemente clara y accesible, constituye un pilar fundamental de la doctrina cristiana. Esto significa que su mensaje primordial –la naturaleza de Dios, su plan salvífico a través de Cristo y los imperativos morales para los creyentes– se presenta de una manera que puede ser aprehendida por la gente común. El Salmo 119:105, que declara la palabra de Dios como “lámpara a mis pies y lumbrera a mi camino”, ilustra de manera contundente la eficacia práctica y orientadora de la Escritura, sugiriendo una claridad autoevidente para la vida cotidiana y la dirección espiritual.

Es fundamental precisar que la doctrina de la perspicuidad no niega la existencia de pasajes o incluso libros enteros dentro de la Biblia que resultan difíciles de entender. La propia Escritura reconoce tales complejidades, como se evidencia en 2 Pedro 3:16. El principio hermenéutico establecido es que los pasajes desafiantes deben interpretarse a la luz de aquellos que se expresan con mayor claridad. Ninguna interpretación de un texto difícil debe contradecir las doctrinas fundamentales de la fe o las normas de vida cristiana que se enseñan de manera explícita. Este principio subraya la coherencia y la consistencia interna de la Escritura.  

Una matización crítica a la doctrina de la perspicuidad, tal como la entendía la Iglesia Primitiva, es que la verdadera claridad espiritual depende del estado espiritual del lector como se afirma en 1 Corintios 2:14. Esto implica que, si bien una persona no salva puede comprender las palabras literales, la sintaxis y la estructura del texto bíblico, carece del discernimiento espiritual necesario para captar su significado más profundo y salvífico. Esta condición resalta la necesidad de una iluminación divina o de un corazón transformado para una comprensión genuina. Esta precondición teológica conduce de manera natural a la comprensión de que la Iglesia, como comunidad de creyentes y depositaria de la verdad espiritual, desempeña un papel vital en la guía de los individuos hacia esta comprensión espiritual en Cristo. La Iglesia, al ser la comunidad a través de la cual se fomenta la transformación espiritual y el discernimiento, se convierte en un agente necesario para que los fieles perciban la claridad inherente del texto divino, que de otro modo podría permanecer velada por una falta de preparación espiritual.

II. Contexto Histórico y Cultural de la Hispania Visigoda

La conversión del rey Recaredo del arrianismo al catolicismo niceno en el Tercer Concilio de Toledo en el año 589 d.C. marcó un hito de profunda trascendencia. Este evento significó el fin oficial del arrianismo en el reino visigodo y el inicio de un período de significativa unificación religiosa, política y social. La conversión consolidó la posición de la Iglesia Post Nicena como la autoridad religiosa y cultural preeminente, impulsando un esfuerzo concertado para unificar la doctrina y la práctica en todo el reino. Las decisiones, o cánones, de estos concilios, una vez ratificadas por el rey, adquirían fuerza de ley en todo el territorio , lo que evidencia la profunda interconexión entre el poder eclesiástico y gobierno civil.

En el contexto de la Hispania visigoda, la alfabetización generalizada no era una característica predominante de la sociedad. Si bien un número considerable de individuos, particularmente dentro de las esferas eclesiástica y jurídica, poseían la capacidad de leer y escribir con diversos grados de competencia, muy pocos alcanzaban niveles superiores o intermedios de instrucción. La cultura escrita dominante era en latín, que era la lengua de la Iglesia, incluida la Biblia y los documentos oficiales. A pesar de que los visigodos tenían originalmente una lengua germánica (el gótico), esta fue gradualmente abandonada en favor del latín, y el gótico desapareció en gran medida para el siglo VIII. La existencia de “pizarras visigodas” escritas en latín vulgar ofrece cierta perspectiva sobre la lengua hablada en la época, aunque los textos eclesiásticos y legales formales se redactaban en un latín más culto. Las características particulares de la escritura visigótica (conocida como littera toletana o mozárabica) también podían presentar desafíos a los lectores, incluso a aquellos con cierta alfabetización.  

