El Credo de Calcedonia

Prólogo al Credo de Calcedonia

El Credo de Calcedonia, formulado en el año 451 d.C. durante el Cuarto Concilio Ecuménico celebrado en Calcedonia (hoy Turquía), representa una declaración decisiva de la fe cristiana ortodoxa en torno a la Persona de Cristo. Su propósito fue establecer, frente a diversas herejías, la verdad bíblica de que Jesucristo es verdadero Dios y verdadero hombre en una sola Persona pero en dos naturalezas —divina y humana— “sin confusión, sin cambio, sin división y sin separación”.

Esta confesión surgió principalmente para refutar errores como el nestorianismo, que dividía a Cristo en dos personas, y el monofisismo, que confundía sus naturalezas en una sola. Inspirándose en la enseñanza de los Concilios anteriores, en especial Nicea (325) y Constantinopla (381), y basándose en las Escrituras, el Credo de Calcedonia aseguró la unidad de la fe cristiana en la verdadera identidad del Mediador entre Dios y los hombres: nuestro Señor Jesucristo.


La Definición de Fe de Calcedonia

El sínodo santo, excelente y universal, por la gracia de Dios y el mandato de nuestros emperadores más ortodoxos y amantes de Cristo, Augusto Marciano y Valentiniano Augusto, reunidos en la metrópoli de Calcedonia, en la provincia de Bitinia, en el santuario de la santa, noble y triunfante mártir Eufemia, ha decretado lo siguiente:

Nuestro Señor y Salvador Jesucristo, al confirmar a Sus discípulos en el conocimiento de la fe, les dijo: «La paz os dejo, mi paz os doy», de manera que nadie difiera con su prójimo en las doctrinas de la ortodoxia, sino que la proclamación de la verdad sea presentada igualmente por todos.

Pero como el maligno no cesa de suplantar las semillas de la ortodoxia por medio de su propia cizaña, y siempre inventa algo nuevo contra la verdad, por lo tanto, el Señor, en Su habitual cuidado por la raza humana, despertó a celo a este fiel y ortodoxo emperador, y ha llamado a Sí mismo a los jefes del sacerdocio de todas partes, a fin de que, mediante la acción de la gracia de Cristo el Señor de todos nosotros, podamos eliminar cada elemento nocivo de las ovejas de Cristo, y enriquecerlas con la hierba fresca de la verdad.

Y esto, de hecho, es lo que hemos logrado, habiendo echado fuera por unanimidad los dogmas del error, y habiendo renovado el firme credo de los padres, proclamando a todos el símbolo de los trescientos dieciocho; y, además, aceptando como nuestros propios padres a aquellos que recibieron esa declaración de ortodoxia, nos referimos a los ciento cincuenta que posteriormente se reunieron en la gran Constantinopla, y ellos mismos dieron el visto bueno al mismo credo.

Por lo tanto (preservando la orden y todos los decretos relativos a la fe que fueron aprobados por el santo sínodo que se celebró anteriormente en Éfeso, y de entre cuyos líderes Celestino de Roma y Cirilo de Alejandría eran de la más santa memoria), decretamos que se mantiene válida la exposición de la correcta e intachable fe de los trescientos dieciocho santos y benditos padres en Constantinopla, para la remoción de las herejías que hasta entonces abundaban, y para la confirmación de la misma fe católica y apostólica.

Aunque este símbolo (Niceo y Constantinopla) sabio y salvador de la gracia divina habría sido suficiente para el conocimiento completo y la confirmación de la ortodoxia, ya que tanto enseña la doctrina perfecta concerniente al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, como establece la encarnación del Señor a los que lo reciben fielmente; con todo, por cuanto aquellos que intentan dejar de lado la predicación de la verdad han producido declaraciones insensatas a través de sus propias herejías, algunos se atreven a corromper el misterio de la encarnación del Señor para nosotros, negando el título de «Theotokos» a la virgen; otros introduciendo una confusión y una mezcla, imaginando descaradamente también que la naturaleza de la carne y de la Deidad son una, y afirmando de manera absurda que por esta confusión la naturaleza divina del unigénito es pasible; por lo tanto, el actual sínodo santo, excelente y universal, con la intención de excluir todas sus maquinaciones contra la verdad, y afirmar la doctrina como inmutable desde el principio, ha decretado principalmente que el credo de los trescientos dieciocho santos padres debe permanecer intacto; y, a causa de los que luchan contra el Espíritu Santo, ratifica la enseñanza posteriormente establecida por los ciento cincuenta santos padres reunidos en la ciudad imperial en cuanto a la esencia del Espíritu, la cual dieron a conocer a todos; no como alegando que algo haya faltado a sus predecesores, sino aclarando mediante testimonios de las Escrituras su concepción concerniente al Espíritu Santo contra aquellos que estaban tratando de dejar de lado Su soberanía; y, a causa de aquellos que intentan corromper el misterio de la encarnación, y que descaradamente pretenden que Él, quien nació de la santa María, era un mero hombre, han recibido las epístolas sinódicas del bendito Cirilo, pastor de la iglesia de Alejandría, dirigidas a Nestorio y a los orientales, como concordantes con ello, para la refutación de las nociones extrañas de Nestorio y para la instrucción de aquellos que en celo piadoso desean entender el símbolo salvador. A estos también se ha unido convenientemente, para la confirmación de las doctrinas correctas, la epístola del prelado de la grande y antigua Roma, el más bendecido y santo arzobispo León, quien escribió al santo arzobispo Flaviano para la exclusión de la errada opinión de Eutiques, y en la medida en que está de acuerdo con la confesión del gran Pedro [1], y es un pilar común contra los heterodoxos.

