“Reconocemos y afirmamos que hay una clara distinción entre los libros que componen el canon sagrado de las Escrituras, inspirados por Dios, y aquellos otros que, aunque puedan contener elementos útiles o edificantes, no poseen autoridad divina ni deben ser usados para establecer doctrina o práctica cristiana.” Nuestra Fe Hispana, Artículo 6 – De la distinción entre los libros canónicos y los apócrifos.
Introducción
Para los reformados, la norma de fe descansa en la Escritura inspirada divinamente (2 Timoteo 3:16‑17). Por ello conviene rastrear cómo el Occidente latino e hispano reconoció, durante más de un milenio, dos niveles de autoridad bíblica: el canon estricto (los libros hebreos) y el canon eclesiástico o litúrgico (los llamados deuterocanónicos). El itinerario recorre cuatro hitos: Jerónimo, Gregorio Magno, Isidoro de Sevilla y Cayetano; culmina con la ruptura definitiva entre Trento y las confesiones reformadas.
1. Jerónimo y la Hebraica veritas
Al iniciar la Vulgata (391 d. C.), Jerónimo consultó el texto hebreo y afirmó en su Prologus Galeatus que Judit, Tobías, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc y los Macabeos “no están en el canon”. La inspiración —sostuvo— se mide por el reconocimiento sinagogal, no por la costumbre eclesial. Aunque cedió a la praxis litúrgica y citó luego algunos de esos libros, dejó sentado un principio crítico: solo la colección hebrea regula la doctrina; los demás pueden leerse “para edificación, no para probar dogmas”.
2. Gregorio Magno: uso litúrgico sin fuerza dogmática
Dos siglos después, Gregorio Magno († 604) amplificó la distinción al comentar 1 Mac 6:46:
«No incurrimos en irregularidad si aportamos testimonio de libros no canónicos, editados para la edificación de la Iglesia»
—Moralia in Iob 19, 34.
Con ello bendijo la práctica de citar libros “eclesiásticos” en la predicación sin conferirles autoridad definitoria. La Iglesia podía nutrirse de ellos, pero su peso dogmático seguía subordinado al canon hebreo‑latino.
3. Isidoro de Sevilla y la plasticidad visigoda
Isidoro († 636) reproduce la lista hebrea de Jerónimo en Etymologiae VI 1‑2, pero en De Ecclesiasticis Officiis comenta libremente los deuterocanónicos, reflejando la liturgia hispano‑visigoda, todavía alimentada por la Vetus Latina y la Septuaginta. Su obra muestra que el “doble canon” funcionaba de hecho: la regla dogmática (39 libros) y el repertorio de lectura pública (46‑47 libros) convivían sin confusión.
4. Cayetano y la formulación escolástica del doble canon
El cardenal Tomás de Vio, Cayetano († 1534), sistematizó la distinción:
«Estos libros no son canónicos quoad confirmar la fe, aunque se llaman canónicos quoad edificar a los fieles»
(Comentario al final de Ester).
Al someter las afirmaciones de concilios y padres a la corrección jeronimiana, Cayetano cristalizó la tesis de dos autorizaciones distintas dentro de una misma Biblia: regla de fe y regla de lectio.
Incluso la Nueva Enciclopedia Católica coincide en que así fue, al afirmar:
“San Jerónimo distinguía entre libros canónicos y libros eclesiásticos. Consideraba que estos últimos circulaban por la Iglesia como buena lectura espiritual, pero no se reconocían como Escritura autorizada. La situación permaneció confusa en los siglos siguientes… Por ejemplo, Juan Damasceno, Gregorio Magno, Walafrid, Nicolás de Lira y Tostado continuaron dudando de la canonicidad de los libros deuterocanónicos. Según la doctrina católica, el criterio próximo del canon bíblico es la decisión infalible de la Iglesia. Esta decisión no se dio hasta bastante tarde en la historia de la Iglesia, en el Concilio de Trento. El Concilio de Trento resolvió definitivamente la cuestión del canon del Antiguo Testamento. Que esto no se hubiera hecho previamente es evidente por la incertidumbre que persistió hasta la época de Trento.”