La prevalencia del latín como vehículo de la cultura eclesiástica, siendo la lengua de la Biblia, la liturgia y todo el discurso teológico, creaba intrínsecamente una barrera para la mayoría de la población que no hablaba latín. Esta realidad hacía indispensable el papel mediador del clero, que podía leer e interpretar los textos para el pueblo. La limitada alfabetización de la mayoría de la población y el hecho de que los textos sagrados estuvieran en latín, un idioma distinto del latín vulgar hablado por el pueblo, implicaban que el acceso directo y la comprensión sin intermediarios de la Escritura “clara” eran prácticamente imposibles para la mayoría de los individuos. Las barreras lingüísticas y educativas limitaban fundamentalmente la interacción individual con el texto. Esta situación elevó la importancia del clero como el conducto indispensable para el mensaje “perspicuo” de la Escritura, no solo para el discernimiento espiritual, sino también para el acceso lingüístico y conceptual básico. Esta realidad práctica hizo que la educación clerical, la predicación pública y las lecturas litúrgicas fueran los principales medios por los cuales la claridad de la Escritura se transmitía a los fieles. 

El Tercer Concilio de Toledo (589 d.C.) y la conversión de Recaredo fueron eventos trascendentales no solo en el ámbito religioso, sino también en el político y social, con el objetivo de unificar el reino. El cambio del arrianismo al catolicismo niceno exigía una consistencia doctrinal en todo el reino. El papel de la Iglesia en la definición, transmisión y aplicación de las interpretaciones pre-establecidas se volvió primordial para la cohesión nacional. Este contexto histórico explica por qué la Iglesia Hispana Primitiva puso un énfasis tan marcado en una exégesis controlada y una formación clerical rigurosa. Era un imperativo estratégico para consolidar la enseñanza, prevenir la fragmentación religiosa y política interna, y protegerse contra el resurgimiento del arrianismo u otras herejías como el priscilianismo. Por lo tanto, la perspicuidad de la Escritura necesitaba ser una perspicuidad “guiada” para servir eficazmente al objetivo primordial de la unidad religiosa y política dentro del reino visigodo. 

III. La Perspicuidad Mediada por la Autoridad Eclesiástica

a. El Papel del Clero en la Interpretación y Enseñanza

La Iglesia en la Hispania visigoda reconoció la necesidad de un clero educado para la correcta transmisión e interpretación de la Escritura. El Segundo Concilio de Toledo (527 d.C.) es considerado el punto de partida para las escuelas episcopales, estableciendo la formación obligatoria desde la infancia para aquellos destinados al servicio eclesiástico. Concilios posteriores, como el Cuarto Concilio de Toledo (633 d.C.), bajo la influencia de Isidoro de Sevilla, reforzaron esta prioridad en la formación clerical. Los cánones exigían específicamente que los sacerdotes poseyeran conocimiento de las Sagradas Escrituras y de los cánones establecidos. 

Los obispos eran considerados los principales garantes de la doctrina ortodoxa y los intérpretes primarios de la Escritura. Su función era discernir las interpretaciones verdaderas pre-establecidas (Nicena, Constantinopla, Éfeso, Calcedonia) de las falsas y articular la sabiduría bíblica para los fieles. Esto aseguraba que la lex credendi (la regla de la fe) se expresara y alimentara consistentemente de la lex orandi (la regla de la oración y el culto). 

Dadas las bajas tasas de alfabetización predominantes entre la población general, la liturgia se erigió como el medio más significativo a través del cual los fieles encontraban y asimilaban el mensaje de la Escritura. Los cánones de los concilios hispanos y visigodos abordaban frecuentemente aspectos del culto divino, siendo la celebración de la Eucaristía un elemento central. El Quinto Concilio de Toledo (636 d.C.) estipuló específicamente la lectura del Evangelio después de la Epístola durante los servicios. La estructura de la liturgia hispana, particularmente como se refleja en el Liber Comicus, fue diseñada para narrar la historia de la salvación mediante una secuencia cuidadosamente seleccionada de lecturas, guiando eficazmente al pueblo “en marcha” hacia Cristo a través de la escucha comunitaria y la exposición de la Escritura. Esto garantizaba que incluso los analfabetos pudieran acceder a las verdades cristianas fundamentales. El principio de “Lex Orandi, Lex Credendi” (la ley de la oración es la ley de la creencia) revela una estrategia sofisticada y práctica empleada por la Iglesia para asegurar la perspicuidad del mensaje cristiano central para la población mayoritariamente iletrada.