Porque el sínodo se opone a aquellos que presumen de resolver el misterio de la encarnación en una dualidad de hijos; y expulsa de la compañía de los sacerdotes a los que se atreven a decir que la Deidad del unigénito es pasible, y resiste a aquellos que imaginan una mezcla o confusión de las dos naturalezas de Cristo, y excluye a los que se imaginan que la forma de siervo que Él tomó de nosotros es de una esencia celestial o de cualquier otra; y condena a aquellos que imaginan dos naturalezas del Señor antes de la unión, pero crean de nuevo una sola naturaleza después de la unión.

Nosotros, entonces, siguiendo a los santos Padres, todos de común consentimiento, enseñamos a los hombres a confesar a;

Uno y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en Deidad y también perfecto en humanidad; verdadero Dios y verdadero hombre, de cuerpo y alma racional; consustancial (coesencial – homoousios) con el Padre de acuerdo a la Deidad, y consustancial con nosotros de acuerdo a la Humanidad; en todas las cosas como nosotros, sin pecado; engendrado del Padre antes de todas las edades, de acuerdo a la Deidad; y en estos postreros días, para nosotros, y por nuestra salvación, nacio de María Virgen, madre de Dios, de acuerdo a la Humanidad;

Uno y el mismo, Cristo, Hijo, Señor, Unigénito, para ser reconocido en dos naturalezas, inconfundibles, incambiables, indivisibles, inseparables; por ningún medio de distinción de naturalezas desaparece por la unión, más bien es preservada la propiedad de cada naturaleza y concurrentes en una Persona y una Sustancia, no partida ni dividida en dos personas, sino uno y el mismo Hijo, y Unigénito, Dios, la Palabra, el Señor Jesucristo; como los profetas desde el principio lo han declarado con respecto a Él, y como el Señor Jesucristo mismo nos lo ha enseñado, y el Credo de los Santos Padres que nos ha sido dado. AMEN.

Dado que todo lo anterior ha sido definido por nosotros con toda la precisión y cuidado posibles, el sínodo santo y universal ha decretado que es ilegítimo que cualquiera presente, escriba, componga, formule o enseñe a otros cualquier otro credo; pero que aquellos que se atrevan a componer otro credo, o a presentar o enseñar o entregar otro símbolo a los que desean recurrir al conocimiento pleno de la verdad viniendo del paganismo o del judaísmo, o de cualquier tipo de herejía, los tales, sean obispos o clérigos, deben ser depuestos, los obispos del obispado y los clérigos del oficio clerical, y si son monjes o laicos, serán declarados anatemas.


[1] En el preámbulo a la Definición de Fe de Calcedonia (451), la mención de Pedro aparece en un contexto muy específico: no se trata de una referencia devocional o aislada, sino de un reconocimiento formal a la autoridad doctrinal expresada por el papa León I en su famosa Epístola a Flaviano (el llamado Tomo de León).

Forma de la referencia

  • Es una fórmula sinodal de reconocimiento donde el concilio afirma que en la carta de León I se expresa la misma fe que la de los concilios anteriores (Nicea y Éfeso), y que esa enseñanza fue recibida “como si Pedro mismo hubiera hablado”.

  • La frase griega clave es “como quien habló por Pedro” apelando a su confesión de fe (Mateo 16:16), implicando que León, transmitía la misma enseñanza apostólica de Pedro.

Sentido teológico y eclesiológico

  1. Continuidad apostólica en la doctrina, es decir, no es una afirmación de jurisdicción universal romana en el sentido medieval, sino una forma de decir que el obispo de Roma, en su enseñanza cristológica, permanecía fiel a la confesión de fe de Pedro y, por tanto, de los apóstoles. A la vez, se subraya que lo aceptado no es la persona de León en abstracto, sino su confesión conforme a la tradición apostólica.

  2. Función normativa del Tomo de León, es decir, la declaración reconoce que el Tomo contenía la interpretación ortodoxa de la fe frente al monofisismo. La autoridad del texto se fundamenta en su concordancia con la fe apostólica, no en un decreto papal autónomo.

  3. Uso retórico y conciliador, es decir, los obispos orientales aceptaron esta fórmula para reconocer la primacía honorífica de Roma, pero sin ellos ceder en la igualdad de sus sedes. Así, la frase funciona como puente diplomático entre la eclesiología romana (sede de honor para el Occidente) y la Oriental (primacía de honor, no de jurisdicción universal).

En resumen: El preámbulo menciona a Pedro en forma de una comparación —León habló “como por Pedro”—, y lo hace en el sentido de confirmar la doctrina apostólica recibida, no para declarar un poder jurisdiccional universal, sino para avalar que su enseñanza concordaba con la fe de los concilios y de los apóstoles.