5. Ruptura: Trento y las confesiones reformadas
El Concilio de Trento (1546) clausuró la flexibilidad medieval al declarar igualmente inspirados y normativos todos los libros leídos en la misa. Las iglesias reformadas, en cambio, acogieron la línea jeronimiana, incluso se apegaron más a las notas marginales llamada la “Glossa Ordinaria”. Si bien la Biblia Vulgata Latina contenía los libros apócrifos como material de referencia útil (al igual que muchas Biblias reformadas), declaraba enfáticamente que los libros apócrifos no eran Escritura inspirada. Esta fue la Biblia católica oficial hasta la época de Trento. Al comentar sobre los libros apócrifos, estas notas marginales los distinguen claramente de la Escritura canónica. Al comienzo de un libro apócrifo se dice: “Aquí comienza el libro de Tobías, que no está en el canon”, o “Aquí comienza el libro de Judit, que no está en el canon”, etc.
El Prólogo de la Glossa Ordinaria (escrito en 1498 d. C.) mantenía una distinción entre libros canónicos y apócrifos, afirmando que, si bien ambos están incluidos en la Biblia, los libros canónicos son inspirados y los apócrifos no [1]. Así, la Reforma volvió a un solo canon —el hebreo— reconociendo valor histórico y devocional, mas no dogmático, a los deuterocanónicos.
Conclusión
El Occidente latino vivió más de mil años con dos niveles de autoridad bíblica.
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Canon estricto: regla inviolable de fe y doctrina (39 libros).
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Canon eclesiástico: repertorio litúrgico y edificante sin fuerza probatoria.
Jerónimo introdujo la crítica textual; Gregorio, Isidoro y Cayetano mantuvieron la doble funcionalidad; Trento la abolió para el catolicismo, mientras que las iglesias reformadas —fieles a la Hebraica veritas— reafirmaron la suficiencia del canon hebreo.
En clave reformada, la lección es clara: la Iglesia sirve a la Escritura, no la determina. El doble canon persistió mientras la crítica textuales y la autoridad magistral convivieron; la Reforma optó por la certeza objetiva de la Palabra‑Ley revelada en su forma hebrea, preservando la edificación litúrgica sin comprometer la pureza doctrinal.
[1] El Prólogo de la Glossa ordinaria (1498 d. C.) afirma: «Muchas personas, que no prestan mucha atención a las Sagradas Escrituras, creen que todos los libros de la Biblia deben ser honrados y admirados con igual veneración, sin saber distinguir entre los libros canónicos y los no canónicos, estos últimos considerados por los judíos como apócrifos. Por ello, a menudo resultan ridículos ante los eruditos; y se perturban y escandalizan al oír que alguien no honra algo leído en la Biblia con la misma veneración que el resto. Aquí, pues, distinguimos y enumeramos claramente primero los libros canónicos y luego los no canónicos, entre los cuales distinguimos además entre los ciertos y los dudosos. Los libros canónicos fueron creados por el dictado del Espíritu Santo. Sin embargo, se desconoce en qué momento ni por qué autores se produjeron los libros no canónicos o apócrifos. Puesto que, sin embargo, son muy buenos y útiles, y no se encuentra en ellos nada que contradiga los libros canónicos, la Iglesia los lee y permite que los fieles los lean para su devoción y edificación. Sin embargo, su autoridad no se considera suficiente para probar lo que es dudoso o controvertido, ni para confirmar la autoridad del dogma eclesiástico, como afirma el beato Jerónimo en su prólogo a Judit y a los libros de Salomón. Pero los libros canónicos tienen tal autoridad que todo lo que contienen se considera firme e indiscutiblemente verdadero, e igualmente lo que se demuestra claramente a partir de ellos. Pues, así como en filosofía se conoce una verdad mediante la reducción a los primeros principios evidentes, también en los escritos transmitidos por los santos maestros, la verdad se conoce, en cuanto a lo que debe sostenerse por fe, mediante la reducción a las Escrituras canónicas producidas por revelación divina, que no pueden contener nada falso. Por lo tanto, respecto a ellos, Agustín le dice a Jerónimo: «Solo a los escritores llamados canónicos he aprendido a ofrecer esta reverencia y honor: sostengo firmemente que ninguno de ellos ha cometido un error al escribir. Así, si encuentro algo en ellos que parece contrario a la verdad, simplemente pienso que el manuscrito es incorrecto, o me pregunto si el traductor ha descubierto el significado de la palabra, o si la he entendido en absoluto. Pero leo a otros escritores de esta manera: por mucho que abunden en santidad o enseñanza, no considero verdadero lo que dicen porque lo hayan juzgado así, sino porque han podido convencerme, a partir de esos autores canónicos, o de argumentos probables, de que concuerda con la verdad.” Traducción del Dr. Michael Woodward, Biblia cum glossa ordinaria et expositione Lyre litterali et morali (Basilea: Petri & Froben, 1498), en el Museo Británico IB. 37895, Vol. 1, Sobre los libros canónicos y no canónicos de la Biblia.