La Iglesia comprendía que, aunque los individuos no pudieran leer la Biblia por sí mismos, sí podían escuchar, experimentar e internalizar sus verdades fundamentales a través del acto estructurado, repetitivo y comunitario de la liturgia. La liturgia se convirtió así en la principal “escuela” para la comprensión bíblica, haciendo el mensaje claro a través de la representación ritual, la transmisión oral y la participación comunitaria. Esto demuestra cómo la Iglesia medió activamente y hizo accesible la claridad de la Escritura. 

b. Los Concilios de Toledo como Garantes de la Ortodoxia

Los Concilios de Toledo fueron asambleas mixtas singulares, compuestas tanto por líderes eclesiásticos (principalmente obispos) como por nobles laicos de la Aula Regia. Estos concilios abordaron una amplia gama de cuestiones, desde asuntos teológicos y litúrgicos hasta preocupaciones civiles y administrativas. Sus cánones, una vez aprobados y firmados por el rey, adquirían fuerza de ley en todo el reino. Fueron fundamentales para establecer normas de conducta social y religiosa, corregir abusos percibidos y, crucialmente, articular confesiones de fe oficiales. 

El Tercer Concilio de Toledo (589 d.C.) fue un evento decisivo, que consolidó la conversión al catolicismo y condenó el arrianismo, con un fuerte énfasis en la doctrina trinitaria. Incluyó notablemente un canon que estipulaba que “en la mesa del obispo se lean las Sagradas Escrituras”, lo que indica la importancia de un compromiso constante con el texto por parte del clero. El Cuarto Concilio de Toledo (633 d.C.), presidido por San Isidoro, fue particularmente significativo por sus cánones disciplinarios y su papel en la adopción del distintivo “rito mozárabe o visigótico”. Este concilio continuó la línea de énfasis en la formación clerical y la comprensión unificada de la doctrina cristiana. Colectivamente, los cánones de estos concilios demuestran una preocupación constante por establecer una comprensión unificada y ortodoxa de la fe, lo que inherentemente dependía de una interpretación clara, aunque cuidadosamente guiada, de la Escritura.  

IV. Figuras Clave y su Contribución a la Comprensión de la Perspicuidad

a. San Isidoro de Sevilla (c. 560-636)

San Isidoro, una figura intelectual preeminente de la era visigoda, articuló de manera célebre su convicción: “El camino por el que llegamos a Cristo es la Escritura, por la cual marchan los que la entienden tal como es”. Esta máxima constituye una piedra angular de su pensamiento, enfatizando la función normativa y pedagógica de la Escritura como el medio directo para el encuentro con Cristo. La frase crucial “intellegunt sicut est” (la entienden “tal como es”) encapsula el principio exegético de Isidoro. Implica un compromiso con la aprehensión de la Escritura in ipsa veritate —en su verdad intrínseca— sin imponer distorsiones alegóricas arbitrarias. Isidoro subrayó la fidelidad a la forma original y al significado inherente del texto. Para él, la Escritura poseía una claridad interna, sugiriendo que “la Escritura se explica a sí misma” (Scriptura sui ipsius interpres), una idea que resuena con doctrinas reformadas posteriores sobre la claridad interna. Buscó armonizar los niveles de lectura literal y espiritual, heredados de Agustín, pero, de manera crítica, procuró evitar el subjetivismo al afirmar que la Escritura tiene un ser inherente (sicut est) que debe ser escuchado y respetado antes de cualquier aplicación.  

b. San Martín de Braga (c. 510/520-579)

San Martín fue una figura clave en la conversión del reino suevo (ubicado en la actual Galicia y el norte de Portugal) del arrianismo al catolicismo niceno. Su obra más notable, De correctione rusticorum (Sobre la corrección de los rústicos), fue un sermón catequético diseñado específicamente para las visitas pastorales de los obispos. Su objetivo era evangelizar y purificar las prácticas religiosas de la población rural, que seguía fuertemente influenciada por el paganismo y los efectos persistentes del priscilianismo. Esta obra simplificaba conceptos teológicos complejos y explicaba supersticiones comunes en un lenguaje accesible para una audiencia “inculta”. 

Martín participó activamente y contribuyó a la condena del priscilianismo en el Primer Concilio de Braga (561 o 563 d.C.). Sus esfuerzos pastorales y literarios destacan el compromiso directo de la Iglesia con las creencias populares y los movimientos heterodoxos mediante una instrucción clara y accesible. Esto demuestra una aplicación práctica de la perspicuidad de la verdad cristiana, haciéndola comprensible para todas las capas sociales y adaptando el método de transmisión a la capacidad de la audiencia. San Martín fue muy estimado por sus contemporáneos, incluidos San Isidoro de Sevilla y San Gregorio de Tours, quienes lo consideraron el hombre más erudito de su tiempo. Sus traducciones de las tradiciones monásticas orientales, como las Sententiae Patrum Aegipteorum, también desempeñaron un papel significativo en el desarrollo del monacato hispano-visigodo.  

Mientras Isidoro proporcionaba el marco intelectual y teológico para la perspicuidad, Martín ejemplificaba su aplicación pragmática y pastoral. Comprendía que, para que la perspicuidad de la Escritura fuera efectiva entre una población mayoritariamente analfabeta y culturalmente diversa, el mensaje cristiano debía ser traducido a una forma accesible, directa y correctiva. Este papel proactivo y adaptativo de la Iglesia fue crucial para la adopción generalizada del cristianismo ortodoxo. 

V. Desafíos a la Perspicuidad y la Reacción de la Iglesia Hispana

a. El Priscilianismo como Caso de Estudio

El priscilianismo fue un movimiento ascético de gran relevancia que surgió en Hispania a finales del siglo IV. Rápidamente atrajo la condena de los obispos ortodoxos y fue formalmente censurado en el Concilio de Zaragoza (380 d.C.) y, posteriormente, en el Primer Concilio de Toledo (400 d.C.). A pesar de estas condenas, persistió como una herejía tenaz, especialmente en regiones como Gallaecia. Las doctrinas priscilianistas incluían elementos como la correspondencia de los nombres de los Patriarcas con partes del alma y de los signos del Zodíaco con partes del cuerpo, así como una comprensión modalista de la Trinidad. 

En cuanto a la interpretación bíblica, los priscilianistas demostraron un variado uso de textos bíblicos, evidenciado por numerosas citas explícitas e indirectas de libros canónicos en sus escritos. Sin embargo, una característica distintiva de su enfoque fue su amplia justificación y defensa del uso de textos apócrifos y pseudoepigráficos, como el Libro de Enoc. Interpretaron estos textos, a menudo de forma alegórica, para resolver contradicciones percibidas dentro de las escrituras canónicas y para desvelar significados ocultos, incorporando a veces conceptos gnósticos o neoplatónicos. Notablemente, Agustín los acusó de corromper deliberadamente el texto bíblico para adaptarlo a sus propósitos exegéticos. 

La Iglesia ortodoxa percibió las doctrinas priscilianistas como profundamente heréticas. Su uso de textos apócrifos, su antropología dualista, el fatalismo astrológico y otras desviaciones teológicas llevaron a su categorización como gnósticos o maniqueos. La condena del priscilianismo por varios concilios (Zaragoza, Toledo, Braga) y la intervención papal directa (Papa Inocencio I en 404 d.C.) subrayan la severa reacción de la Iglesia.

La existencia y persistencia de herejías como el priscilianismo, que también se involucraron profundamente con la Escritura utilizando métodos hermenéuticos sofisticados (aunque heterodoxos), planteó un desafío directo y significativo a la autoridad de la Iglesia y a su comprensión de la doctrina “clara”. Esto obligó a la Iglesia a definir de manera más explícita cómo debía interpretarse la Escritura y, crucialmente, quién poseía el deber legítimp para hacerlo. Este proceso transformó el concepto de perspicuidad de una simple afirmación de claridad a un principio que necesitaba ser defendido, articulado y gestionado institucionalmente.

La reacción de la Iglesia no fue negar la claridad de la Escritura, sino afirmar que su claridad correcta solo podía ser accedida y comprendida a través de los canales ortodoxos, lo que reforzó el papel mediador del clero y la autoridad vinculante de los concilios. Este desarrollo establece una relación de causa y efecto: los desafíos externos (herejías) llevaron a un mayor control institucional interno sobre la interpretación bíblica.

b. La Insistencia de la Iglesia en la Interpretación Tradicional

La rigurosa respuesta de la Iglesia al priscilianismo (y previamente al arrianismo) ilustra claramente su compromiso inquebrantable con una comprensión unificada y ortodoxa de la Escritura, que debía ser guiada por la regula fidei (regla de fe) y la tradición establecida. Los mecanismos empleados por la Iglesia —incluyendo la formación clerical obligatoria y la autoridad suprema de las decisiones conciliares — fueron dispositivos institucionales directos diseñados para contrarrestar las interpretaciones heterodoxas y asegurar que el mensaje “claro” de la Escritura no fuera distorsionado por lecturas individuales o sectarias. La Iglesia buscó activamente prevenir interpretaciones privadas y sin mediación que pudieran conducir al error doctrinal y a la fragmentación, reforzando así la necesidad de una exégesis comunitaria y autoritariamente guiada.  

Conclusión

La Iglesia Hispana Primitiva, especialmente durante el período visigodo, afirmó la claridad inherente (perspicuidad) de la Escritura. Esta claridad fue entendida como un don divino que hacía accesible la voluntad de Dios y el camino a la salvación para todos. Sin embargo, esta afirmación estuvo intrínsecamente ligada al papel indispensable de la autoridad eclesiástica. La Iglesia sostuvo su función vital en la mediación, interpretación y salvaguarda de esta claridad inherente.

Esta postura no representó una contradicción, sino una comprensión teológica y práctica matizada. Si bien el texto bíblico poseía una claridad intrínseca, las limitaciones humanas —como la ceguera espiritual (según 1 Corintios 2:14), la analfabetización generalizada y la propensión a la mala interpretación—, junto con la amenaza constante de la herejía, hicieron necesaria la guía autorizada de la Iglesia. Los mecanismos empleados por la Iglesia —incluyendo la formación clerical obligatoria, el papel exegético autoritativo del obispo, la liturgia como herramienta pedagógica primordial y las decisiones vinculantes de los Concilios de Toledo— fueron diseñados para asegurar que la claridad inherente de la Escritura fuera percibida correctamente, protegida de la distorsión y transmitida eficazmente a los fieles. Este análisis demuestra consistentemente que, si bien se afirmó la claridad inherente de la Escritura, su accesibilidad y correcta comprensión siempre se entendieron como mediadas a través de la Iglesia. Esto define un modelo de “perspicuidad guiada” o “perspicuidad mediada”, que es una característica conceptual clave de la interpretación bíblica en este período, distinguiéndola de otros modelos históricos posteriores.

Este modelo de “perspicuidad guiada” fue fundamental para asegurar la unidad doctrinal y mantener la ortodoxia en un contexto histórico complejo y transitorio. Desempeñó un papel crucial en la consolidación del reino visigodo en una entidad católica-nicena unificada. Además, moldeó profundamente cómo los fieles en Hispania accedían y comprendían la revelación divina, principalmente a través de la enseñanza estructurada y la vibrante vida litúrgica de la Iglesia, en lugar de un estudio independiente. Este enfoque, donde la claridad de la Escritura se realizaba dentro del marco interpretativo comunitario, contrasta con interpretaciones posteriores más individualistas y ajenas a la tradicción. La visión de la Iglesia visigoda fue una de “Scriptura cum Ecclesia” (Escritura con la Iglesia), donde el clero sirvió como el primer intérprete de la comunidad y guía esencial para la comprensión de la Palabra divina. El período visigodo, especialmente después de la conversión de Recaredo, estableció estructuras y principios profundamente arraigados para la Iglesia en Hispania. El fuerte énfasis en la autoridad conciliar, la rigurosa formación del clero y la insistencia en una interpretación unificada y controlada de la Escritura fueron elementos fundacionales. Este legado duradero sugiere que el enfoque de la Iglesia visigoda hacia la perspicuidad moldeó no solo su realidad contemporánea, sino también el carácter subsiguiente de la vida religiosa y la tradición intelectual en la Península Ibérica.